6 de gen. 2025

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“Nobles y rebeldes”, de Jessica Mitford: una oveja roja en la aristocracia inglesa de principios del siglo XX

por Margarita Lázaro
Huffpost
11/08/2014

"¿De qué va?

    Es la historia de infancia y juventud de Jessica Mitford, la quinta hermana de la familia Mitford y una de las más rebeldes, contada por ella misma. Empieza terminada la Gran Guerra y se prolonga durante el periodo de entreguerras hasta que estalla la Segunda Guerra Mundial.

    El libro retrata la infancia de Jessica, conocida como Decca, y recoge con cierto ironía cómo era la relación con sus seis hermanos. Diana, la cuarta de los siete, era su favorita porque Nancy, la mayor y conocida autora de libros como A la caza del amor o Amor en clima frío, era demasiado "mordaz y sarcástica" para aguantar en ese papel. Jessica relata otras anécdotas de infancia como las reuniones de los Ísimos, que veríamos luego en las obras de Nancy.

    Al retrato de la familia le sucede el relato de la juventud de Jessica. La más rebelde de la saga pronto definió como comunista. Su casa le resultaba demasiado asfixiante y por eso decidió huir. Con su fondo para la fuga emprendió un viaje hacia España al alcanzar la mayoría de edad acompañada de su primo, un joven sobrino de Churchill del que terminaría enamorándose. Iban a luchar en la guerra civil. Fue uno de los primeros escándalos que protagonizaría.

¿Por qué se habla tanto de este libro?

    Porque ofrece una visión diferente de una de las familias de aristócratas inglesas más famosa de principios del siglo XX. Se cuenta la historia desde dentro y por fin se le da sentido a muchas de las referencias que la mayor, Nancy Mitford, plasmó en sus novelas.

    Además dedica buena parte de la obra (Nobles y rebeldes es más una autobiografía que una novela) a la Guerra Civil Española. En el libro se plasma qué postura adoptaron los nueve miembros de la familia —dos padres y siete hijos— en el conflicto. Los padres eran defensores de Franco, Nancy ("rojilla de salón") se declaró republicana y mientras Deborah y Unity anunciaban emocionadas que el Führer había proclamado a Franco "ario honorario". La primera mantuvo contacto con Hitler, del que contaría en una entrevista con The Guardian en 2007 que tomaron el té juntos. Por último, Jessica fue la más combativa. Era la "oveja roja" de la familia.

¿Quién lo escribe?

    Jessica Mitford (1917-1996), la quinta de las seis hermanas de esta legendaria familia aristocrática. Jessica fue una de las más rebeldes de la familia. Porque huyó a España con su primo Esmond Romilly, un sobrino anarquista de Churchill, del que se enamoró y con el que se acabaría casando a pesar del disgusto de los padres de uno y otro.

    Jessica (Decca) fue escritora, periodista y activista. Formó parte del Partido Comunista y aunque empezó trabajando como dependienta de tiendas de ropa, terminaría realizando importantes trabajos de investigación sobre la industria funeraria americana, The American Way of Death.

¿Quién debería leerlo?

    El libro hará las delicias de aquellos que hayan seguido previamente los pasos de Nancy Mitford, porque todas sus referencias cobrarán sentido una vez que nos adentremos en las páginas de Nobles y rebeldes y entremos en la casa familiar de Swinbrook, el hogar donde se desarrolló la infancia de Jessica. Pero también gustará a los seguidores de novelistas como Jane Austen o las hermanas Brönte, a las que se menciona en distintos momentos.

    Nobles y rebeldes evoca el ambiente que se refleja en la serie de la NBC Downton Abbey, que arrancaba su primera temporada con el hundimiento del Titanic (1912) pero que ya ha llegado al periodo de entreguerras. Ambas coinciden en el tiempo, en la clase social de los personajes y en la rebeldía de algunos de sus protagonistas.

Nuestra opinión:

    Nancy Mitford dejará de ser tu hermana favorita y Jessica adoptará este papel. Te solidarizarás con sus planes de huida, entenderás por qué ansiaba estudiar en una escuela y no en casa y sobre todo te reirás con esa flema inglesa que asoma en cada página de esta autobiografía. La ironía de Jessica no tiene límites.

    Las ocho páginas finales, con fotos de la infancia de la autora y sus hermanos, son un regalo para los lectores de Nobles y rebeldes y también para los que han seguido los pasos de la mayor Nancy."


5 de gen. 2025

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“Nobles y rebeldes” - Jessica Mitford

en “Propera parada: cultura”
18/12/2014

    "Mi romance con la familia Mitford viene de lejos y empezó de la forma más peregrina.

    Por aquel entonces acababa de leer El quinto en discordia de Robertson Davies, un libro que me dejó en un maravilloso trance que aún dura a día de hoy (varios años después) y que inició mi interés por la entonces recién estrenada editorial Libros del asteroide. En la biblioteca de mi barrio encontré uno de sus aún escasos volúmenes: A la caza del amor de Nancy Mitford. Me lo llevé a casa y caí rendida a sus pies a golpe de carcajada y movimientos incrédulos de cabeza. Y lo mejor de todo fue descubrir que, una vez más, la realidad supera a la ficción.

    En seguida me hice con Las hermanas Mitford, de Annick Le Flochmoan, editada en castellano por Circe, y pasé a devorarlo con placer y creciente asombro. David Mitford, segundo Barón Redesdale, y Sydney Bowles, tuvieron siete hijos de su fructífera unión: Nancy, Pamela, Tom ( el único chico), Diana, Unity, Jessica y Deborah. Primos de Winston Churchill, pronto se vio que no necesitarían vincularse al Primer Ministro británico para hacerse conocidos, admirados u odiados, dado que las jóvenes Mitford se sobraban y bastaban para darse a conocer.

    A parte del carácter, digamos que especial, de sus progenitores, Nancy pronto se convirtió en una chispeante escritora que no dudaba en inspirar su material literario en las particularidades de su familia. Pamela pasó algo más desapercibida pero por algo la llamarían sus propias hermanas la “ya sabes qué”. Tom murió joven en Birmania luchando contra los japoneses. Diana fue una belleza legendaria a quien Evelyn Waugh dedicó su Cuerpos viles, pero que dio la campanada al casarse y luego divorciarse del heredero de los Guinnes para poder unirse en matrimonio con Oswald Mosley, líder de los Camisas negras, en la salita del mismísimo Joseph Goebbles. Unity compartió con Diana la filiación nazi, llegando al intento de suicidio cuando finalmente Gran Bretaña declaró la guerra a la Alemania de su admirado Hitler, con quien apareció en público el día de la anexión austriaca. Deborah quiso ser una duquesa rural y bien que lo consiguió. Jessica se identificó con el comunismo y hasta huyó a España para luchar en la Guerra Civil del lado republicano...Pero eso no es todo, como muy bien podemos leer en Nobles y Rebeldes, su historia puesta por escrito por ella misma.

    Jessica Mitford nos habla de su infancia en los Costwold, de las particularidades de una familia con más carácter que disciplina, con mucho amor a pesar de sus múltiples diferencias. Nos explica sus deseos de ir a la escuela y los curiosos métodos medicinales de su madre, el enfrentamiento lúdico con sus hermanas y la separación -primero ideológica y posteriormente física- de su familia.

    Enamorada de su primo Esmond por sus hazañas, antes de conocerlo ya intuye la participación de éste en su futura emancipación y desarrollo vital. Juntos se marcharán a España con la intención de luchar contra el fascismo y juntos se marcharán a estados Unidos. Desgraciadamente, Esmond muere en la guerra y con este desdichado acontecimiento se cierra la etapa vital que narra esta autobiografía. Jessica pasa de puntillas sobre su posible oportunidad de haber acabado con Hitler, sobre su posible influencia en el cambio político de Churchill que desembocaría en la declaración de la II Guerra Mundial, sobre la muerte de su hija...y nos deja a las puertas de su segundo matrimonio, de sus futuros hijos, de sus luchas posteriores.

    Con todo, es un libro indispensable para los lectores de la saga Mitford en castellano, para admiradores de la historia narrada desde dentro, para los que disfrutamos con narraciones vivas. Jessica llega a nosotros con su propia voz y personalidad, no sólo como una de “las Mitford” sino como ella misma, con los recovecos, luces y sombras de una vida real e intensa."



4 de gen. 2025

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Jessica Mitford lo cuenta todo sobre las “nobles y rebeldes”

en Koratai

“Los Mitford fueron una familia de aristócratas ingleses que dieron mucho que hablar en la primera mitad del siglo XX. Las seis hijas del matrimonio, lejos de seguir el camino de las jóvenes bien educadas de su época, decidieron tomar sus propias decisiones y hacer lo que mejor les parecía. Aunque esto supusiera un escándalo y ser pasto de las habladurías. Así, Nancy se convirtió en escritora de novelas ligeras en las que de manera mordaz y divertida retrataba a su propia familia y a la clase social donde se desenvolvía. Unity Valkyrie (nombre que no presagiaba nada bueno) fue una devota filonazi y llegó a ser amiga de Hitler, mientras que la bella Diana se casó con un aristócrata para después unirse a Oswald Mosley, fundador de la Unión Británica de Fascistas.

    Jessica Mitford (1917-1996), por su parte, fue una de las «ovejas negras» al simpatizar con las ideas de izquierdas y fugarse con un sobrino de Churchill, Esmond Romilly, para luchar en la Guerra Civil Española. La historia de su infancia, su familia y las aventuras que corrió junto a su marido en los Estados Unidos las narró en Nobles y rebeldes (Hons and Rebels, 1960), sus particulares memorias.

    En Nobles y rebeldes encontramos a una joven que relata, con cierto sentimiento de orgullo y una pizca de ironía, la peculiar familia en la que nació (por ejemplo, de su padre dice que era «era un salto atrás en la evolución del género humano, un eslabón perdido entre los monos y el homo sapiens«), sus recuerdos de niñez en la mansión de Swinbrook House, las excentricidades de sus padres y su recorrido hacia la madurez. Las memorias de Jessica Mitford construyen una historia familiar que de estrambótica es casi ficcional, un universo aristócrata del que, llegada la juventud, Jessica se quiere apartar. Porque, como dice en un momento de las memorias, «Ahora sabía de qué estaba huyendo y hacia dónde quería correr.»

    En este sentido, Jessica se retrata a sí misma como una especie de modesta revolucionaria que quiere huir de una herencia familiar llena de convenciones y, al mismo tiempo, extravagancias, un entorno que recrea con una distancia y comicidad que aligeran la gravedad de los hechos narrados (la incursión de Jessica y Esmond en la Guerra Civil Española, su huida a Estados Unidos, las penurias vividas durante sus primeros años de exilio, etc.)."


3 de gen. 2025

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los hijos de Decca, Constancia "Dinky" Romilly
y Ben Truehaft 

Gran escritora, pero ¿como madre?

Los hijos de Jessica Mitford recuerdan a la mujer a la que llamaban Decca.

por Edward Guthmann
en SFGATE
14 de noviembre de 2006

    "Tener a Jessica Mitford como madre tenía sus ventajas. Mitford, una mujer de ingenio estelar y una bromista empedernida, parecía llevar consigo un sentido de la ocasión adondequiera que iba. Era la hija fugitiva de unos aristócratas británicos profascistas, una comunista del Área de la Bahía que se manifestaba contra la discriminación racial, una periodista extraordinaria que destapó la industria funeraria con su panfleto de 1963 "El modo americano de morir". Sin embargo, en el día a día era un desastre. Mitford no podía hacer las tareas domésticas, rara vez cocinaba y admitió que manejaba la maternidad con un espíritu de "negligencia benigna".

    Esa es la imagen que se pinta en "Decca", una colección de 744 páginas de cartas de Mitford, deliciosamente legible, editada por el ex miembro del equipo del Chronicle Peter Y. Sussman. Y esa es también la forma en que la hija y el hijo de Mitford, Constancia Romilly y Benjamin Treuhaft, describen a su madre, única pero exasperante.

    "No hubo realmente negligencia", dice Treuhaft. "Creo que simplemente no le gustaban los toqueteos, ni siquiera la maternidad".

    "No le caíamos muy bien cuando éramos pequeños", añade Romilly con una sonrisa alegre. "No era una mamá que se enojara. Era muy práctica. Tenía sus propias cosas que hacer y esperaba que nosotros tuviéramos nuestras propias cosas que hacer".

    "Tú me criaste, ¿no es así, Dinky?", le pregunta Treuhaft a su hermana, usando el nombre de infancia con el que Romilly aún se conoce.

    De hecho, la suya no era una relación madre-hijo típica. Desde el principio, los hermanos llamaban a su madre Decca o Dec, su apodo de la infancia, en lugar de mamá.

    Con frecuencia, Mitford los llevaba a repartir panfletos o a marchas con el Congreso de Derechos Civiles: para protestar contra la discriminación en la vivienda o la brutalidad policial, o para exigir un nuevo juicio para Willie McGee, un afroamericano condenado injustamente por violar a una mujer blanca.

    Treuhaft, de 59 años, y Romilly, de 65, están sentados en una sala de estar en North Oakland, cerca del vecindario donde Mitford, quien se había mudado al Área de la Bahía en la década de 1940, vivió hasta su muerte en 1996. Es una cálida mañana de domingo y más tarde, por la noche, los hermanos aparecerán en la escuela secundaria Martin Luther King Jr. para presentar "Decca".

    Organizada por el editor Sussman, la velada incluirá lecturas del libro a cargo de los escritores locales Susan Griffin y Wes "Scoop" Nisker, los hijos de Romilly, James y Chaka Forman, la actriz Joan Mankin y Leah Garchik, de The Chronicle. Siguiendo la tradición de Mitford, con desfachatez y falta de decoro, Romilly llevará una de las blusas de su madre al evento, y Treuhaft lucirá un camisón y una bata de color gris, la vestimenta habitual de Mitford durante el día.

    Durante la entrevista, el hermano y la hermana mayor hacen lo habitual, al estilo Mitford: desacreditan a su famosa madre, hablan uno al mismo tiempo que el otro, se ríen de los recuerdos compartidos. "Se supone que debemos sentarnos aquí y pontificar", le dice Romilly a Treuhaft cuando llega tarde en bicicleta, con aspecto de niño grande y robusto con la cabeza cubierta con un pañuelo japonés.

    Disfrutan de la mutua compañía, como suele ocurrir con los supervivientes de una familia muy poco convencional. Ambos viven en Nueva York, donde Treuhaft, hijo del segundo matrimonio de Mitford con el abogado de derechos civiles Bob Treuhaft, es afinador de pianos y hace poco se convirtió en padre por primera vez. Romilly, enfermera jubilada de urgencias, es hija de Esmond Romilly, un izquierdista británico y sobrino de Winston Churchill, que murió en la Segunda Guerra Mundial.

    El libro "Decca" se elaboró durante diez años y durante ese tiempo, dice Romilly, ella y Treuhaft se reunieron dos veces con Sussman "para hablar sobre el espinoso tema de los esqueletos en el armario y lo que queríamos hacer al respecto. Básicamente le dijimos: 'Oye, es tu libro, adelante. Pon lo que quieras'".

    Sussman compiló "Decca" por sugerencia de Bob Treuhaft, quien murió en 2001. Sussman pasó seis años trabajando en el libro, revisando colecciones de cartas de Mitford en Ohio State y la Universidad de Texas, hurgando en los sótanos de los amigos de Mitford, solicitando cartas a través de correos y avisos de "solicitudes del editor".

    Mitford era una corresponsal prodigiosa y en 1959 empezó a hacer copias al carbón de toda su correspondencia. "Había literalmente miles de cartas que no utilicé", dijo Sussman por correo electrónico.

    Romilly y Treuhaft son grandes admiradores del ingenio de su madre. "Era una mujer muy divertida", dice Treuhaft. En sus raras visitas a su Inglaterra natal, cuando dejaba de lado sus americanismos y volvía de inmediato a su elegante acento inglés de clase alta, "era divertidísima, más divertida que nadie, porque tenía ambas perspectivas".

    "Él es el que tiene ese ingenio", interviene Romilly, señalando al hermano menor, a quien llama Benj y al que todavía trata como a un niño dulce y revoltoso. "Es increíble la forma en que le da un giro a las palabras, una forma de explicar las cosas. Muy parecido a Bob y Dec".

    Como era de esperar, a pesar de su admiración por el don verbal de su madre (o por su compromiso con la justicia social y la igualdad racial), ninguno de los dos hermanos escapó del frío característico de estar a la sombra de una madre famosa. Romilly y Treuhaft recuerdan que los dejaban con niñeras o amigos cuando su madre se iba a reuniones del Congreso de Derechos Civiles. Ambos vivieron períodos de rebelión y descontento.

    "Yo era una chica muy obediente en los años cincuenta", dice Romilly sobre su adolescencia. Cuando se matriculó en el elegante Sarah Lawrence College , "me quedé (allí) aunque lo odiaba. Finalmente, en mi último año, me involucré en el movimiento por los derechos civiles y abandoné la escuela, ¡para gran enfado de Bob y Dec!".

    Romilly se casó con James Forman, el director afroamericano del Comité Coordinador de Estudiantes No Violentos, y tuvo dos hijos: James Jr., de 39 años, que ahora es profesor asociado en la Facultad de Derecho de Georgetown, y Chaka, de 36 años, actriz en Los Ángeles. Actualmente está casada con Terry Weber, un maestro de escuela en Nueva York.

    Treuhaft tuvo momentos más difíciles. "Mi infancia pasó a un segundo plano. No recuerdo nada de ella". A los 16 años, fue al St. John's College en Annapolis, Maryland, reprobó y "terminó caminando sin rumbo por Berkeley, molestando a la gente, chocando el auto de la familia durante la campaña de mi padre para fiscal de distrito".

    Treuhaft cuenta que, cuando tenía veintitantos años, "me volví bipolar de forma radical. Asustaba a todo el mundo y eso fue una gran batalla. Desperté siendo una persona completamente diferente y me gustó. Era un maníaco muy feliz".

    Durante mucho tiempo, dice, "boicoteé a mi madre y a mi padre, especialmente a mi madre. No quería tener nada que ver con la aristocracia inglesa. No quería ser el hijo de una escritora famosa. Ella hizo una fortuna con 'The American Way of Death', y yo tampoco quería ser un niño rico. No sabía lo que quería. Fuera lo que fuese, estaba divorciado de ellos".

    Más tarde, "cuando me recupe de esa locura, me convertí en un gran admirador de mis padres, en especial de mi madre, y nos hicimos muy amigos. Eran personas extraordinariamente maravillosas".

    Para Romilly, el libro "Decca" no le depara muchas sorpresas, ya que fue testigo de gran parte de lo que su madre describe en las cartas. La gran revelación, dijo, fueron las tiernas cartas que Mitford le escribió a su padre biológico, Esmond Romilly, cuando estaba en guerra en Europa. Romilly murió en 1941, en una misión de bombardeo para la Real Fuerza Aérea Canadiense. Mitford vivía en Washington, DC, en ese momento con la bebé Dinky.

    "Esas cartas fueron realmente asombrosas", dice Romilly. "Intenté visualizarla en ese país extraño, raro, enamorada de ese tipo que se fue a luchar a la guerra y que luego se quedó aquí con ese bebé".

    Para Treuhaft, que es siete años más joven y pasó más tiempo alejado de sus padres, "este libro es una revelación total para mí. Me encanta cada palabra del mismo porque no sé nada de esto"

2 de gen. 2025

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La primera It Girl

por J. K. Rowling
The Telegraph
26 de noviembre de 2006

Reseña de J. K. Rowling sobre Decca: the Letters, de Jessica Mitford, editada por Peter Y. Sussman.

    Jessica Mitford ha sido mi heroína desde que tenía 14 años, cuando oí a mi formidable tía abuela hablar de cómo Mitford había huido a los 19 años para luchar con los rojos en la Guerra Civil española: "¡Y cargó una cámara a la cuenta de su pobre padre para que se la llevara!". Fue la cámara lo que me cautivó, y pedí más detalles. Mi tía abuela, que enseñaba clásicos y aprobaba la sed de conocimiento, incluso de un tipo cuestionable, me mostró una copia muy antigua de Hons and Rebels, el primer volumen de la autobiografía de Jessica Mitford.

      Decca: the Letters de Jessica Mitford ofrecen, como suelen hacer las cartas, un retrato mucho más completo de la escritora que cualquiera de sus propias autobiografías, y terminé de leerla mucho más admirada y encariñada con ella, si cabe,  dado que le había puesto su nombre a mi primera hija en su honor.

    Las cartas abarcan una vida notable desde cualquier punto de vista: la aristócrata adolescente que huyó de Inglaterra y se convirtió al comunismo en Estados Unidos; la esposa fugitiva que se convirtió en viuda de guerra y se convirtió en activista por los derechos civiles, periodista de campaña y, finalmente, autora del gran éxito de ventas, como su libro The American Way of Death, una muestra de las prácticas corruptas de la industria funeraria. Y todo esto fue bastante al margen de su pertenencia a ese grupo de prototipos de "It Girls", las Mitford Sisters.

    Decca se mostró divertida con lo que ella llamó "La industria Mitford". Después del éxito del best seller The I Hate Cats Book, escribió: "The I Hate Mitfords Book podría funcionar bien aquí (por Reino Unido), seguido, como en los EE. UU., por "100 maneras de matar a un Mitford"". A Katharine ("Kay") Graham, editora del Washington Post, le sugiere: "The Mitford Girls [el musical] fracasó en Londres, así que esa es UNA tarea que puedes evitar. (Se dice que posiblemente se estrene en ALEMANIA, si es así, se lo merecen esos miserables alemanes)".

    Las cartas a sus hermanas y sobre ellas serán las primeras a las que accederán muchos lectores: Nancy, la escritora francófila; Deborah, undécima duquesa de Devonshire; y, muy ocasionalmente, Pam, generalmente apodada la Mitford "tranquila" o "rural" (Decca se divirtió mucho con la parodia de Private Eye, "Yo, Doreen, memorias de la hermana desconocida de Mitford").

    Decca nunca perdonó las simpatías nazis de su segunda hermana mayor, Diana Mosley, aunque se decretó un alto el fuego para que ambas asistieran al lecho de muerte de Nancy. Según admitió ella misma, el desagrado de Decca se vio agravado por la amargura que sentía por la muerte en combate de su primer marido, Esmond Romilly.

    Teniendo en cuenta todo esto, fue inesperado y conmovedor leer la carta que le envió a Deborah cuando murió Oswald Mosley: “… Diana debe estar muy triste y sola. Por razones obvias no le escribiré, pero si me siento inclinada, le transmitiré un mensaje de condolencias. Con mucho cariño, Henderson. Oh, Dios, qué carta tan extraña y extraña. Pero ya sabes cómo es esto, Hen”.

    También hay peleas, la más acalorada con respecto a la propia Industria Mitford. "¿Por qué deberías ser el árbitro final de todo lo relacionado con la familia?", le escribe furiosa a Deborah en un momento dado. El apogeo llega cuando el esqueleto más notorio de la familia es sacado a la fuerza del armario: la biografía de Unity escrita por David Pryce-Jones, con quien Decca era más cercana en su juventud, y que se convirtió en una archifascista y favorita de Hitler.

    Decca cree que la historia debería contarse; las otras hermanas están a favor de la supresión; y a medida que los intercambios se vuelven cada vez más incendiarios, el lector siente esa sensación culpable de escucha que sólo los más hipócritas pretenderán que no es una de las mayores emociones de leer la correspondencia de otras personas.

    Las cartas de Decca reflejan las cualidades que la hicieron tan atractiva para mí. Incurablemente rebelde e instintivamente, valiente, aventurera, divertida e irreverente, no había nada que le gustara más que una buena pelea, preferiblemente contra un objetivo pomposo e hipócrita. "Como puedes ver", escribió mientras se involucraba en una campaña pública para cerrar el fraudulento curso por correspondencia de la Escuela de Escritores Famosos, "todo es bastante agradable, principalmente porque son unos idiotas de derechas súper respetables".

    Estaba plagada de contradicciones, como ella misma sabía; la comunista menos "políticamente correcta" imaginable, una vez fue reprendida por el partido por anunciar una recaudación de fondos prometiendo "¡Chicas! ¡Chicas! ¡Chicas!" en el cartel promocional, que se consideró que mostraba una postura cuestionable sobre "la cuestión de la mujer". Con frecuencia reprendida por su frivolidad en las reuniones del Partido Comunista, disfrutaba sin vergüenza de sus incursiones en un mundo más adinerado ("disfrutando del lujo" en Kay Graham's y, por supuesto, alojándose en el incomparablemente hermoso Chatsworth).

    A pesar de su aversión por las tareas domésticas y su indiferencia hacia la suciedad y el desorden, hay, sin embargo, atisbos de la hija de Lady Redesdale ("servilletas de papel, que yo consideraba sórdidas"). A un comunista que le había escrito una carta de admiración, ella respondió: "Intento... escribir cosas que espero que sean útiles en la lucha [comunista] -por ejemplo, el libro de la prisión... Me doy cuenta de que a menudo me obsesionan absolutamente los temas triviales que no tienen mucho que ver con la lucha de clases, pero temo que sea un defecto de carácter."

    Peter Sussman ha realizado un trabajo magistral de edición de estas cartas, que deben haber sido un verdadero campo minado dado que, como él dice, "las opiniones de Decca se expresaban a menudo de forma intensa y provocativa". Sus notas a pie de página son ejemplares y arrojan luz sobre al menos una relación que se me había escapado a lo largo de 27 años de lectura sobre los Mitford.

    Al agrupar las cartas cronológicamente, dividiéndolas según períodos, logra dar forma y estructura discretas a una vida vivida de manera caótica. La única pega posible, y creo que era inevitable, es que se nos dan todos los detalles insoportablemente tristes de la muerte de su primer marido antes de sumergirnos en las cartas de amor más conmovedoras que he leído nunca, enviadas a Esmond mientras se entrenaba en la fuerza aérea canadiense, de modo que su humor y su calidez están cubiertos de un escalofrío de aprensión desde el principio.

    La culminación de esta tristeza es leer la carta de Decca a su madre, después de recibir el telegrama que anunciaba la desaparición de Esmond, de 23 años: "Estoy absolutamente segura de que Esmond está bien... a veces se necesitan hasta seis meses para saber de los prisioneros". Por la noche, nos cuenta Sussman, la amiga con la que ella y su hija pequeña se alojaban podía oírla hablar en sueños: "Oh, el agua estaba tan fría, el agua estaba tan fría..."

    La propia muerte de Decca estuvo relacionada con el hábito de fumar. Me identifiqué mucho con sus intentos de dejarlo. La terapia de aversión, escribió, fue inútil. Su segundo marido, Bob Treuhaft, "recogía un montón de colillas y cenizas repugnantes, y todo lo que yo hacía era respirar profundamente y decir '¡Qué divino!'". Cuando le detectaron el cáncer, ya se había extendido al cerebro. Años antes, Evelyn Waugh había criticado The American Way of Death por su falta de una "actitud claramente expresada hacia la muerte". Respondió a través de su hermana Nancy: "... dígale que, por supuesto, estoy en contra".

    Según las últimas cartas que escribió, su actitud fue casi de aceptación alegre. Sus últimas palabras escritas fueron dirigidas a su marido ("Bob, es tan RARO morir...") y a su adorada 'Hen', su hermana Deborah, y son dolorosamente conmovedoras.

    Sin embargo, su última risa fue a costa de su antiguo enemigo, Service Corporation International, a quien había perseguido durante años, alegando prácticas exorbitantes e inmorales en la industria funeraria. Siguiendo instrucciones de Decca, su asistente les escribió después de su muerte incluyendo una factura por los gastos del funeral: "La Sra. Mitford cree que usted debe pagar la factura. En sus propias palabras, "después de todo, ¡miren toda la fama que les he traído!".”

1 de gen. 2025

discurs nobel literatura 2024

 



La luz y el hilo

por Han Kang

    "En enero del año pasado, cuando estaba vaciando un trastero para una mudanza, me encontré una vieja caja de zapatos. Al abrirla, descubrí unos diarios que había llevado de niña. Fue entre esos diarios donde encontré un cuadernillo encuadernado a mano con la palabra Poemario escrita a lápiz en la portada. Eran cinco hojas de papel reciclado tamaño A5, dobladas por la mitad y grapadas. Debajo del título había dos líneas irregulares dibujadas una al lado de la otra: una escalera de seis peldaños que subía por la izquierda y otra de siete peldaños que bajaba por la derecha. ¿Era una especie de ilustración de portada? ¿O se trataba solo de un garabato? En la contraportada figuraban el año 1979 y mi nombre, y dentro había ocho poemas, todos escritos a lápiz con la misma letra que el título de la portada. En la parte inferior de cada página aparecían ocho fechas distintas siguiendo un orden cronológico. Y entre las inocentes y torpes frases propias de una niña de ocho años, me llamó la atención un poema fechado en abril que comenzaba con estos versos:

¿Dónde está el amor?

Dentro de mi pecho palpitante.

¿Qué es el amor?

El hilo dorado que une nuestros corazones.

    En ese instante, dando un salto atrás en el tiempo de cuarenta años, recordé la tarde que pasé elaborando ese cuadernillo: el lápiz gastado al que le puse una tapa de bolígrafo para hacerlo más largo, las migajas de la goma de borrar, la grapadora metálica que cogí a escondidas de la habitación de mi padre… Íbamos a mudarnos pronto a Seúl y quise reunir los poemas que había garabateado en trozos de papel, en márgenes de cuadernos y libros de texto y en diarios. Recuerdo también que no quise enseñarle a nadie ese Poemario.

    Antes de volver a guardar los diarios y el cuadernillo en la caja de zapatos y ponerle la tapa, tomé una foto con mi móvil a ese poema en particular, pues sentí que había cierta conexión entre las palabras que había usado aquella niña de ocho años y la mujer que soy ahora: el corazón dentro del pecho palpitante, lo que une nuestros corazones, el hilo que los conecta, ese hilo dorado y brillante que emana luz.

    Catorce años más tarde, con la publicación de mi primer poema y de un relato corto al año siguiente, me convertí formalmente en escritora. Pasaron otros cinco años hasta que publiqué mi primera novela, que tardé unos tres años en llevar a su término.

    Disfruto escribiendo poesía y relatos cortos, pero hay algo especial en escribir novelas. El proceso de completar cada una de ellas me ha llevado entre uno y siete años, por lo que se corresponden con periodos importantes de mi vida personal. Esta es precisamente la razón que más me atrae de ellas. Las novelas permiten que me demore en ellas el tiempo necesario para formularme preguntas lo suficientemente importantes y urgentes como para que no me importe entregar a cambio esos años de mi vida.

    Cada vez que escribo una novela, sobrellevo esas preguntas y habito en ellas. Y, cuando llego al fondo de esas preguntas —no de las respuestas—, doy fin a la novela. Transformada por el proceso de escribirla, ya no soy la misma persona que era al comenzarla, y al alcanzar ese nuevo estadio puedo empezar una nueva. Las preguntas se unen como cadenas, se superponen como fichas de dominó, y dan comienzo a una nueva novela.

    De 2003 a 2005, mientras escribía La vegetariana, mi tercera novela, habité en el interior de algunas preguntas dolorosas: ¿Puede una persona ser completamente inocente? ¿Podemos rechazar la violencia en todas sus formas? ¿Qué ocurre cuando alguien desea dejar de formar parte de la especie humana para rehuir de la violencia?

    Es por estas razones por las que Yeonghye se niega a comer carne, termina por creerse una planta y se niega a tomar otro alimento que no sea agua. Y se produce la paradójica situación de que, en su deseo de rechazar la violencia, se acerca cada vez más a la muerte. Tanto Yeonghye como su hermana Inhye, la otra protagonista de la novela, gritan en silencio, sufren pesadillas y pasan por momentos demoledores hasta que finalmente quedan ellas solas. Mi deseo era que Yeonghye siguiera con vida, por eso la escena final transcurre en una ambulancia. Esta avanza a toda velocidad entre los árboles de flameante verdor mientras la hermana mayor se queda mirando fijamente por la ventanilla, como esperando una respuesta, como protestando contra algo. Toda la novela es una permanente interrogación, una mirada inquisitiva, una especie de resistencia en espera de una respuesta.

    Mi siguiente novela, El viento sopla, vete, profundiza en estas preguntas. Si no podemos rechazar la vida y el mundo para rehuir de la violencia, y tampoco podemos convertirnos en plantas, ¿cómo seguir adelante? En esta novela, que se organiza como una trama de misterio en la que se confrontan y contradicen oraciones en redonda y en cursiva, la protagonista, que lleva mucho tiempo luchando contra la sombra de la muerte, arriesga su vida para demostrar que la repentina muerte de su amiga no fue un suicidio. Mientras escribía la escena final, en la que la protagonista se arrastra a duras penas por el suelo para alejarse de la muerte y la violencia, me pregunté si no deberíamos finalmente sobrevivir, si no deberíamos dar testimonio de la verdad con nuestras vidas.

    En La clase de griego, mi quinta novela, seguí ahondando en estas cuestiones. Una mujer que ha perdido el habla y un hombre que está perdiendo gradualmente la vista se abren paso a través del silencio y la oscuridad de sus respectivos mundos hasta que sus caminos se cruzan. Al escribir esta novela, me concentré en los momentos táctiles. La novela avanza lentamente hasta una escena en que la mujer escribe unas palabras en la palma del hombre con su dedo índice. En ese instante luminoso que se dilata como la eternidad, ambos se muestran mutuamente las partes más tiernas de sí mismos. La pregunta que me hice fue si el contemplar la parte más tierna de un ser humano, acariciar su innegable calidez, no es finalmente lo que hace que podamos vivir en este mundo fugaz y violento.

    Al llegar al fondo de esa pregunta, empecé a pensar en lo que escribiría a continuación. Fue en la primavera de 2012. Quería hacer una novela que diera un paso más hacia la luz y la calidez. La llenaría de sensaciones deslumbrantes y transparentes que abrazaran por fin la vida y el mundo. Pero, después de ponerle un título y escribir las primeras veinte páginas, tuve que dejarla porque me di cuenta de que había algo en mí que me impedía seguir adelante con ella.

    Hasta ese momento nunca se me había pasado por la cabeza escribir sobre la masacre de Gwangju. Cuando empezaron las matanzas, en mayo de 1980, yo tenía nueve años y solo cuatro meses antes nos habíamos mudado a Seúl. Años después, cuando ya tenía doce, me topé con un libro puesto boca abajo en una estantería de la biblioteca. Su título era Álbum de fotos de Gwangju, y, sin que se enteraran los adultos, lo abrí y lo hojeé. Contenía fotografías de civiles y estudiantes asesinados con porras, bayonetas y balas por resistirse a la dictadura militar instaurada mediante un golpe de Estado. El libro había sido publicado y distribuido en secreto por los supervivientes y los familiares de los masacrados con el fin de dar testimonio de cómo el gobierno de facto falseaba los hechos mediante el férreo control de los medios de comunicación. En aquel entonces yo era pequeña y no podía entender las implicaciones políticas de esas imágenes, pero aquellos rostros destrozados quedaron grabados en mi mente como un interrogante fundamental acerca de la naturaleza humana: ¿Los seres humanos eran capaces de hacer cosas tan horribles a sus semejantes? Al mismo tiempo, al ver en el mismo libro otras fotografías que mostraban a gente haciendo colas interminables frente a un hospital universitario para donar sangre a los heridos, me hice otra pregunta: ¿Los seres humanos eran capaces de mostrar tanta nobleza hacia sus semejantes? Estas dos preguntas incompatibles chocaban entre sí y acabaron convirtiéndose en un enigma irresoluble.

    Así pues, aquel día de la primavera de 2012, cuando intentaba escribir esa “novela deslumbrante y transparente que abraza la vida”, me encontré de nuevo confrontada a preguntas para las que nunca había tenido respuestas. Hacía tiempo que había perdido mi fe en la humanidad y no podía abrazar el mundo. Comprendí que, si quería seguir adelante, primero tenía que hacer frente a ese enigma imposible, y que únicamente la escritura podía ayudarme a penetrar en él.

    A lo largo de todo ese año esbocé una novela en la que lo ocurrido en Gwangju era solo una de las capas de la narración. Y luego, una tarde de diciembre, fui al cementerio de Mangwol-dong. El día anterior había caído una fuerte nevada, y al anochecer, cuando salía del cementerio helado con la mano sobre el corazón, decidí que escribiría una novela que abordara la masacre de Gwangju de frente, no de soslayo como una mera capa de la narración. Conseguí un libro que contenía más de novecientos testimonios y durante todo un mes dediqué nueve horas diarias a su lectura. También leí sobre otros casos de violencia de Estado y genocidios que el ser humano ha perpetrado repetidamente en distintos lugares del mundo a lo largo de la historia.

    Mientras realizaba esa labor de documentación, tenía en mente dos preguntas. Eran las mismas preguntas que, a mis veintitantos años, escribía en la primera página de todos los diarios que empezaba:

¿Puede el presente ayudar al pasado?

¿Pueden los vivos salvar a los muertos?

    Y cuanto más leía, más imposible me parecía responder a esas preguntas. Me estaba enfrentando a las zonas más oscuras del ser humano, y mi fe en la humanidad, ya de por sí resquebrajada, se hizo añicos. Cuando casi me había resignado a no poder avanzar con la novela, leí el diario de un joven profesor de escuela nocturna. Se llamaba Park Yong-joon y era un hombre tímido y callado que había participado en los diez días de autogobierno que se instauró en Gwangju después de que los soldados se retiraran brevemente de la ciudad. Fue asesinado en el edificio de la YWCA, cerca del Ayuntamiento, donde había decidido quedarse aun sabiendo que los soldados regresarían al amanecer. Esa última noche escribió lo siguiente: “Dios mío, ¿por qué tengo una conciencia que me hostiga y daña de esta manera, cuando yo lo que quiero es vivir?”.

    En cuanto leí esta frase, fue como si cayera un rayo que iluminara la dirección que debía tomar mi novela. Entonces supe que tenía que darles la vuelta a esas dos preguntas y formularlas de otro modo:

¿Puede el pasado ayudar al presente?

¿Pueden los muertos salvar a los vivos?

    Más tarde, mientras escribía lo que se convertiría en Actos humanos, hubo momentos en los que realmente sentí que el pasado ayudaba al presente, que los muertos salvaban a los vivos. De vez en cuando volvía a aquel cementerio y, curiosamente, siempre hacía un día claro y despejado. Cerraba los ojos y el resplandor anaranjado del sol inundaba el interior de mis párpados. Podía sentir la luz de la vida. Sentía que la luz y el aire envolvían mi cuerpo en una indescriptible calidez.

    Las preguntas que me han perseguido desde que vi aquel álbum de fotos a los doce años fueron: ¿Cómo pueden los seres humanos ser tan violentos? ¿Cómo pueden resistir y enfrentar una violencia tan abrumadora? ¿Qué significa pertenecer a esa especie que llamamos humana? Para cruzar el abismo insalvable que se abre entre el horror humano y la dignidad humana, hacía falta la ayuda de los muertos, de la misma manera que el joven Dongho, el protagonista de la novela, camina hacia la luz del sol llevando de la mano a su madre.

    Naturalmente, no podía revertir lo que les había sucedido a los muertos, los deudos y los supervivientes. Lo único que podía hacer era prestarles las sensaciones, las emociones y la vida que pulsaban a través de mi cuerpo. Quería encender una vela al principio y al final de la novela, así que situé la primera escena en la Sala del Comercio, que era el lugar adonde llegaban los cadáveres y se celebraban los funerales de los masacrados. Allí vemos cómo Dongho, un muchacho de quince años, tiende paños blancos sobre los cadáveres y enciende velas, al tiempo que mira fijamente su centro, el corazón azulado de la llama.

    El título en coreano de esta novela es Viene el chico. En el momento en que es llamado, el muchacho despierta en medio de la tenue oscuridad y camina hacia el presente. Lo hace con el paso propio de las almas. Se aproxima cada vez más hasta que el momento se convierte en presente. Mientras escribía este libro, comprendí que cuando llamamos Gwangju a un lugar en que la crueldad y la dignidad humanas existieron simultáneamente en formas extremas, ese término deja de ser el nombre propio de una ciudad para convertirse en un sustantivo común. Es un presente que, a través del tiempo y el espacio, viene hacia nosotros una y otra vez. Incluso en este mismo momento.

    Cuando Actos humanos se publicó en la primavera de 2014, me sorprendió que los lectores me confesaran lo mucho que les dolía leer la novela. Eso me hizo pensar en la relación que existe entre el dolor que yo había sentido al escribirla y el que la gente decía sentir al leerla ¿Cuál es la razón de ese dolor? ¿Es porque queremos creer en la humanidad y nos destruye ver que esa creencia se tambalea? ¿Es porque queremos amar a la humanidad y nos duele que ese amor se haga añicos? ¿El sufrimiento nace del amor? ¿El sufrimiento es una prueba de amor?

    En junio de ese mismo año, tuve un sueño. Soñé que caminaba por una llanura mientras caía una nieve rala. Había miles y miles de troncos negros plantados y, detrás de cada uno de ellos, se levantaba un túmulo funerario. De repente sentía agua bajo mis zapatillas y, al mirar hacia atrás, en lugar del horizonte, veía el mar que subía rápidamente. “¿Por qué están estas tumbas en este lugar?”, me preguntaba. Los huesos de las tumbas de más abajo ya habían sido arrastrados por el agua, y pensé que había que trasladar los de las tumbas superiores antes de que fuera demasiado tarde. Pero ¿cómo hacerlo? Ni siquiera tenía una pala y el agua ya me llegaba a los tobillos. Cuando me desperté y miré hacia la ventana todavía a oscuras, sentí que ese sueño me estaba diciendo algo importante. Una vez que lo anoté, supe que podría ser el principio de mi próxima novela.

    Sin saber aún qué tipo de obra sería, escribí y borré los inicios de diversas historias que podían derivarse de ese sueño. Finalmente, en diciembre de 2017, me fui a vivir a la isla de Jeju, donde permanecí durante más de dos años al tiempo que iba y venía de Seúl. La novela se fue perfilando mientras caminaba por los bosques, las playas y las calles de los pueblos de la isla, mientras sentía la intensidad de su clima a través del viento, la luz y las nevadas. De forma similar a como escribí Actos humanos, leí testimonios de supervivientes y estudié numerosas fuentes y archivos, y así fue como, conteniéndome al máximo y haciendo frente a detalles tan atroces que no creí capaz de poner en palabras, por fin publiqué Imposible decir adiós. Habían transcurrido alrededor de siete años desde la mañana en que soñé con aquellos troncos negros y el mar que iba subiendo.

En los cuadernos que utilicé mientras escribía la novela, hice anotaciones como estas:

La vida quiere vivir. La vida es cálida.

Morir es volverse frío. La nieve acumulada sobre la cara no se derrite.

Matar es enfriar.

El hombre en la historia y el hombre en el universo.

Vientos y corrientes marinas. El ciclo del agua y del viento que conecta al mundo. Estamos conectados. Conectados sí o sí.

    Imposible decir adiós se estructura en tres partes. La primera es el viaje horizontal que emprende Gyeongha desde Seúl hasta la casa de su amiga Inseon en las montañas de Jeju, atravesando una fuerte nevada para salvar la vida de un pájaro. La segunda parte es un viaje vertical a los abismos del mar, en el que Gyeongha e Inseon descienden juntas a la noche de la humanidad, a los días de la masacre de civiles en la isla de Jeju en el invierno de 1948. En la tercera y última parte, ambas encienden una vela en el fondo de ese oscuro mar.

    Aunque la novela avanza gracias a las dos amigas, de igual modo que se turnan para sostener la vela, la verdadera protagonista es Jeongsim, la madre de Inseon. Tras sobrevivir a la masacre de la isla de Jeju, la mujer lucha por encontrar los restos de sus seres queridos, aunque solo sea el más mínimo trozo de hueso, con el fin de darles un entierro digno. Es alguien que se niega a poner fin al duelo. Alguien que abraza el dolor y lucha contra el olvido. Alguien que se niega a decir adiós. Al contemplar su vida, donde durante tanto tiempo han hervido el dolor y el amor a la misma densidad y temperatura, me preguntaba: ¿Cuánto podemos amar? ¿Dónde están nuestros límites? ¿Cuánto tenemos que amar para seguir siendo humanos después de todo?

    Han pasado tres años de la publicación de Imposible decir adiós y aún no he terminado mi siguiente novela. Cuando la haya acabado, tengo otra esperándome desde hace tiempo. Formalmente se relacionaría con Blanco, una obra que escribí con el deseo de prestarle mi vida a mi hermana, que murió a las dos horas de nacer, y con el fin de indagar en aquello que hay de indestructible en todos nosotros. No sé cuándo la terminaré, pero seguiré escribiendo, aunque sea a ritmo lento. Dejaré atrás lo que he escrito hasta ahora y avanzaré lo más lejos que me permita la vida, hasta que un día doblaré una esquina y ya no podré ver los libros que escribí en el pasado.

    Mientras continúo avanzando lo más lejos posible, mis libros, que tienen vida propia, también viajarán siguiendo su propio destino. Al igual que las dos hermanas que permanecen juntas para siempre en una ambulancia mientras, más allá de la ventanilla, los árboles parecen arder en llamas de un intenso verdor; al igual que la mujer que no tardará en recuperar el lenguaje pero que, rodeada de oscuridad y silencio, escribe con su dedo en la palma de un hombre; y al igual que mi hermana, muerta a las dos horas de nacer, y que mi joven madre, que no dejó de decirle a aquel bebé: «No te mueras, por favor». ¿Hasta dónde llegarán todas esas almas de color naranja intenso que se agolpaban bajo mis párpados y me envolvían en un calor indescriptible? ¿Hasta dónde llegarán las velas de quienes juran no decir nunca adiós, encendidas en todos los lugares donde se ha cometido una matanza, en todos los tiempos y espacios asolados por una violencia abrumadora? ¿Viajarán en un hilo de oro de mecha en mecha, de corazón en corazón?

    En aquel cuadernillo que encontré en una vieja caja de zapatos en enero del año pasado, mi yo de abril de 1979 se hacía dos preguntas:

¿Dónde está el amor?

¿Qué es el amor?

    Entretanto, hasta el otoño de 2021 en que publiqué Imposible decir adiós, siempre había considerado que las dos preguntas que constituían el núcleo de mi obra eran:

¿Por qué el mundo es tan violento y doloroso?

¿Y cómo es posible que aun así sea tan bello?

    Durante mucho tiempo creí que la tensión y la lucha interior que desencadenaban en mí esas dos preguntas habían sido el motor de mi escritura. Desde mi primera novela hasta la más reciente, mis preguntas se habían ido desarrollando y cambiando de forma, pero en el fondo se habían mantenido constantes. Sin embargo, hace dos o tres años, empecé a dudar de ello. ¿Realmente fue a partir de la publicación de Actos humanos cuando me pregunté por primera vez sobre el amor y el dolor que nos unen? Desde mi primera novela hasta la última, ¿la capa más profunda de todas mis preguntas no ha estado siempre dirigida hacia el amor? ¿No ha sido este el matiz más antiguo y fundamental de mi vida? El amor se sitúa en un lugar muy íntimo: “Dentro de mi pecho palpitante”, escribió la niña de abril de 1979. Y a la cuestión de qué es ese amor, respondió: “El hilo dorado que une nuestros corazones”.

    Cuando escribo, utilizo todo mi cuerpo. Utilizo todos los detalles sensoriales que me proporcionan el ver, el oír, el oler, el saborear, el sentir la suavidad, el calor, el frío, el dolor, la sed y el hambre, el latir del corazón, el caminar y el correr, el tomarse de las manos, el notar sobre la piel el viento, la nieve y la lluvia. Como ser mortal que posee un cuerpo de sangre caliente, intento infundir en mi escritura estas vívidas sensaciones como una corriente eléctrica, y me asombro y emociono cuando siento que esa corriente traspasa al lector. Cuando me doy cuenta de que el lenguaje es el hilo que nos conecta, y de que mis preguntas llegan a través de ese hilo por el que fluyen la luz y la corriente de la vida, me siento profundamente agradecida hacia todos los que se han conectado conmigo y hacia todos los que lo harán en el futuro."

© The Nobel Foundation, 2024
© Han Kang, 2024
© Sunme Yoon, por la traducción, 2024.

Discurso de aceptación del premio Nobel de literatura 2024
en El País
19/12/2024

feliç any nou

 




Píos deseos para empezar el año


Pasada ya la cumbre de la vida,
justo del otro lado, yo contemplo
un paisaje no exento de belleza
en los días de sol, pero en invierno inhóspito.
Aquí sería dulce levantar la casa
que en otros climas no necesité,
aprendiendo a ser casto y a estar solo.
Un orden de vivir, es la sabiduría.
Y qué estremecimiento,
purificado, me recorrería
mientras que atiendo al mundo
de otro modo mejor, menos intenso,
y medito a las horas tranquilas de la noche,
cuando el tiempo convida a los estudios nobles,
el severo discurso de las ideologías
-o la advertencia de las constelaciones
en la bóveda azul…
Aunque el placer del pensamiento abstracto
es lo mismo que todos los placeres:
reino de juventud.


Jaime Gil de Biedma