1 d’oct. 2015

hamida

fotograma de la película "Midaq Alley", 1963,
del director egipcio Hassan al-Imam
“El callejón volvió poco a poco a sumirse en la sombra. Hamida se echó el velo alrededor del cuerpo y escuchó el ruido de las sandalias de madera al descender los peldaños para salir a la calle. Atravesó el callejón consciente de su andar y de su figura, porque sabía que dos pares de ojos no cesaban de mirarla: los de Salim Alwan, el dueño del bazar, y los de Abbas, el barbero. Era perfectamente consciente, también, de la pobreza de su atuendo: un ajado vestido de algodón, un velo viejo y las sandalias con la suela gastada. Pero se había puesto el velo de modo que hiciera resaltar la elegancia del talle, la curva de la cadera y la bonita forma de los pechos, además de los tobillos bien torneados, que llevaba ceñidos con un aro. Había también tenido cuidado en dejar al descubierto la raya que partía su pelo negro y en no cubrir los encantos del rostro.

Descendió hacia la calle de Sanadiqiya para tomar, luego, por la de Mousky, resuelta a no volverse. En cuanto se alejó de la vista de los dos pares de ojos que la seguían, sonrió levemente y se puso a observar a los transeúntes. Sin familia ni fortuna, la muchacha nunca perdía la confianza en sí misma. Tal vez su belleza contribuía a su seguridad, aunque tampoco era la única causa.

Era fuerte por naturaleza y la fuerza no le había fallado nunca. En sus hermosos ojos leíase un gran sentimiento de poder, cosa que, al parecer de algunos, mermaba su hermosura, mientras que, según otros, la aumentaba. Vivía constantemente llevada de un intenso deseo de dominar que se manifestaba en sus ganas de seducir a los hombres y en sus esfuerzos por imponer su voluntad sobre la de su madre. Este instinto de dominio mostraba aspectos funestos cuando se peleaba y discutía con las otras mujeres del callejón, las cuales la detestaban y no paraban de hablar mal de ella. La acusaban, entre otras cosas, de odiar a los niños. La describían como una salvaje que carecía de los atributos naturales de la feminidad. La esposa de Kirsha, el dueño del café, que la había criado, esperaba con secreto regocijo el día en que ella también sería madre, cuando amamantara a sus hijos bajo la severa mirada de un esposo tiránico que la pegara sin compasión.

Hamida continuó su camino, disfrutando tranquilamente de su paseo cotidiano, deteniendo la mirada en los escaparates de las tiendas. La contemplación de los lujosos vestidos, de los muebles caros, despertaba en ella codicia, la cual, mezclada con sus ansias de dominio, le inspiraba sueños encantados. Su culto al poder se concentraba en su amor por el dinero, del que ella creía que era la llave mágica del mundo y la fuerza que permitía dominar a los demás. De sí misma sólo sabía una cosa con claridad: que soñaba con ser rica y tener todo el dinero que se necesitara para comprarse ropa y colmar todos los deseos. Era posible que se preguntara si alguna vez llegaría a serlo. Si por un lado se daba perfecta cuenta de su situación, por otro, no olvidaba la historia de aquella chica de la calle de Sanadiqiya, la cual comenzó siendo más pobre que ella hasta que la fortuna le sonrió en la figura de un rico empresario que la arrancó del mísero ambiente en que vivía, transformando así su vida.

¿Acaso no podía repetirse la historia? ¿Qué obstáculo había para que la suerte sonriera dos veces en el mismo barrio? Su belleza no era menor que la de la otra… La ambición de Hamida no pasaba del marco de su mundo, cuyas fronteras se encontraban en la plaza de la Reina Farida. Nada sabía de lo que había más allá, de la gente, ni de los destinos que poblaban la vasta Tierra.”

El callejón de los milagros
Naguib Mahfouz
Alcor, 1988
pág. 45-46


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