“-Queridos
Píp y compañero de Pip: No voy a contarles mi vida a manera de canción o
novela. Para comenzar, con cuatro palabras tendré bastante. En la cárcel y
fuera de ella... sí, en la cárcel y fuera de ella. Eso es todo. Tal fue mi vida
hasta que me embarcaron después de aquellos días en que Pip me socorrió.
Lo he
sufrido todo, excepto la horca. Me han tenido encerrado con tanto cuidado como
una tetera de plata. He sido transportado de un lado a otro, me han echado de
esta población, me han echado de aquella, me metieron en el cepo, me azotaron,
torturaren y zarandearon. No tengo más idea que ustedes del lugar donde nací.
Cuando empecé a darme cuenta de mi existencia, me hallaba en Essex, robando
nabos para poder comer. Recuerdo que alguien me abandono; era un hombre, un
calderero, y se llevó el fuego consigo y me dejó tiritando.
Sabía que me
llamaba Magwitch y que mi nombre de pila era Abel. ¿Cómo lo sabía? Pues del mismo
modo que sabía que los pájaros que veía en los setos se llamaban pinzón, tordo
o gorrión. Podría haber creído que todo junto no era más que mentira, pero como
resulto que los nombres de los pájaros eran verdaderos, supuse que el mío
también lo era.
Por lo que
recuerdo, no había nadie que al ver al pequeño Abel Magwitch, tan mal vestido
como mal alimentado, no se asustara y lo ahuyentase o hiciese prender... Y
tantas veces me metieron en la cárcel, que casi puedo decir que me crié entre
rejas.
Y así,
cuando aún no era más que una criatura harapienta, la más digna de lástima que
yo haya visto (y no es que me hubiese mirado en el espejo, porque pocos
interiores amueblados conocía}, tenía ya fama de ser un delincuente
empedernido. "Este es de los más empedernidos", decían en la cárcel
al presentarme a los visitantes. "Puede decirse que este chico ha pasado
toda su vida en la prisión." Entonces los visitantes me miraban, y yo los
miraba a ellos. Algunos me medían la cabeza, aunque habrían hecho mejor
midiéndome el estómago, y otros me daban folletos que yo no sabía leer, o me
soltaban discursos que no entendía. Y siempre acababan por hablarme del diablo.
Pero ¡qué diablos podía ser yo? Algo tenía
que meter en mi estómago, ¿no es verdad? Pero me estoy poniendo vulgar y ya sé
que no debo hacerlo. Queridos Pip y compañero de Pip, no teman que vuelva a
caer en mis vulgaridades.
Vagabundeando,
mendigando, robando, trabajando a veces, cuando podía (que no era muy a menudo,
pues ustedes mismos dirán si habrían estado dispuestos a darme trabajo),
actuando un poco de cazador furtivo, un poco de labrador, un poco de carretero,
un poco de segador, un poco de buhonero y un poco de muchas cosas de las que no
dan beneficios y lo meten a uno en dificultades, me convertí finalmente en
hombre. Un soldado desertor que encontré en una estación, escondido bajo un
montón de patatas, me enseñó a leer, y un gigante vagabundo que solo escribía
su nombre por un penique, me ensenó a escribir. Ya no me encerraban tan
a menudo como antes, pero de vez en cuando notaba el hierro en mis piernas.
Grandes esperanzas
Charles Dickens
pág. 471-472
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