"Se anunciaba la puesta de sol, envolviendo el callejón de
Midaq en un velo de sombras, más oscuro aún porque estaba encerrado entre tres
paredes, como una ratonera. Se entraba a él por la calle Sanadiqiya, y luego el
camino subía en desorden, flanqueado por una tienda, un horno y un café a un
lado, por otra tienda y un bazar al otro, para acabar de pronto, igual que
acabó su pasado glorioso, ante dos inmuebles contiguos, compuestos de tres
pisos cada uno.
Los ruidos del día se habían apagado y comenzaban a oírse los del
atardecer, susurros dispersos, jaculatorias, "Buenas noches a todos",
"Pasad, es la hora de la tertulia". "¡Sé bueno, tío Kamil, y
cierra la tienda!", "¡Cambia el agua del narguile, Sanker!", “¡Apaga
el horno, Yaada!", "Este hachís me oprime el pecho", "Cinco
años de apagones y bombardeos es el precio que hemos de pagar por nuestros
pecados. (…)
La luz de la mañana iluminaba el callejón y un rayo de sol daba
contra la parte superior de las paredes del bazar y de la barbería. Sanker, el
camarero del café, rociaba el suelo con agua de un balde. El callejón de Midaq
se disponía a pasar otra de las páginas de su vida cotidiana. Los habitantes
daban la bienvenida a la mañana con su griterío habitual. A aquella hora
temprana, el tío Kamil, de manera poco usual en él, estaba de pie frente a una
fuente de dulces rodeado por unos escolares y se llenaba el bolsillo con los
céntimos que le daban. Enfrente, el barbero afilaba las navajas y Yaada, el
panadero, transportaba las masas de las casas vecinas. Los empleados de Alwan
comenzaron a llegar. Kirsha estaba sentado detrás de la caja, sumido en su
habitual sopor. Cerca de él estaba el jeque Darwish, silencioso y postrado. A
esta hora temprana, también la señora Afifi se asomaba a la ventana y despedía
a su joven marido que abandonaba el callejón, camino de la comisaría en que
trabajaba.
Así continuaba la vida en el callejón de Midaq, cuyo monótono
ritmo apenas podía ser interrumpido por la súbita desaparición de una de sus
muchachas o por el encarcelamiento de un hombre, incidentes que encrespaban las
aguas durante unos instantes para volver, luego, a la calma -o a la quietud-
del lago. Llegaba la noche y los incidentes del día pasaban al olvido".
El callejón de los milagros
Naguib Mahfouz
Alcor,1988
pág. 7 y 296
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