tumba y epitafio de Ferdinando Paleólogo |
“Las olas venían del sur, quietas,
acompasadas, tejiendo y destejiendo el tejido de sus espumas delgadas,
semejantes a las nervaduras de un mármol oscuro. Atrás habían quedado los
verdes de las costas. Navegábase ahora en aguas de un azul tan profundo que parecían
hechas de una materia en fusión —aunque hibernal y vidriosa—, movidas por un
palpito muy remoto. No se dibujaban criaturas en aquel mar entero, cerrado
sobre sus fondos de montañas y abismos como el Primer Mar de la Creación,
anterior al múrice y al argonauta. Sólo el Caribe, pululante de existencias,
sin embargo, cobraba a veces un tal aspecto de océano deshabitado. Como urgidos
por un misterioso menester, los peces huían de la superficie, hundíanse las
medusas, desaparecían los sargazos, quedando solamente, frente al hombre, lo
que traducía en valores de infinito: el siempre aplazado deslinde del
horizonte; el espacio, y, más allá del espacio, las estrellas presentes en un
cielo cuyo mero enunciado verbal recobraba la aplastante majestad que tuviera
la palabra, alguna vez, para quienes la inventaron —acaso la primera inventada
después de las que apenas empezaban a definir el dolor, el miedo o el hambre.
Aquí, sobre un mar yermo, el cielo cobraba un peso enorme, con aquellas
constelaciones vistas desde siempre, que el ser humano había ido aislando y
nombrando a través de los siglos, proyectando sus propios mitos en lo
inalcanzable, ajustando las posiciones de las estrellas al contorno de las
figuras que poblaban sus ocurrencias de perpetuo inventor de fábulas. Había
como una osadía infantil en eso de llenar el firmamento de Osas, Canes, Toros y
Leones —pensaba Sofía, acodada en la borda del Arrow, de cara
a la noche. Pero era un modo de simplificar la eternidad; de encerrarla en
preciosos libros de estampas como aquel, de mapas celestiales, que había
quedado en la biblioteca familiar, en cuyas planchas parecían librar
tremebundos combates los centauros con los escorpiones, las águilas con los
dragones. Por el nombre de las constelaciones remontábase el hombre al lenguaje
de sus primeros mitos, permaneciéndole tan fiel que cuando aparecieron las
gentes de Cristo, no hallaron cabida en un cielo totalmente habitado por gentes
paganas. Las estrellas habían sido dadas a Andrómeda y Perseo, a Hércules y
Casiopea. Había títulos de propiedad, suscritos a tenor de abolengo, que eran
intransferibles a simples pescadores del Lago Tiberiades —pescadores que no necesitaban
de astros, además, para llevar sus barcos a donde Alguien, próximo a verter su
sangre, forjaría una religión ignorante de los astros... Cuando palidecieron
las Pléyades y se hizo la luz, millares de yelmos jaspeados avanzaban hacia la
nave, sombreando largos festones rojos que bajo el agua dibujaban las siluetas
de guerreros extrañamente medievales, por su ineludible estampa de infantes
lombardos vestidos de cotas agujereadas —que a tejido de cotas se asemejaban
las hebras marinas encontradas por el camino y que traían atravesados, de
hombro a cadera, de cuello a rodilla, de oreja a muslos, aquellos personajes,
cruzados por astillas de luz, que el capitán Dexter llamaba men-of-war. El
ejército sumergido se abría al paso del velero, cerrando sus filas después, en
una marcha silenciosa, venida de lo ignoto, que proseguía durante días y días,
hasta que las cabezas les reventaran bajo el sol y los festones se consumieran
en su propia corrosión... A media mañana entróse en un nuevo país: el de las
Gorgonas, abiertas como alas de ave, al filo del agua blanqueada por su
migración. Y aparecieron luego, en pardos enjambres, los dedalillos abiertos o
cerrados por hambrientas contracciones, seguidos por un bando de caracoles
viajeros, colgados de una almadía de burbujas endurecidas... (…)
En este viaje no estaba Sofía conturbada,
como la otra vez —cuando se acodara en la misma borda, cuando subiera la brisa
desde el vértice de esta misma proa— por angustias de adolescente. Muy madurada
por su decisión, iba hacia algo que no podía ser sino como ella se lo
imaginaba. Después de dos jornadas durante las cuales lo dejado atrás hubiera
seguido pesando sobre su ánimo, se había despertado, en este tercer día, con
una exaltante sensación de libertad. Rotas estaban las amarras. Se había salido
de lo cotidiano para penetrar en un presente intemporal. Pronto empezaría el gran
quehacer, esperado durante años, de realizarse en dimensión escogida. Conocía
nuevamente el gozo de hallarse en el punto de partida; en los umbrales de sí
misma, como cuando se hubiese iniciado, en esta nave, una nueva etapa de su
existencia. Volvía a hallar el recio olor a brea, a salmuera, a harina y
afrechos, conocidos en otros días cuya presencia bastaba para abolir el tiempo
transcurrido. Cerraba los ojos, en la mesa del Capitán Dexter, al encontrar
nuevamente el sabor de las ostras ahumadas, de las sidras inglesas, de las
tortas de ruibarbo y de los nísperos de Pensacola, que la devolvía a las
sensaciones de su primer viaje marítimo. (…)
Ahora estaba más impaciente que antes de
alcanzar el término de su viaje, con el temor de llegar demasiado tarde: cuando
el hombre del Gran Quehacer estuviese ya en acción, apartando los verdores de
las selvas, como los hebreos las aguas del Mar Rojo. Confirmábase lo que tantas
veces le hubiese dicho Esteban: que Víctor, ante la reacción termidoriana,
estaba penetrando, con sus Constituciones traducidas al español, con sus
Carmañolas Americanas, en esta Tierra Firme de América, llevando a ella, como
antes, las luces que en el Viejo Mundo se apagaban. Para entenderlo bastaba
mirar la Rosa de los Vientos: de la Guadalupe, la turbonada había soplado a las
Guayanas, corriendo de allí a esta Venezuela que era la ruta normal para pasar
a la otra banda del Continente, donde se alzaban los barrocos palacios del
Reino del Perú. Allá, precisamente, por boca de jesuitas, se habían alzado las
primeras voces —y Sofía conocía los escritos de un Vizcardo Guzmán— que
reclamaban, para este mundo, una independencia que sólo era pensable en
términos de Revolución. Todo resultaba claro: la presencia de Víctor en Cayena
era el comienzo de algo que se expresaría en vastas cargas de jinetes llaneros,
navegaciones por ríos fabulosos, tramontes de cordilleras enormes. Nacía una
épica que cumpliría en estas tierras lo que en la caduca Europa se había
malogrado. Ya sabrían quienes acaso la estuviesen desollando en la casa
familiar que sus anhelos no se medían por el patrón de costureros y pañales
impuestos al común de las hembras. Hablarían de escándalo, sin sospechar que el
escándalo sería mucho más vasto de lo que ellos pensaban. Esta vez se jugaría
al desbocaire, disparando sobre generales, obispos,
magistrados y virreyes.
El Arrow zarpó dos días después,
navegando a lo largo de la Isla de Margarita, para pasar entre la Granada y
Tobago, al amparo de posesiones inglesas, tomando el rumbo de la Barbados. Y al
cabo de un tranquilo viaje, se vio Sofía en Bridgetown, descubriendo un mundo
distinto del que hasta ahora hubiese conocido en el Caribe. Distinta era la
atmósfera que se respiraba en aquella ciudad holandesa, de una arquitectura
diferente de la española, con sus anchas balandras madereras venidas de
Scaraborough, de San Jorge o de Puerto España. Circulaban allí divertidas
monedas, llamadas «Pineapple Penny» y «Neptune Penny», de una acuñación muy
reciente. Se creía llevada a una urbe del Viejo Continente, al advertir que
existía una «Calle Masónica» y una «Calle de la Sinagoga». Alojóse en limpio
albergue, tenido por una mulata sudorosa que le fue recomendado por el Capitán
Dexter. Al cabo de un almuerzo de despedida en el que Sofía probó de todo —tal
era su alegría— sin desdeñar las botellas de porter, el madeira y los vinos
franceses que le sirvieron, dieron ambos un paseo en coche por las afueras.
Durante horas rodaron por los caminos de una Antilla domada, cuyas tierras deslindadas
por suaves ondulaciones —aquí nada era grande, nada aplastante, nada
amenazador— eran cultivadas hasta las mismas orillas del mar. Aquí la caña de
azúcar parecía trigo verde, las yerbas tenían mansedumbre y urbanidad de
césped, las mismas palmeras dejaban de parecer árboles tropicales. Había
silenciosas mansiones, ocultas en la espesura, que alzaban columnas de templo
griego hacia frontones borrados por la yerba, cuyas ventanas se abrían sobre el
fausto de salones habitados por retratos cuyos barnices relumbraban en el
exceso de luz; había casas cubiertas de tejuelas, tan pequeñas que cuando un
niño se asomaba a una ventana, ocultaba, con su presencia, el cuadro de vastas
familias reunidas para cenar donde hubiese sido enorme el estorbo de un tablero
de ajedrez; había ruinas apelambradas por las enredaderas, donde los aparecidos
—toda la isla, decía el cochero, era lugar de aparecidos— se reunían para gemir
en las noches ventosas; y había sobre todo, junto al mar, casi confundidos con
las playas, unos cementerios siempre desiertos, sombreados por cipreses, cuyas
tumbas de piedra gris —tan pudorosas si se pensaba en los ornamentados
mausoleos de las necrópolis españolas— hablaban de un Eudolphus y una Elvira,
muertos en un naufragio, que sólo habían podido ser los héroes de un romántico
idilio. Sofía recordaba La Nueva Heloísa. El Capitán pensaba
más bien en Las Noches. Y a pesar de que les quedara lejos,
cansados estaban los caballos y sólo se regresaría tarde en la noche, por la
necesidad de buscar un relevo del tiro, Sofía, usando de mimos que casi
parecieron excesivos al norteamericano, consiguió que llegaran hasta el pequeño
bastión rocoso de St. John, detrás de cuya iglesia halló una lápida cuyo
epitafio se refería a la inesperada muerte, en la isla, de un personaje cuyo
nombre cargaba con una aplastante presencia de siglos: AQUÍ YACEN LOS RESTOS DE
—FERNANDO PALEÓLOGO— DESCENDIENTE DEL LINAJE IMPERIAL —DE LOS ÚLTIMOS
EMPERADORES DE GRECIA— CAPELLÁN DE ESTA PARROQUIA —1655 A 1656... Caleb Dexter,
algo emocionado por el vino de una botella vaciada durante el camino, se
descubrió respetuosamente. Sofía, en el atardecer cuyas luces enrojecían las
olas rotas en espumas enormes sobre los monolitos rocallosos de Bathsheba,
floreció la tumba con unas buganvillas cortadas en el jardín del presbiterio.
Víctor Hugues, durante su primera visita a la casa de La Habana, había
hablado largamente de esa tumba del ignorado nieto de quien cayera, en la
suprema resistencia de Bizancio, muerto antes que profanado como lo fuese por
los otomanos vencedores el Patriarca Ecuménico. Ahora la encontraba ella, en el
lugar designado. Por sobre la piedra gris, marcada con el signo de la Cruz de
Constantino, una mano seguía ahora el lejano itinerario de otra mano, que
también hubiese hecho el gesto de buscar el hueco de las letras con las yemas
de los dedos... Por romper con un ceremonial inesperado, que ya parecía
prolongarse demasiado, Caleb Dexter observó: «Y pensar que haya venido a parar
a esta isla el último propietario legítimo de la Basílica de Santa Sofía...»
«Se hace tarde», dijo el cochero. «Sí; regresemos», dijo ella. Estaba admirada
de que su nombre hubiese podido surgir así, de pronto, en la tonta reflexión
del otro. Era una casualidad demasiado extraordinaria para no tomarse como un
anuncio, un aviso, una premonición. La esperaba un prodigioso destino. El
futuro se venía gestando secretamente desde que una Voluntad atronara, cierta
noche, las aldabas de la casa. Había palabras que no brotaban al azar. Un
misterioso poder las modelaba en las bocas de los oráculos. Sophia.”
El siglo de las luces
Alejo Carpentier
Seix Barral, Biblioteca Breve
Barcelona, 2001
págs. 349-359
Patrick “Paddy” Leigh Fermor |
El escritor, historiador y soldado británico y héroe
de la batalla de Creta, Patrick “Paddy” Leigh Fermor (1915), una vez acabada la
Segunda Guerra Mundial, decide realizar un viaje al Caribe. Viaje que se
traducirá en su primer libro: The traveler’s tree (1950).
Durante el viaje, Fermor se topó en la isla de
Barbados con una lápida del siglo XVII en la que pudo leer el siguiente
epitafio: Aquí descansa el cuerpo de Ferdinando Paleólogo, descendiente de la
dinastía imperial del último emperador de Grecia.
De regreso a Europa se lanza a reconstruir la historia
que hay detrás de la lápida: caída Constantinopla, los miembros de la casa real
–Paleólogos y Cantacuzenos- unos buscan la protección del Papa y de los Médicis,
otros se dirigen al este donde incluso llegarán a reinar en principados rumanos
y entroncar con la realeza rusa. Muerto el emperador Constantino XI Paleólogo
quedan dos hermanos, Demetrio y Tomás. El primero muere siendo monje en lo que
ya es Estambul y el segundo huye a Roma con la reliquia de la cabeza de San
Andrés. El Papa le concede una pensión vitalicia y sus tres hijos se educan en
Italia. El mayor, Andrés, se casa con una prostituta romana y muere en la
indigencia; ha tenido que vender hasta sus derechos dinásticos a los reyes de
Francia y Aragón. Al segundo, Manuel, no le irán mejor las cosas. Vuelve a
Estambul y el sultán le obsequia con dos mujeres, aunque Gibbon aclara que
“perdióse en el hábito y la religión de un esclavo turco”. El huésped de la
tumba de Barbados parece descender del tercer hijo, de Juan; pero todavía
faltan unos años hasta que la familia da el salto al Caribe. Sus descendientes
vivirán en Italia bajo el patrocinio de los Médicis hasta llegar Teodoro. Este
servirá en los Países Bajos como soldado de fortuna en la casa de Orange y
acabará sus días en Inglaterra. Es un hombre de porte aristocrático,
excepcionalmente alto, rasgos aguileños, y su único patrimonio es una vasta
cultura: puede leer a los griegos en su idioma, además de escribir en excelente
francés. Lo último que se sabe de él es que pasó sus años postreros como
huésped de Sir Nicholas Lower, miembro de una familia cultivada entre los que
se contaban Francis Bacon. Muere en 1636, pero la saga continúa: dos de sus
hijos combaten del lado de los realistas en la Guerra Civil Inglesa –uno de
ellos está enterrado en la abadía de Westminster- y Fernando, el hijo menor
–este es el hombre de la lápida - emigra a Barbados en busca de fortuna en una
pequeña plantación de piñas. Apenas se sabe nada más de él, tan sólo la
información que alumbra su epitafio, donde se explica que ejerció de capillero
de esa parroquia y que fue miembro de la junta durante veinte años. Murió en
Barbados el 3 de octubre de 1679.
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