7 de gen. 2016

bizancio caribeño

tumba y epitafio de Ferdinando Paleólogo
“Las olas venían del sur, quietas, acompasadas, tejiendo y destejiendo el tejido de sus espumas delgadas, semejantes a las nervaduras de un mármol oscuro. Atrás habían quedado los verdes de las costas. Navegábase ahora en aguas de un azul tan profundo que parecían hechas de una materia en fusión —aunque hibernal y vidriosa—, movidas por un palpito muy remoto. No se dibujaban criaturas en aquel mar entero, cerrado sobre sus fondos de montañas y abismos como el Primer Mar de la Creación, anterior al múrice y al argonauta. Sólo el Caribe, pululante de existencias, sin embargo, cobraba a veces un tal aspecto de océano deshabitado. Como urgidos por un misterioso menester, los peces huían de la superficie, hundíanse las medusas, desaparecían los sargazos, quedando solamente, frente al hombre, lo que traducía en valores de infinito: el siempre aplazado deslinde del horizonte; el espacio, y, más allá del espacio, las estrellas presentes en un cielo cuyo mero enunciado verbal recobraba la aplastante majestad que tuviera la palabra, alguna vez, para quienes la inventaron —acaso la primera inventada después de las que apenas empezaban a definir el dolor, el miedo o el hambre. Aquí, sobre un mar yermo, el cielo cobraba un peso enorme, con aquellas constelaciones vistas desde siempre, que el ser humano había ido aislando y nombrando a través de los siglos, proyectando sus propios mitos en lo inalcanzable, ajustando las posiciones de las estrellas al contorno de las figuras que poblaban sus ocurrencias de perpetuo inventor de fábulas. Había como una osadía infantil en eso de llenar el firmamento de Osas, Canes, Toros y Leones —pensaba Sofía, acodada en la borda del Arrow, de cara a la noche. Pero era un modo de simplificar la eternidad; de encerrarla en preciosos libros de estampas como aquel, de mapas celestiales, que había quedado en la biblioteca familiar, en cuyas planchas parecían librar tremebundos combates los centauros con los escorpiones, las águilas con los dragones. Por el nombre de las constelaciones remontábase el hombre al lenguaje de sus primeros mitos, permaneciéndole tan fiel que cuando aparecieron las gentes de Cristo, no hallaron cabida en un cielo totalmente habitado por gentes paganas. Las estrellas habían sido dadas a Andrómeda y Perseo, a Hércules y Casiopea. Había títulos de propiedad, suscritos a tenor de abolengo, que eran intransferibles a simples pescadores del Lago Tiberiades —pescadores que no necesitaban de astros, además, para llevar sus barcos a donde Alguien, próximo a verter su sangre, forjaría una religión ignorante de los astros... Cuando palidecieron las Pléyades y se hizo la luz, millares de yelmos jaspeados avanzaban hacia la nave, sombreando largos festones rojos que bajo el agua dibujaban las siluetas de guerreros extrañamente medievales, por su ineludible estampa de infantes lombardos vestidos de cotas agujereadas —que a tejido de cotas se asemejaban las hebras marinas encontradas por el camino y que traían atravesados, de hombro a cadera, de cuello a rodilla, de oreja a muslos, aquellos personajes, cruzados por astillas de luz, que el capitán Dexter llamaba men-of-war. El ejército sumergido se abría al paso del velero, cerrando sus filas después, en una marcha silenciosa, venida de lo ignoto, que proseguía durante días y días, hasta que las cabezas les reventaran bajo el sol y los festones se consumieran en su propia corrosión... A media mañana entróse en un nuevo país: el de las Gorgonas, abiertas como alas de ave, al filo del agua blanqueada por su migración. Y aparecieron luego, en pardos enjambres, los dedalillos abiertos o cerrados por hambrientas contracciones, seguidos por un bando de caracoles viajeros, colgados de una almadía de burbujas endurecidas... (…)

En este viaje no estaba Sofía conturbada, como la otra vez —cuando se acodara en la misma borda, cuando subiera la brisa desde el vértice de esta misma proa— por angustias de adolescente. Muy madurada por su decisión, iba hacia algo que no podía ser sino como ella se lo imaginaba. Después de dos jornadas durante las cuales lo dejado atrás hubiera seguido pesando sobre su ánimo, se había despertado, en este tercer día, con una exaltante sensación de libertad. Rotas estaban las amarras. Se había salido de lo cotidiano para penetrar en un presente intemporal. Pronto empezaría el gran quehacer, esperado durante años, de realizarse en dimensión escogida. Conocía nuevamente el gozo de hallarse en el punto de partida; en los umbrales de sí misma, como cuando se hubiese iniciado, en esta nave, una nueva etapa de su existencia. Volvía a hallar el recio olor a brea, a salmuera, a harina y afrechos, conocidos en otros días cuya presencia bastaba para abolir el tiempo transcurrido. Cerraba los ojos, en la mesa del Capitán Dexter, al encontrar nuevamente el sabor de las ostras ahumadas, de las sidras inglesas, de las tortas de ruibarbo y de los nísperos de Pensacola, que la devolvía a las sensaciones de su primer viaje marítimo. (…)

Ahora estaba más impaciente que antes de alcanzar el término de su viaje, con el temor de llegar demasiado tarde: cuando el hombre del Gran Quehacer estuviese ya en acción, apartando los verdores de las selvas, como los hebreos las aguas del Mar Rojo. Confirmábase lo que tantas veces le hubiese dicho Esteban: que Víctor, ante la reacción termidoriana, estaba penetrando, con sus Constituciones traducidas al español, con sus Carmañolas Americanas, en esta Tierra Firme de América, llevando a ella, como antes, las luces que en el Viejo Mundo se apagaban. Para entenderlo bastaba mirar la Rosa de los Vientos: de la Guadalupe, la turbonada había soplado a las Guayanas, corriendo de allí a esta Venezuela que era la ruta normal para pasar a la otra banda del Continente, donde se alzaban los barrocos palacios del Reino del Perú. Allá, precisamente, por boca de jesuitas, se habían alzado las primeras voces —y Sofía conocía los escritos de un Vizcardo Guzmán— que reclamaban, para este mundo, una independencia que sólo era pensable en términos de Revolución. Todo resultaba claro: la presencia de Víctor en Cayena era el comienzo de algo que se expresaría en vastas cargas de jinetes llaneros, navegaciones por ríos fabulosos, tramontes de cordilleras enormes. Nacía una épica que cumpliría en estas tierras lo que en la caduca Europa se había malogrado. Ya sabrían quienes acaso la estuviesen desollando en la casa familiar que sus anhelos no se medían por el patrón de costureros y pañales impuestos al común de las hembras. Hablarían de escándalo, sin sospechar que el escándalo sería mucho más vasto de lo que ellos pensaban. Esta vez se jugaría al desbocaire, disparando sobre generales, obispos, magistrados y virreyes.

El Arrow zarpó dos días después, navegando a lo largo de la Isla de Margarita, para pasar entre la Granada y Tobago, al amparo de posesiones inglesas, tomando el rumbo de la Barbados. Y al cabo de un tranquilo viaje, se vio Sofía en Bridgetown, descubriendo un mundo distinto del que hasta ahora hubiese conocido en el Caribe. Distinta era la atmósfera que se respiraba en aquella ciudad holandesa, de una arquitectura diferente de la española, con sus anchas balandras madereras venidas de Scaraborough, de San Jorge o de Puerto España. Circulaban allí divertidas monedas, llamadas «Pineapple Penny» y «Neptune Penny», de una acuñación muy reciente. Se creía llevada a una urbe del Viejo Continente, al advertir que existía una «Calle Masónica» y una «Calle de la Sinagoga». Alojóse en limpio albergue, tenido por una mulata sudorosa que le fue recomendado por el Capitán Dexter. Al cabo de un almuerzo de despedida en el que Sofía probó de todo —tal era su alegría— sin desdeñar las botellas de porter, el madeira y los vinos franceses que le sirvieron, dieron ambos un paseo en coche por las afueras. Durante horas rodaron por los caminos de una Antilla domada, cuyas tierras deslindadas por suaves ondulaciones —aquí nada era grande, nada aplastante, nada amenazador— eran cultivadas hasta las mismas orillas del mar. Aquí la caña de azúcar parecía trigo verde, las yerbas tenían mansedumbre y urbanidad de césped, las mismas palmeras dejaban de parecer árboles tropicales. Había silenciosas mansiones, ocultas en la espesura, que alzaban columnas de templo griego hacia frontones borrados por la yerba, cuyas ventanas se abrían sobre el fausto de salones habitados por retratos cuyos barnices relumbraban en el exceso de luz; había casas cubiertas de tejuelas, tan pequeñas que cuando un niño se asomaba a una ventana, ocultaba, con su presencia, el cuadro de vastas familias reunidas para cenar donde hubiese sido enorme el estorbo de un tablero de ajedrez; había ruinas apelambradas por las enredaderas, donde los aparecidos —toda la isla, decía el cochero, era lugar de aparecidos— se reunían para gemir en las noches ventosas; y había sobre todo, junto al mar, casi confundidos con las playas, unos cementerios siempre desiertos, sombreados por cipreses, cuyas tumbas de piedra gris —tan pudorosas si se pensaba en los ornamentados mausoleos de las necrópolis españolas— hablaban de un Eudolphus y una Elvira, muertos en un naufragio, que sólo habían podido ser los héroes de un romántico idilio. Sofía recordaba La Nueva Heloísa. El Capitán pensaba más bien en Las Noches. Y a pesar de que les quedara lejos, cansados estaban los caballos y sólo se regresaría tarde en la noche, por la necesidad de buscar un relevo del tiro, Sofía, usando de mimos que casi parecieron excesivos al norteamericano, consiguió que llegaran hasta el pequeño bastión rocoso de St. John, detrás de cuya iglesia halló una lápida cuyo epitafio se refería a la inesperada muerte, en la isla, de un personaje cuyo nombre cargaba con una aplastante presencia de siglos: AQUÍ YACEN LOS RESTOS DE —FERNANDO PALEÓLOGO— DESCENDIENTE DEL LINAJE IMPERIAL —DE LOS ÚLTIMOS EMPERADORES DE GRECIA— CAPELLÁN DE ESTA PARROQUIA —1655 A 1656... Caleb Dexter, algo emocionado por el vino de una botella vaciada durante el camino, se descubrió respetuosamente. Sofía, en el atardecer cuyas luces enrojecían las olas rotas en espumas enormes sobre los monolitos rocallosos de Bathsheba, floreció la tumba con unas buganvillas cortadas en el jardín del presbiterio. Víctor Hugues, durante su primera visita a la casa de La Habana, había hablado largamente de esa tumba del ignorado nieto de quien cayera, en la suprema resistencia de Bizancio, muerto antes que profanado como lo fuese por los otomanos vencedores el Patriarca Ecuménico. Ahora la encontraba ella, en el lugar designado. Por sobre la piedra gris, marcada con el signo de la Cruz de Constantino, una mano seguía ahora el lejano itinerario de otra mano, que también hubiese hecho el gesto de buscar el hueco de las letras con las yemas de los dedos... Por romper con un ceremonial inesperado, que ya parecía prolongarse demasiado, Caleb Dexter observó: «Y pensar que haya venido a parar a esta isla el último propietario legítimo de la Basílica de Santa Sofía...» «Se hace tarde», dijo el cochero. «Sí; regresemos», dijo ella. Estaba admirada de que su nombre hubiese podido surgir así, de pronto, en la tonta reflexión del otro. Era una casualidad demasiado extraordinaria para no tomarse como un anuncio, un aviso, una premonición. La esperaba un prodigioso destino. El futuro se venía gestando secretamente desde que una Voluntad atronara, cierta noche, las aldabas de la casa. Había palabras que no brotaban al azar. Un misterioso poder las modelaba en las bocas de los oráculos. Sophia.”
El siglo de las luces
Alejo Carpentier
Seix Barral, Biblioteca Breve
Barcelona, 2001
págs. 349-359


Patrick “Paddy” Leigh Fermor 
El escritor, historiador y soldado británico y héroe de la batalla de Creta, Patrick “Paddy” Leigh Fermor (1915), una vez acabada la Segunda Guerra Mundial, decide realizar un viaje al Caribe. Viaje que se traducirá en su primer libro: The traveler’s tree (1950).

Durante el viaje, Fermor se topó en la isla de Barbados con una lápida del siglo XVII en la que pudo leer el siguiente epitafio: Aquí descansa el cuerpo de Ferdinando Paleólogo, descendiente de la dinastía imperial del último emperador de Grecia.

De regreso a Europa se lanza a reconstruir la historia que hay detrás de la lápida: caída Constantinopla, los miembros de la casa real –Paleólogos y Cantacuzenos- unos buscan la protección del Papa y de los Médicis, otros se dirigen al este donde incluso llegarán a reinar en principados rumanos y entroncar con la realeza rusa. Muerto el emperador Constantino XI Paleólogo quedan dos hermanos, Demetrio y Tomás. El primero muere siendo monje en lo que ya es Estambul y el segundo huye a Roma con la reliquia de la cabeza de San Andrés. El Papa le concede una pensión vitalicia y sus tres hijos se educan en Italia. El mayor, Andrés, se casa con una prostituta romana y muere en la indigencia; ha tenido que vender hasta sus derechos dinásticos a los reyes de Francia y Aragón. Al segundo, Manuel, no le irán mejor las cosas. Vuelve a Estambul y el sultán le obsequia con dos mujeres, aunque Gibbon aclara que “perdióse en el hábito y la religión de un esclavo turco”. El huésped de la tumba de Barbados parece descender del tercer hijo, de Juan; pero todavía faltan unos años hasta que la familia da el salto al Caribe. Sus descendientes vivirán en Italia bajo el patrocinio de los Médicis hasta llegar Teodoro. Este servirá en los Países Bajos como soldado de fortuna en la casa de Orange y acabará sus días en Inglaterra. Es un hombre de porte aristocrático, excepcionalmente alto, rasgos aguileños, y su único patrimonio es una vasta cultura: puede leer a los griegos en su idioma, además de escribir en excelente francés. Lo último que se sabe de él es que pasó sus años postreros como huésped de Sir Nicholas Lower, miembro de una familia cultivada entre los que se contaban Francis Bacon. Muere en 1636, pero la saga continúa: dos de sus hijos combaten del lado de los realistas en la Guerra Civil Inglesa –uno de ellos está enterrado en la abadía de Westminster- y Fernando, el hijo menor –este es el hombre de la lápida - emigra a Barbados en busca de fortuna en una pequeña plantación de piñas. Apenas se sabe nada más de él, tan sólo la información que alumbra su epitafio, donde se explica que ejerció de capillero de esa parroquia y que fue miembro de la junta durante veinte años. Murió en Barbados el 3 de octubre de 1679.


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