Svetlana Alexiévich |
L'escriptora bielorussa Svetlana Alexiévich és la guanyadora
del Premi Nobel de Literatura 2015.
Aquest és un fragment de
la seva obra Veus
de Txernòbil.
Monólogo sobre de qué se puede conversar con un vivo, y con un
muerto
“Por la noche
un lobo entró en el patio. Miré por la ventana, y allí estaba con los ojos
encendidos. Como faros...
Me he
acostumbrado a todo. Hace siete años que vivo sola, siete años, desde que la
gente se fue. Por la noche, a veces, me quedo sentada hasta que amanece, y
pienso, pienso. Hoy incluso me he pasado la noche sentada, hecha un ovillo, en
la cama, y luego he salido afuera a ver qué sol hacía.
¿Qué le voy a
decir? Lo más justo en la vida es la muerte. Nadie la ha evitado. La tierra da cobijo
a todos: a los buenos y a los malos, a los pecadores. Y no hay más justicia en
este mundo. Me he pasado toda la vida trabajando duramente, como una persona
honrada. He vivido con la conciencia en paz. Pero no me ha tocado lo que es
justo. Se ve que a Dios, cuando repartía suerte, cuando me llegó el turno, ya
no le quedaba nada para darme, al parecer.
Un joven
puede morir, el viejo debe morirse...
Primero
esperaba a la gente; pensaba que regresarían todos. Nadie se había ido para
siempre; la gente se marchaba por un tiempo. Pero ahora sólo espero la
muerte... Morirse no es difícil, sólo da miedo. No hay iglesia... El padre no
viene por aquí... No tengo a nadie a quien confesar mis pecados...
La primera
vez que nos dijeron que teníamos radiación, pensamos que era alguna enfermedad;
que quien enferma se muere en seguida. Pero nos decían que no era eso, que era
algo que estaba en la tierra, que se metía en la tierra y que no se podía ver.
Los animales puede que lo vieran y lo oyeran, pero el hombre no. ¡Y no es
verdad! Yo lo he visto... Este cesio estuvo tirado en mi huerto hasta que lo
mojó la lluvia. Tiene un color así, como de tinta... Allí estaba brillando a
pedazos... Llegué del campo del “koljós” y me fui a mi huerta... Y había un
trozo azul... Y a unos doscientos metros más allá, otro... Del tamaño del
pañuelo como el que llevo en la cabeza. Llamé a la vecina y a otras mujeres y
recorrimos todo el lugar. Todos los huertos, el campo... Unas dos hectáreas... Encontramos
puede que cuatro pedazos grandes... Uno era de color rojo...
Al día
siguiente llovió. Desde por la mañana. Y para la hora de comer desaparecieron.
Vino la milicia, pero ya no había nada que enseñar. Sólo se lo contamos. Unos
trozos así... (Muestra con las manos). Como mi pañuelo. Azules y rojos...
Esta
radiación no nos daba demasiado miedo. Mientras no la veíamos y no sabíamos qué
era, puede que nos diera miedo, pero en cuanto la vimos, se nos pasó el temor.
La milicia y los soldados pusieron unas tablillas. A algunos junto a la casa y
también en la calle les escribieron: setenta curíes, sesenta curíes...
Siempre hemos
vivido de nuestras patatas, de nuestra cosecha, ¡y ahora nos dicen que no se puede!
Para unos fue un duro golpe, aunque otros se lo tomaron a risa... Nos
aconsejaban que trabajáramos en la huerta con máscaras de venda y con guantes
de goma...
Entonces vino
un sabio importante y pronunció un discurso en el club diciendo que teníamos que
lavar la leña... ¡Ésta sí que es buena! ¡Que se me caigan las orejas! Nos
mandaron lavar las mantas, las sábanas, las cortinas... ¡Pero si estaban dentro
de la casa! En los armarios y en los baúles. ¿Qué radiación puede haber,
dígame, en las casas? ¿Tras las ventanas? ¿Tras las puertas? Si al menos la
buscaran en el bosque, en el campo...
Nos cerraron
con candado los pozos y los envolvieron en plástico... Que el agua estaba
“sucia”. ¡¿Pero qué sucia?, si estaba más limpia que!... Nos llenaron la cabeza
con que si os vais a morir... Que si debíamos irnos de ahí... Evacuarnos...
La gente se
asustó... Se les llenó el cuerpo de miedo... Algunos empezaron a enterrar por
la noche sus pertenencias. Hasta yo recogí toda mi ropa... Los diplomas por mi
trabajo honrado y las cuatro monedas que tenía y que guardaba. ¡Y qué tristeza!
¡Una tristeza que me roía el corazón! ¡Que me muera si no le digo la verdad!
Y un día oigo
que los soldados habían evacuado a toda una aldea, pero un viejo y su mujer se quedaron.
El día antes de que sacaran a la gente y los subieran a los autobuses, ellos
agarraron a la vaca y se metieron en el bosque. Y allí esperaron a que pasara
todo. Como durante la guerra. Cuando las tropas de castigo quemaron la aldea...
¿De dónde
tanta desgracia? (Llora). Qué frágil
es nuestra vida... No lloraría si pudiera, pero las lágrimas me caen solas...
¡Oh! Mire por
la ventana: ha venido una urraca... Yo no las espanto... Aunque a veces las urracas
se me llevan los huevos del cobertizo. Así y todo no las espanto. ¡Yo no
espanto a nadie! Ayer vino una liebre...
Si cada día
viniera gente a casa. Aquí, no lejos, en la aldea vecina, también vive una
mujer; yo le dije que se viniera aquí. Tanto si me ayuda, como si no, al menos
tendré con quien hablar. Llamar...
Por la noche
me duele todo. Se me doblan las piernas, noto como un hormigueo, son los nervios
que corren por dentro. Entonces agarro lo que encuentro a mano. Un puñado de
grano. Y jrup, jrup. Y los nervios se me calman.
¡Cuánto no
habré trabajado y padecido en esta vida! Pero siempre me ha bastado con lo que tenía
y no quiero nada más. Al menos si me muero, descansaré. Lo del alma no sé, pero
el cuerpo se quedará tranquilo.
Tengo hijas e
hijos... Todos están en la ciudad... ¡Pero yo no me voy de aquí! Dios no me ha librado
de daños, pero me ha dado años. Yo sé qué carga es una persona vieja; los hijos
te aguantan, te aguantan y al final acaban por herirte. Los hijos te dan
alegrías mientras son chicos. Nuestras mujeres, las que se han ido a la ciudad,
todas se quejan. Unas veces es la nuera, otras la hija quien te ofende. Quieren
regresar. Mi hombre está aquí... Aquí está enterrado... En el cementerio. Pero
si no estuviera aquí, se habría ido a vivir a otra parte. Y yo con él. (De pronto contenta). ¿Aunque para qué
irse? ¡Aquí se está bien! Todo crece, florece. De la fiera al mosquito, todo
vive.
Ahora se lo
recordaré todo...
Pasaban más y
más aviones. Cada día. Iban bajos, sobre nuestras cabezas. Volaban al reactor. A
la central. Uno tras otro. Y entre tanto estaban evacuando nuestro pueblo. Nos
trasladaban. Tomaban al asalto las casas. La gente se había encerrado, se
escondía. El ganado bramaba, los niños lloraban. ¡La guerra! Y el sol
brillaba...
Yo me había
metido en casa y no salía; la verdad es que no me encerré con llave. Llamaron unos
soldados: “¿Qué abuela, está lista?”. Y yo les digo: “¿Qué, me vais a atar de
pies y manos, vais a sacarme a la fuerza?”. Los chicos se quedaron callados y
al rato se fueron. Eran tan jovencitos. ¡Unos niños!
Las mujeres
se arrastraban de rodillas ante sus casas... Rezaban... Los soldados las
agarraban de un brazo, del otro y al camión. Yo en cambio les amenacé de que si
me tocaban, si me rozaban siquiera, les daría con la azada. Y juré. ¡Cómo juré!
Pero no lloré... Aquel día no lloré. De modo que me quedé en la casa. Afuera
todo eran gritos. ¡Y qué gritos! Pero luego todo quedó en silencio. Sin un
ruido. Y aquel día... El primer día no salí de casa...
Contaban que
iba una columna de gente. Y otra de ganado. ¡La guerra!
Mi hombre
solía decir que el hombre dispara y Dios lleva las balas. ¡A cada uno su
suerte! Los jóvenes que se fueron, algunos ya han muerto. En el nuevo lugar. Y
yo sigo aquí con mi bastón. En pie. ¿Qué me pongo triste?, pues lloro un rato.
La aldea está vacía... Pero hay todo tipo de pájaros...
Volando...
Hasta un alce pasea por aquí, como si nada... (Llora.)
Se lo
recordaré todo...
La gente se
fue, pero se dejó los gatos y los perros. Los primeros días iba de casa en casa
y les echaba leche, y a cada perro le daba un pedazo de pan. Los perros estaban
ante sus casas y esperaban a sus amos. Esperaron largo tiempo. Los gatos
hambrientos comían pepinos... Tomates... Hasta el otoño le estuve segando la
hierba a la vecina delante de su casa. Se le cayó una valla y también la clavé.
Esperaba a la gente... En casa de la vecina vivía un perrito, lo llamaban
Zhuchok. “Zhuchok --le decía-- si te encuentras primero a alguien, llámame”.
Por la noche
sueño cómo se me llevan... Un oficial me grita: “Abuela, dentro de un momento vamos
a quemarlo todo y a enterrarlo. ¡Sal!”. Y se me llevan a alguna parte, a un
sitio desconocido. Incomprensible. No era ni ciudad, ni aldea. Tampoco una
tierra...
Me ocurrió
una historia... Tenía yo un buen gatito. Vaska. En invierno me asaltaron las
ratas y no había modo de librarse de ellas... Se me metían debajo de la
manta... El tonel donde guardo el grano; le hicieron un agujero. Vaska fue
quien me salvó... Sin Vaska hubiera estado perdida... Con él comía y
charlaba... Pero entonces Vaska desapareció... Puede que lo atacaran los perros
hambrientos y se lo comieran. Todos andaban famélicos, hasta que se murieron;
los gatos también pasaban tanta hambre que se comían a sus crías; durante el
verano no, sino con la llegada del invierno. ¡Válgame Dios! Las ratas hasta se
comieron a una mujer... Se la zamparon... Las malditas ratas pelirrojas. Si es
verdad o no, no sabría decirle, pero eso es lo que contaban.
Merodeaban
por aquí unos vagabundos... Los primeros años las cosas en las casas no faltaban...
Camisas, jerséis, abrigos... Toma lo que quieras y llévalo a vender... Pero se emborrachaban,
les daba por cantar. La madre que los... Uno se cayó de una bicicleta y se
quedó dormido en medio de la calle. Y por la mañana sólo quedó de él dos huesos
y la bicicleta. ¿Será verdad o mentira? No le sabría decir. Eso es lo que
cuentan.
Aquí todo
vive. ¡Lo que se dice todo! Vive la lagartija, la rana. Y el gusano vive.
¡Hasta ratones hay! Se está bien, sobre todo en primavera. Me gusta cuando
florecen las lilas. Cuando huelen los cerezos.
Mientras los
pies me aguantaban, yo misma iba a por el pan: a quince kilómetros sólo de ida.
De joven me los hubiera hecho corriendo. La costumbre. Después de la guerra
íbamos a Ucrania a por simiente. A treinta y cincuenta kilómetros. La gente
llevaba un pud; yo, tres. Ahora sucede que ni en casa puedo andar. Las viejas
incluso en verano tienen frío.
Vienen por
aquí los milicianos, pasan para controlar el pueblo, y entonces me traen pan.
¿Pero qué es lo que controlan? Vivo yo y el gatito. Éste ya es otro que tengo.
Los milicianos hacen sonar la bocina y para nosotros es una fiesta. Corremos a
verlos. Le traen huesos al gato. Y a mí me preguntan: “¿Y si aparecen los
bandidos? -- “¿Y qué van sacar de mí? --les digo-- ¿qué me pueden quitar? ¿El
alma? El alma es lo único que me queda”.
Son buenos
muchachos... Se ríen... Me han traído pilas para la radio, y ahora la escucho.
Me gusta Liudmila Zýkina, pero ahora, no sé por qué, rara vez canta. Se ve que
se ha hecho vieja, como yo... A mi hombre le gustaba decir... Solía decir: ¡Se
acabó el baile, el violín al estuche!
Le contaré
como me encontré con el gatito. Mi pobre Vaska había desaparecido... Lo espero
un día, lo espero otro... Un mes... En fin, que me había quedado como quien
dice más sola que la una. Sin nadie con quien hablar. De modo que un día decido
recorrer la aldea, y por los huertos vecinos voy llamando: Vaska, Murka...
¡Vaska! ¡Murka! Al principio había muchos gatos, luego desaparecieron todos
Dios sabe dónde... Se exterminaron. La muerte no perdona... La tierra da cobijo
a todos...
De modo que
iba yo por ahí... Dos días me pasé llamando. Y al tercer día lo veo, sentado
junto a la tienda... Nos miramos el uno al otro. Él contento y yo también. Lo
único, que no dice palabra. “Bueno, vamos --lo llamo--, para casa”. Pero él que
no se mueve. De modo que le pido que se venga conmigo: “¿Qué vas a hacer aquí
solo? Se te comerán los lobos. Te harán pedazos. Ven. Que tengo huevos,
tocino”. ¿Cómo se lo explicaría? Dicen que los gatos no entienden a los
humanos. ¿Y entonces cómo es que entonces éste me entendió? Yo delante y él
corriendo detrás. ¡Miau!.. “Te daré tocino”... ¡Miau! “Viviremos juntos”...
¡Miau! “Te llamaré Vaska”... ¡Miau!... Y ya ve, dos inviernos que llevamos
juntos...
Por la noche
a veces sueño que alguien me llama... La voz de la vecina: “¡Zina!..” Calla un rato,
y otra vez: “¡Zina!”.
Si me pongo
triste, lloro un rato...
Voy a ver las
tumbas. Allí descansa mi madre. Mi hijita pequeña... La consumió el tifus durante
la guerra... Justo después de llevarla al cementerio, después de que le dimos
sepultura, de pronto entre las nubes salió el sol. Brillaba que daba gusto.
Hasta me dieron ganas de regresar y desenterrarla...
También mi
hombre está ahí... Fedia... Me quedo sentada junto a todos los míos. Suspiro un
rato. Y hasta hablar con ellos puedo, tanto con los vivos, como con los
muertos. Para mí no hay diferencia. Los oigo tanto a unos como a los otros.
Cuando estás sola... Y cuando estás triste... Muy triste...
Justo al lado
de las tumbas vivía el maestro Iván Prójorovich Gavrilenko. Se ha marchado a Crimea
con su hijo.
Algo más
allá, Piotr Ivánovich Miusski... El tractorista... Era estajanovista, en un
tiempo todos se hacían estajanovistas... Tenía unas manos de oro. Se hizo él
mismo los artesonados de madera. Y qué casa; la mejor del pueblo. ¡Una joya!
¡Oh qué lástima me dio, hasta se me subió la sangre cuando la destruyeron... La
enterraron. El oficial gritaba: “No padezcas, mujer. La casa ha caído dentro de
la “mancha””. Aunque parecía borracho. Me acerqué a él y veo que está llorando.
“¡Ve, mujer, vete!” -- me dijo y me echó de allí...
Y luego ya Misha
Mijaliov, que cuidaba de las calderas de la granja. Misha murió pronto. Se fue
y al poco se murió.
Tras él está
la casa del zootécnico Stepán Býjov... ¡La casa se quemó! Por la noche unos granujas
la prendieron fuego. Forasteros eran. Stepán no vivió mucho. Lo enterraron en
alguna parte de la región de Moguiliov.
Una segunda
guerra... ¡Cuanta gente hemos perdido! Kovaliov Vasili Makárovich, Maksim Nikiforenko...
En un tiempo
vivimos con alegría. Durante las fiestas cantábamos, bailábamos. Con el acordeón.
Y ahora esto parece una prisión. Cierro, a veces, los ojos y recorro la
aldea... Qué radiación ni qué cuentos, cuando las mariposas vuelan y los
abejorros zumban. Y mi Vaska cazando ratones. (Llora).
Dime, hija
mía, ¿has comprendido mi tristeza? Se la llevarás a la gente, pero puede que yo
ya no esté. Me encontrarán en la tierra... Bajo las raíces...”
Zinaída
Yevdokímovna Kovalenko,
residente en
la zona prohibida
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