Retrato de Benito Pérez Galdós Joaquón Sorolla, 1984 óleo sobre lienzo(75x100) Casa Museo Pérez Galdós, L.P de G. Canaria |
La sociedad
presente como materia novelable
por Benito
Pérez Galdós
Discurso leído
ante la Real Academia Española, con motivo de su recepción.
“Señores
Académicos:
Cuantos recibieron aquí honores semejantes a los que os dignáis
tributarme en esta solemnidad, habrán de
fijo sentido menos turbación que yo, ante el deber de disertar sobre un tema
literario digno de vosotros y de esta ilustre casa. Ordenan la cortesía y la
costumbre que al ingresar en ésta, que bien puedo llamar orden suprema de las
Letras, se hagan pruebas de aptitudes críticas y de sólidos conocimientos en
las varias materias del Arte, que cultiváis con tanta gloria. Pero el que en la
ocasión presente habéis traído a vuestro seno, con sufragio en que se ha de ver
siempre más benevolencia que justicia, ha consagrado su vida entera a cultivar
lo anecdótico y narrativo, y por efecto de las deformaciones que produce en
nuestro ser el uso exclusivo de una facultad y su forzado desarrollo a expensas
de otras, hallase privado casi en absoluto de aptitudes críticas, y no le
obedecen las ideas ni la palabra cuando trata de aplicarlas al arduo examen de
los peregrinos ingenios que ilustraron en nuestra nación y en las extrañas la
Poesía, el Drama o la Novela.
(…)
¿Qué he de deciros de la Novela, sin apuntar alguna observación
crítica sobre los ejemplos de este soberano arte en los tiempos pasados y
presentes, de los grandes ingenios que lo cultivaron en España y fuera de ella,
de su desarrollo en nuestros días, del inmenso favor alcanzado por este
encantador género en Francia e Inglaterra, nacionalidades maestras en ésta como
en otras cosas del humano saber? Imagen de la vida es la Novela, y el arte de
componerla estriba en reproducir los caracteres humanos, las pasiones, las
debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo
espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea, y el lenguaje, que es la
marca de raza, y las viviendas, que son el signo de familia, y la vestidura,
que diseña los últimos trazos externos de la personalidad: todo esto sin
olvidar que debe existir perfecto fiel de balanza entre la exactitud y la
belleza de la reproducción. Se puede tratar de la Novela de dos maneras: o
estudiando la imagen representada por el artista, que es lo mismo que examinar
cuantas novelas enriquecen la literatura de uno y otro país, o estudiar la vida
misma, de donde el artista saca las ficciones que nos instruyen y embelesan. La
sociedad presente como materia novelable, es el punto sobre el cual me propongo
aventurar ante vosotros algunas opiniones. En vez de mirar a los libros y a sus
autores inmediatos, miro al autor supremo que los inspira, por no decir que los
engendra, y que después de la transmutación que la materia creada sufre en
nuestras manos, vuelve a recogerla en las suyas para juzgarla; al autor inicial
de la obra artística, el público, la grey humana, a quien no vacilo en llamar
vulgo, dando a esta palabra la acepción de muchedumbre alineada en un nivel
medio de ideas y sentimientos; al vulgo, sí, materia primera y última de toda
labor artística, porque él, como humanidad, nos da las pasiones, los caracteres,
el lenguaje, y después, como público, nos pide cuentas de aquellos elementos
que nos ofreció para componer con materiales artísticos su propia imagen: de
modo que empezando por ser nuestro modelo, acaba por ser nuestro juez.
Quiero, pues, examinar brevemente ese natural, hablando en
términos pictóricos, que extendido en derredor nuestro, nos dice y aun nos
manda que le pintemos, pidiéndonos con ardorosa sugestión su retrato para
recrearse en él, o abominar del artista con crítica severa. Con él me encaro
valerosamente, y de todas veras os digo que el mal ceño de este modelo y su
rostro de pocos amigos, me imponen también vivísima turbación, aunque ésta no
llega a las proporciones del espanto que siento ante las bibliotecas. La
erudición social es más fácil que la bibliográfica, y se halla al alcance de
las inteligencias imperfectamente cultivadas. Examinando las condiciones del
medio social en que vivimos como generador de la obra literaria, lo primero que
se advierte en la muchedumbre a que pertenecemos, es la relajación de todo
principio de unidad. Las grandes y potentes energías de cohesión social no son
ya lo que fueron; ni es fácil prever qué fuerzas sustituirán a las perdidas en
la dirección y gobierno de la familia humana. Tenemos tan sólo un firme presentimiento
de que esas fuerzas han de reaparecer; pero las previsiones de la Ciencia y las
adivinaciones de la Poesía no pueden o no saben aún alzar el velo tras el cual
se oculta la clave de nuestros futuros destinos.
La falta de unidades es tal, que hasta en la vida política,
constituida por naturaleza en agrupaciones disciplinadas, se determina
claramente la disolución de aquellas grandes familias formadas por el
entusiasmo de la acción constituyente, por afinidades tradicionales, por
principios más o menos deslumbradores. Para que todo falte, desaparece también
el fanatismo, que ligaba en estrecho haz enormes masas de personas, uniformando
los sentimientos, la conducta y hasta las fisonomías, de lo cual resultaban
caracteres genéricos de fácil recurso para el Arte, que supo utilizarlos
durante largo tiempo. Las disgregaciones de la vida política son el eco más
próximo de ese terrible rompan filas que suena de un extremo a otro del
ejército social, como voz de pánico que clama a la desbandada. Podría decirse
que la sociedad llega a un punto de su camino en que se ve rodeada de ingentes
rocas que le cierran el paso. Diversas grietas se abren en la dura y pavorosa
peña, indicándonos senderos o salidas que tal vez nos conduzcan a regiones
despejadas. Contábamos, sin duda, los incansables viajeros con que una voz
sobrenatural nos dijera desde lo alto: por aquí se va, y nada más que por aquí.
Pero la voz sobrenatural no hiere aún nuestros oídos, y los más sabios de entre
nosotros se enredan en interminables controversias sobre cuál pueda o deba ser
la hendidura o pasadizo por el cual podremos salir de este hoyo pantanoso en
que nos revolvemos y asfixiamos.
Algunos, que intrépidos se lanzan por tal o cual angostura,
vuelven con las manos en la cabeza, diciendo que no han visto más que tinieblas
y enmarañadas zarzas que estorban el paso; otros quieren abrirlo a pico, con
paciente labor, o quebrantar la piedra con la acción física de substancias
destructoras; y todos, en fin, nos lamentamos, con discorde vocerío, de haber
venido a parar a este recodo, del cual no vemos manera de salir, aunque la
habrá seguramente, porque aquí no hemos de quedarnos hasta el fin de los
siglos.
En esta muchedumbre consternada, que inventa mil artificios para
ocultarse su propia tristeza, se advierte la descomposición de las antiguas
clases sociales forjadas por la historia, y que habían llegado hasta muy cerca
de nosotros con organización potente. Pueblo y aristocracia pierden sus
caracteres tradicionales, de una parte por la desmembración de la riqueza, de
otra por los progresos de la enseñanza; y el camino que aún hemos de recorrer
para que las clases fundamentales pierdan su fisonomía, se andará rápidamente.
La llamada clase media, que no tiene aún existencia positiva, es tan sólo
informe aglomeración de individuos procedentes de las categorías superior e
inferior, el producto, digámoslo así, de la descomposición de ambas familias:
de la plebeya, que sube; de la aristocrática, que baja, estableciéndose los
desertores de ambas en esa zona media de la ilustración, de las carreras
oficiales, de los negocios, que vienen a ser la codicia ilustrada, de la vida
política y municipal. Esta enorme masa sin carácter propio, que absorbe y
monopoliza la vida entera, sujetándola a un sin fin de reglamentos, legislando
desaforadamente sobre todas las cosas, sin excluir las espirituales, del
dominio exclusivo del alma, acabará por absorber los desmedrados restos de las
clases extremas, depositarias de los sentimientos elementales. Cuando esto llegue,
se ha de verificar en el seno de esa muchedumbre caótica una fermentación de la
que saldrán formas sociales que no podemos adivinar, unidades vigorosas que no
acertamos a definir en la confusión y aturdimiento en que vivimos.
De lo que vagamente y con mi natural torpeza de expresión indico,
resulta, en la esfera del Arte, que se desvanecen, perdiendo vida y color, los
caracteres genéricos que simbolizaban grupos capitales de la familia humana.
Hasta los rostros humanos no son ya lo que eran, aunque parezca absurdo
decirlo. Ya no encontraréis las fisonomías que, al modo de máscaras moldeadas
por el convencionalismo de las costumbres, representaban las pasiones, las
ridiculeces, los vicios y virtudes. Lo poco que el pueblo conserva de típico y
pintoresco se destiñe, se borra, y en el lenguaje advertimos la misma dirección
contraria a lo característico, propendiendo a la uniformidad de la dicción, y a
que hable todo el mundo del mismo modo. Al propio tiempo, la urbanización
destruye lentamente la fisonomía peculiar de cada ciudad; y si en los campos se
conserva aún, en personas y cosas, el perfil distintivo del cuño popular, éste
se desgasta con el continuo pasar del rodillo nivelador que arrasa toda
eminencia, y seguirá arrasando hasta que produzca la anhelada igualdad de
formas en todo lo espiritual y material.
Mientras la nivelación se realiza, el Arte nos ofrece un fenómeno
extraño que demuestra la inconsistencia de las ideas en el mundo presente. En
otras épocas, los cambios de opinión literaria se verificaban en lapsos de
tiempo de larga duración, con la lentitud majestuosa de todo crecimiento
histórico. Aun en la generación que ha precedido a la nuestra, vimos la
evolución romántica durar el tiempo necesario para producir multitud de obras
vigorosas; y al marcarse el cambio de las ideas estéticas, las formas
literarias que sucedieron al romanticismo tardaron en presentarse con vida, y
vivieron luego años y más años, que hoy nos parecerían siglos, dada la rapidez
con que se transforman ahora nuestros gustos. Hemos llegado a unos tiempos en
que la opinión estética, ese ritmo social, harto parecido al flujo y reflujo de
los mares, determina sus mudanzas con tan caprichosa prontitud, que si un autor
deja transcurrir dos o tres años entre el imaginar y el imprimir su obra,
podría resultarle envejecida el día en que viera la luz. Porque si en el orden
científico la rapidez con que se suceden los inventos, o las aplicaciones de
los agentes físicos, hace que los asombros de hoy sean vulgaridades mañana, y
que todo prodigioso descubrimiento sea pronto oscurecido por nuevas maravillas
de la mecánica y de la industria, del mismo modo, en el orden literario, parece
que es ley la volubilidad de la opinión estética, y de continuo la vemos pasar
ante nuestros ojos, fugaz y antojadiza, como las modas de vestir. Y así, en
brevísimo tiempo, saltamos del idealismo nebuloso a los extremos de la
naturalidad: hoy amamos el detalle menudo, mañana las líneas amplias y
vigorosas; tan pronto vemos fuente de belleza en la sequedad filosófica mal
aprendida, como en las ardientes creencias heredadas.
En resumen: la misma confusión evolutiva que advertimos en la
sociedad, primera materia del arte novelesco, se nos traduce en éste por la
indecisión de sus ideales, por lo variable de sus formas, por la timidez con
que acomete los asuntos profundamente humanos; y cuando la sociedad se nos
convierte en público, es decir, cuando después de haber sido inspiradora del
Arte lo contempla con ojos de juez, nos manifiesta la misma inseguridad en sus opiniones,
de donde resulta que no andan menos
desconcertados los críticos que los autores.
Pero no creáis que de lo expuesto intentaré sacar una deducción
pesimista, afirmando que esta descomposición social ha de traer días de anemia
y de muerte para el arte narrativo. Cierto que la falta de unidades de
organización nos va sustrayendo los caracteres genéricos, tipos que la sociedad
misma nos daba bosquejados, cual si trajeran ya la primera mano de la labor
artística. Pero a medida que se borra la caracterización general de cosas y
personas, quedan más descarnados los modelos humanos, y en ellos debe el
novelista estudiar la vida, para obtener frutos de un Arte supremo y durable.
La crítica sagaz no puede menos de reconocer que cuando las ideas y sentimientos
de una sociedad se manifiestan en categorías muy determinadas, parece que los
caracteres vienen ya a la región del Arte tocados de cierto amaneramiento o
convencionalismo. Es que, al descomponerse las categorías, caen de golpe los
antifaces, apareciendo las caras en su castiza verdad. Perdemos los tipos, pero
el hombre se nos revela mejor, y el Arte se avalora sólo con dar a los seres
imaginarios vida más humana que social. Y nadie desconoce que, trabajando con
materiales puramente humanos, el esfuerzo del ingenio para expresar la vida ha
de ser más grande, y su labor más honda y difícil, como es de mayor empeño la
representación plástica del desnudo que la de una figura cargada de ropajes,
por ceñidos que sean. Y al compás de la dificultad crece, sin duda, el valor de
los engendros del Arte, que si en las épocas de potentes principios de unidad
resplandece con vivísimo destello de sentido social, en los días azarosos de
transición y de evolución puede y debe ser profundamente humano.
Encuéntrome al llegar a este punto con que las ideas que voy
expresando, sin ninguna arrogancia dogmática me llevan a una afirmación que
algunos podrían creer falsa y paradójica, a saber: que la falta de principios
de unidad favorece el florecimiento literario; afirmación que en buena lógica
destruiría la leyenda de los llamados Siglos de Oro en ésta y la otra
literatura. Ello es que la historia literaria general no nos permite sostener
de una manera absoluta que la divina Poesía y artes congéneres prosperen más
lozanamente en las épocas de unidad que en las épocas de confusión. Quizá
podría comprobarse lo contrario después de investigar con criterio penetrante
la vida de los pueblos, haciendo más caso de la documentación privada que de
los relatos de la vieja Historia, comúnmente artificiosa y recompuesta. Esta
narradora enfática y algo tocada del delirio de grandezas, nos habla con tenaz
preferencia de los altos poderes del Estado, de guerras, intrigas y privanzas,
de los casamientos y querellas entre familias de reyes y Príncipes, dejando en
la penumbra las profundísimas emociones que agitan el alma social. Teniendo
esto en cuenta, no creo dislate asegurar que en los llamados Siglos de Oro hay
no poco de aparato oficial o ficción palatina; hechura de cronistas
asalariados, o de historiadores de oficio, más atentos a la composición de su
arte, que a reproducir la interna verdad política. No dan valor sino a las que
son o aparecen ser acciones culminantes, y descuidan, como asunto prosaico y
baladí, el verdadero sentir y pensar de los pueblos.
Bien sé que ésta es materia para un examen lento, y si yo
intentara desentrañarla, incurriría en mi propia censura, por lanzarme a
trabajos para cuyo empeño he declarado mi ineptitud en las primeras cláusulas
de este discurso. Con paciencia y libros a mano todo se prueba, y yo intentaría
demostrar lo que antes indiqué, si más fuerza que mis deseos no tuviera mi
incapacidad para compulsar textos antiguos y modernos. Dejo, pues, a otros que
diluciden este punto, y concluyo diciendo que el presente estado social, con
toda su confusión y nerviosas inquietudes, no ha sido estéril para la novela en
España, y que tal vez la misma confusión y desconcierto han favorecido el
desarrollo de tan hermoso arte. No podemos prever hasta dónde llegará la presente
descomposición. Pero sí puede afirmarse que la literatura narrativa no ha de
perderse porque mueran o se transformen los antiguos organismos sociales.
Quizás aparezcan formas nuevas, quizás obras de extraordinario poder y belleza,
que sirvan de anuncio a los ideales futuros o de despedida a los pasados, como
el Quijote es el adiós del mundo caballeresco. Sea lo que quiera, el ingenio
humano vive en todos los ambientes, y lo mismo da sus flores en los pórticos
alegres de flamante arquitectura, que en las tristes y desoladas ruinas.”
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