fotograma de la película "Midaq Alley", 1963, del director egipcio Hassan al-Imam |
“El callejón
volvió poco a poco a sumirse en la sombra. Hamida se echó el velo alrededor del
cuerpo y escuchó el ruido de las sandalias de madera al descender los peldaños
para salir a la calle. Atravesó el callejón consciente de su andar y de su figura,
porque sabía que dos pares de
ojos no cesaban de mirarla: los de Salim Alwan, el dueño del bazar, y los de Abbas,
el barbero. Era perfectamente consciente, también, de la pobreza de su atuendo:
un ajado vestido de algodón, un velo viejo y las sandalias con la suela
gastada. Pero se había puesto el velo de modo que hiciera resaltar la elegancia
del talle, la curva de la cadera y la bonita forma de los pechos, además de los
tobillos bien torneados, que llevaba ceñidos con un aro. Había también tenido
cuidado en dejar al descubierto la raya que partía su pelo negro y en no cubrir
los encantos del rostro.
Descendió hacia la calle de Sanadiqiya para tomar, luego, por la
de Mousky, resuelta a no volverse. En cuanto se alejó de la vista de los dos pares
de ojos que la seguían, sonrió levemente y se puso a observar a los transeúntes.
Sin familia ni fortuna, la muchacha nunca perdía la confianza en sí misma. Tal
vez su belleza contribuía a su seguridad, aunque tampoco era la única causa.
Era fuerte por naturaleza y la fuerza no le había fallado nunca.
En sus hermosos ojos leíase un gran sentimiento de poder, cosa que, al parecer
de algunos, mermaba su hermosura, mientras que, según otros, la aumentaba. Vivía
constantemente llevada de un intenso deseo de dominar que se manifestaba en sus
ganas de seducir a los hombres y en sus esfuerzos por imponer su voluntad sobre
la de su madre. Este instinto de dominio mostraba aspectos funestos cuando se peleaba
y discutía con las otras mujeres del callejón, las cuales la detestaban y no
paraban de hablar mal de ella. La acusaban, entre otras cosas, de odiar a los
niños. La describían como una salvaje que carecía de los atributos naturales de
la feminidad. La esposa de Kirsha, el dueño del café, que la había criado,
esperaba con secreto regocijo el día en que ella también sería madre, cuando
amamantara a sus hijos bajo la severa mirada de un esposo tiránico que la
pegara sin compasión.
Hamida continuó su camino, disfrutando tranquilamente de su paseo cotidiano,
deteniendo la mirada en los escaparates de las tiendas. La contemplación de los
lujosos vestidos, de los muebles caros, despertaba en ella codicia, la cual,
mezclada con sus ansias de dominio, le inspiraba sueños encantados. Su culto al
poder se concentraba en su amor por el dinero, del que ella creía que era la
llave mágica del mundo y la fuerza que permitía dominar a los demás. De sí misma
sólo sabía una cosa con claridad: que soñaba con ser rica y tener todo el dinero
que se necesitara para comprarse ropa y colmar todos los deseos. Era posible
que se preguntara si alguna vez llegaría a serlo. Si por un lado se daba perfecta
cuenta de su situación, por otro, no olvidaba la historia de aquella chica de
la calle de Sanadiqiya, la cual comenzó siendo más pobre que ella hasta que la
fortuna le sonrió en la figura de un rico empresario que la arrancó del mísero
ambiente en que vivía, transformando así su vida.
¿Acaso no podía repetirse la historia? ¿Qué obstáculo había para
que la suerte sonriera dos veces en el mismo barrio? Su belleza no era menor
que la de la otra… La ambición de Hamida no pasaba del marco de su mundo, cuyas
fronteras se encontraban en la plaza de la Reina Farida. Nada sabía de lo que había
más allá, de la gente, ni de los destinos que poblaban la vasta Tierra.”
El callejón de los milagros
Naguib Mahfouz
Alcor, 1988
pág. 45-46
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada