costa de la península de Paria (Venezuela) |
Las Bocas del Dragón es el nombre genérico que reciben una serie de estrechos (hay cuatro “bocas”)
que separan el Golfo de Paria del Mar Caribe, en aguas entre Venezuela y
Trinidad y Tobago.
“...Hallábase frente a las Bocas del Dragón, en la noche
inmensamente estrellada, allí donde el Gran Almirante de Fernando e Isabel
viera el agua dulce trabada en pelea con
el agua salada desde los días de la Creación del Mundo. «La dulce empujaba a la
otra por que no entrase, y la salada por que la otra no saliese.» Pero, hoy
como ayer, los grandes troncos venidos de tierras adentro, arrancados por las
crecientes de Agosto, golpeados por las peñas, tomaban los rumbos del mar,
escapando al agua dulce para dispersarse sobre la inmensidad de la salada.
Veíalos flotar Esteban, hacia Trinidad, Tobago o las Granadinas, dibujados en
negro sobre estremecidas fosforescencias, como las largas, larguísimas barcas,
que no hacía tantos siglos hubiesen salido por estos mismos rumbos, en busca de
una Tierra Prometida. En aquella Edad de Piedra —tan reciente y tan actual para
muchos, no obstante— el Imperio del Norte era la obsesión de cuantos se
reunían, de noche, en torno a las hogueras. Y, sin embargo, era bien poco lo que
de él se sabía. Los pescadores tenían sus noticias de boca de otros pescadores,
que las tenían de otros pescadores de más lejos y más arriba, que las tenían a
su vez de otros más remotos. Pero los Objetos habían viajado, traídos por
trueques y navegaciones sin número. Estaban ahí, enigmáticos y solemnes, con
todo el misterio de su factura. Eran piedras pequeñas —¿y qué importaba el
tamaño?— que hablaban por sus formas; piedras que miraban, que desafiaban, que
reían o se crispaban en extrañas muecas, venidas de la tierra donde había
explanadas inmensas, baños de vírgenes, edificaciones nunca vistas. Poco a
poco, de tanto hablar del Imperio del Norte, los hombres fueron adquiriendo
sobre él derecho de propiedad. Tantas cosas habían creado las palabras, llevadas
de generación a generación, que esas cosas habían pasado a ser una suerte de
patrimonio colectivo. Aquel mundo distante era una Tierra-en-Espera, donde por
fuerza habría de instalarse un día el Pueblo Predilecto, cuando los signos
celestiales señalaran la hora de marchar. En espera de ello, la masa humana
engrosaba cada día aumentando el hormigueo de las gentes en la boca del
Río-sin-Término, del Río-Madre, situado a centenares de jornadas más al sur de
las Bocas del Dragón. Unas tribus habían bajado de sus serranías, abandonando
las aldeas donde se viviera desde tiempos inmemoriales. Otras habían desertado
la ribera derecha, en tanto que las de selvas adentro iban apareciendo, bajo
las lunas nuevas, saliendo de las espesuras por grupos extenuados, con el
deslumbramiento de quienes, durante largos meses, hubieran andado en penumbras
verdes, siguiendo los caños, sorteando las tuberas... La espera, sin embargo,
se prolongaba. Tan vasta iba a ser la empresa, tan largo el camino por
recorrer, que no acababan los caudillos de decidirse. Crecían los hijos y los
nietos, y aún estaban todos ahí, pululantes, inactivos, hablando de lo mismo,
contemplando los Objetos cuyo prestigio se acrecía con la espera. Y una noche,
según se recordaría siempre, una forma llameante cruzó el cielo, con un enorme
silbido, señalando el rumbo que los hombres se habían fijado desde mucho antes
para alcanzar el Imperio del Norte. Entonces la horda se puso en marcha,
dividida en centenares de escuadrones combatientes, penetrando en las tierras
ajenas. Todos los varones de otros pueblos eran exterminados, implacablemente,
conservándose sus mujeres para la proliferación de la raza conquistadora. Así
se crearon los idiomas: el de las hembras, lenguaje de cocina y de partos, y el
de los hombres, lenguaje de guerreros, cuyo conocimiento se tenía por un
privilegio soberano... Más de un siglo duró la marcha a través de selvas,
llanuras, desfiladeros, hasta que los invasores se encontraron frente al Mar.
Se tenían noticias de que las gentes de otros pueblos, sabedoras del terrible
avance de las del Sur, habían pasado a unas islas que existían, lejos aunque no
tan lejos, detrás del horizonte. Nuevos Objetos, semejantes a los conocidos,
indicaban que el Rumbo de las Islas era acaso el más señalado para alcanzar el
Imperio del Norte. Y como el tiempo no contaba, sino la idea fija de llegar
algún día a la Tierra-en-Espera, los hombres se detuvieron para aprender las
artes de la navegación. Las canoas rotas, dejadas en las playas, sirvieron de
modelos a las primeras que, con troncos ahuecados, fabricaron los invasores.
Pero, como habría que afrontar largas distancias, comenzaron a hacerlas cada
vez más grandes y espigadas, de mayor eslora, con altas y afiladas proas, donde
cabían hasta sesenta hombres. Y un día, los tataranietos de quienes habían
iniciado la migración terrestre, iniciaron la migración marítima partiendo, por
grupos de barcas, a la descubierta de las islas. Tarea fácil les fue cruzar los
estrechos, burlar las corrientes, saltando de tierra en tierra y matando a sus
habitantes —mansos agricultores y pescadores que ignoraban las artes de la
guerra. De isla en isla iban avanzando los marineros, cada vez más expertos y
más audaces, habituados a guiarse ya por la posición de los astros. A medida que
proseguían su ruta, crecían ante sus ojos las torres, las explanadas, los
edificios, del Imperio del Norte. Se le sentía próximo, con aquellas islas que
crecían, tornándose cada vez más montañosas y ricas. Dentro de tres islas, de
dos islas, acaso de una —y contábase por islas— se llegaría por fin a la
Tierra-en-Espera. Ya estaban las vanguardias en la mayor de todas —acaso última
etapa. No se destinaban ya las maravillas próximas a los nietos de los
invasores. Eran estos ojos que tengo, los que las contemplarían. Y de sólo
pensarlo, se apretaba el ritmo de las salomas y los remos, por filas, se
hundían en el mar, impulsados por manos impacientes.”
El siglo de las luces
Alejo Carpentier
Seix Barral, Biblioteca Breve
Barcelona, 2001
págs. 283-286
ruta tercer viaje de Cristóbal Colón |
“Y plugo a Nuestro Señor de me dar viento, y atravesé pore sa boca
adentro ; y luego halle tranquilidad, y por açertamiento se sacó del agua de la
mar y la halle dulce.
(…) …llegando a la dicha boca a la ora de tercia, halló una gran
pelea entre el agua dulce por salir a la mar, y el agua salada de la mar, por
entrar dentro en el golpho, y era tan rezia y temerosa, que levantava una gran
loma, como un cerro muy alto, y con esto traían un roído y estruendo amgas
aguas, de levante a poniente, muy largo y espantoso ,, con hilero de aguas, y
tras uno venían cuatro hileros unos tras otrro, que hacían corrientes que peleavan
; donde pensaron perecer, no menos que en la otra boca de la Sierpe del cabo
del Arenal, cuando entravan en el golpho…Temieron, calmado el viento, no lo
echase el agua dulce o salada a dar en las peñas con sus Corrientes, donde no
tuviesen algún remedio…”
Los cuatro
viajes. Testamento
Cristóbal Colón
“Llegando a
la dicha boca a la hora tercia, halló una gran pelea entre el agua dulce por
salir a la mar, y el agua salada de la mar por entrar dentro en el golfo, y era
tan recia y temerosa, que levantaba una gran loma, como un cerro muy alto, y
con esto traían un roído y estruendo ambas aguas de Levante y Poniente, muy
largo y espantoso, con hileros uno tras otro, que hacían Corrientes que
peleaban ; donde pensaron perecer , no menos que en la otra boca de la Sierpe
del Cabo Arenal, Cuando entraban en el golfo….Dicen que dijo aquí el Almirante,
aunque no lo halle escripto de su mano, como halle lo susodicho, que si de allí
se escapaban de la boca del drago, y po resto se le quedó este nombre, y con razón…Así
salió, lunes, 13 de agosto (de 1498)”
Historia de
Indias, Obras escogidas
Fray Bartolomé de las Casas
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