“Contigua al
Café de Kirsha, y adosada al inmueble de la señora Afífy, estaba la panadería.
Ocupaba el ala izquierda de un edificio casi cuadrado, de muros irregulares. En
el interior, las paredes estaban cubiertas de estantes y, entre el horno y la
puerta, había la cama en que dormían los panaderos: Husniya y su marido Jaada.
De no ser por el resplandor que se escapaba de la boca del horno, el local
hubiera permanecido día y noche a oscuras. En la pared opuesta a la puerta,
había otra más pequeña, de madera, que daba a un mísero cuartucho del que salía
un hediondo olor a basura y a tierra, y que, como única ventilación, tenía una ventana
que daba a un patio interior. Cerca de la ventana, en una repisa, una lámpara
esparcía una luz tenue sobre un suelo de tierra lleno de desperdicios de todo
tipo. El cuarto parecía un depósito de basura. La repisa en la que se había colocado
la lámpara estaba adosada a lo largo del muro; en ella había botellas de todos
los tamaños, diversos utensilios y un montón de vendas. El conjunto hubiera
hecho pensar en el botiquín de un farmacéutico de no ser por su suciedad.
En el suelo,
debajo del ventanuco, yacía una masa informe, replegada en sí misma, tan sucia
y nauseabunda que no se hubiera distinguido del suelo a no ser por sus
miembros, de carne y hueso, de una serie de elementos que, a pesar de todo, le
conferían el derecho de ser considerado un ser humano. Se trataba de Zaita, el
hombre que alquilaba el cuarto a la panadera Husniya.
Quien veía a
Zaita una vez, lo recordaba el resto de su vida. Su apariencia era de una
simplicidad asombrosa: un cuerpo delgado y negro del que colgaba una galabieh negra. Negro sobre negro,
simplemente, y dos ranuras en las que el blanco de los ojos brillaba de una
forma inquietante. Zaita no era negro, era un auténtico egipcio de tez
naturalmente cobriza. Tampoco había sido negra la galabieh, en su origen. Pero en aquel tugurio todo terminaba siendo
negro.
Con la otra
gente que moraba en el callejón no mantenía prácticamente ninguna relación. No
visitaba nunca a nadie y nadie le visitaba a él. No se interesaba por nadie y
nadie se interesaba por él, salvo el doctor Booshy y los padres de familia que mencionaban
su nombre cuando querían atemorizar a sus niños. Todos estaban al corriente de
su oficio. Era una industria de envergadura por la que se merecía el tratamiento
de «doctor», pero que él rehuía por consideración a Booshy. Se había
especializado en la fabricación de lisiados y sus clientes eran los mendigos.
Consistía el singular oficio en crear, con la ayuda de los utensilios de la
estantería, la lesión más adecuada a cada personaje. Los clientes entraban en su
cuarto en perfecto estado y salían de él ciegos, cojos, jorobados, mancos o con
una pierna amputada. El azar le, había proporcionado la oportunidad de adquirir
una gran habilidad en ello.”
El callejón de los milagros
Naguib Mahfouz
Alcor,1988
pág. 62-63
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