4 de gen. 2016

conciencia e identidad de América



Discurso pronunciado por Alejo Carpentier en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela el 15 de mayo de 1975, en el acto que en su honor fue organizado por la misma Universidad, el Ateneo de Caracas, la Asociación de Escritores Venezolanos y la Asociación Venezolana de Periodistas.

“Los latinoamericanos de mi generación conocieron un raro destino que bastaría por sí solo, para diferenciarlos de los hombres de Europa: nacieron, crecieron, maduraron, en función del concreto armado... Mientras el hombre de Europa nacía, crecía, maduraba, entre piedras seculares, edificaciones viejas, apenas acrecidas o anacronizadas por alguna tímida innovación arquitectónica, el latinoamericano nacido en los albores de este siglo de prodigiosos inventos, mutaciones, revoluciones, abría los ojos en el ámbito de ciudades que, casi totalmente inmovilizadas desde los siglos XVII o XVIII, con un lentísimo aumento de población, empezaban a agigantarse, a extenderse, a alargarse, a elevarse, al ritmo de las mezcladoras de concreto. Parecida a La Habana de Humboldt era todavía la que transité en mi infancia; el México que visité en 1926 era, todavía, el de Porfirio Díaz; muy semejante aún a la Caracas que describió José Martí, fue la Caracas que conocí en 1945.
Y, de repente, he aquí que las amodorradas capitales nuestras se hacen ciudades de verdad (anárquicas en su desarrollo repentino, anárquicas en su trazado, excesivas, irrespetuosas, en su afán de demoler para reemplazar) y el hombre nuestro, consustanciado con la urbe, se nos hace hombre-ciudad, hombre-ciudad-del-siglo-XX valga decir: hombre-Historia­del-siglo-XX, dentro de poblaciones que rompen con sus viejos marcos tradicionales, pasan, en pocos años, por las más tremendas crisis de adolescencia y comienzan a afirmarse con características propias, aunque en atmósfera caótica y desaforada.
El latinoamericano vio surgir una nueva realidad en esta época, realidad en la que fue juez y parte, animador y protagonista, espectador atónito y actor de primer plano, testigo y cronista, denunciante o denunciado. “Nada de lo circundante me es ajeno”, hubiese podido decir, parafraseando al humanista renacentista. “Esto lo hice yo, aquello, lo vi construir; lo de más allá, lo padecí o lo maldije. Pero formé parte del espectáculo —bien como primera figura, bien como corista o comparsa... ” Pero, plantado el decorado, puestas las bambalinas, colgados los telones, hay que ver, ahora, lo que habrá de representarse —comedia, drama o tragedia— en el vasto teatro de concreto armado.
Y ahí es donde se plantea el verdadero problema: ¿Con qué actores habremos de contar? ¿Quiénes serán esos actores?... Y para empezar... ¿quién soy yo, qué papel seré capaz de desempeñar, y, más que nada... qué papel me toca desempeñar?... Eterna revivencia del “conócete a ti mismo”. Pero, de un “conócete a ti mismo” que se formula, por primera dificultad, en un mundo —el que circunda nuestras ambiciosas e irreverentes ciudades modernas— que, para decirlo francamente, conocíamos muy mal hasta ahora, y que solo ahora (de pocos años a esta parte: medio siglo apenas) estamos empezando a calar en profundidad. Lejos quedaron los días en que los famosos y engreídos “científicos” de Porfirio Díaz, en fechas de conmemoración del centenario de la independencia mexicana, proclamaban intrépidamente que estaban despejados todos los enigmas de nuestro pasado precolombino. Lejos quedaron los días en que contemplábamos nuestros grandes hombres de ayer desde el mirador único de una devoción que excluía todo enfoque crítico, con lo inmediato y contingente ... Lejos quedaron los tiempos en que veíamos nuestra historia como una mera crónica de acciones militares, cuadros de batallas, intrigas palaciegas, encumbramientos y derrocamientos, en textos ignorantes del factor económico, étnico, telúrico, de todas aquellas realidades subyacentes, de todas aquellas pulsiones soterradas, de todas las presiones y apetencias foráneas —imperialistas, por decirlo todo— que hacían de nuestra historia “una historia distinta a las demás historias del mundo”. Historia distinta, desde un principio, puesto que este suelo americano fue teatro del más sensacional encuentro étnico que registran los anales de nuestro planeta: encuentro del indio, del negro, y del europeo de tez más o menos clara, destinados, en lo adelante, a mezclarse, entremezclarse, establecer simbiosis de culturas, de creencias, de artes populares, en el más tremendo mestizaje que haya podido contemplarse nunca ... “Tenemos que ser originales” —solía decir Simón Rodríguez, maestro del Libertador... Pero, cuando tales palabras pronunciaba, no había que hacer ya el menor esfuerzo por ser originales —pues éramos, ya, originales, de hecho y de derecho, mucho antes de que el concepto de originalidad se nos hubiese ofrecido como meta.
No incurre en vana jactancia americanista quien puede afirmar hoy, en perfecto conocimiento de causa que, antes de que lo contemplaran los conquistadores españoles sin entenderlo, se nos ofrecía en el Templo de Mida, en México, la perfecta culminación de un arte abstracto largamente madurado —arte abstracto que no se debía a un mero intento de ornamentación geométrica, simétrica y reiterada, sino a la disposición perfectamente deliberada de composiciones abstractas, de idéntico tamaño, jamás repetidas, vistas, cada una, “como un valor plástico” completo, independiente y cerrado. No es necesario ser guiado por un excesivo amor a nuestra América, para reconocer que en las pinturas que adornan el templo de Bonampak, en Yucatán, se nos presentan figuras humanas en escorzos de una audacia desconocida por la pintura europea de la misma época —escorzos que se aparean, con muchos años de anterioridad, con el de un Cristo de Mantegna,  por ejemplo. Y eso no es todo: solo ahora estamos empezando a ahondar en la maravillosa poesía náhuad y estamos comenzando a percibir el singular y profundo trasfondo filosófico de las grandes cosmogonías y mitos originales de América.
Y eso no es todo. Sin demorarnos en ejemplos que podrían multiplicarse al infinito, desde los días de la Conquista y de la Colonia, vemos afirmarse, de cien maneras, la originalidad y audacia del hombre americano en obras de muy distinto carácter. Es aquí, en este continente nuestro, donde jamás entraron el románico ni el gótico, donde la arquitectura barroca halló sus expresiones más diversas y completas —en México, a todo lo largo del espinazo andino— con el empleo de materiales polícromos, el uso de técnicas perfeccionadas por el artesano indio, que desconocieron los arquitectos europeos. Es aquí, en este suelo, donde, con las ininterrumpidas sublevaciones de indios y de negros (desde los tempranos días del siglo XVI), con los Comuneros de la Nueva Granada, con la gesta de un Túpac Amaru, hasta alcanzarse los tiempos de nuestras grandes luchas por la independencia, se asistió a las primeras guerras anticoloniales —pues fueron fundamentalmente guerras anticoloniales— de la historia moderna... y, por andar a saltos, sin detenerme en tal o cual muestra de nuestra originalidad, cabría recordar, en este año que se ha denominado “Año de la Mujer”, que el primer documento enérgicamente feminista, resueltamente feminista (documento en que para la mujer se reclama el derecho de acceso a las ciencias, a la enseñanza, a la política, a una igualdad de condición social y cultural opuesta al “machismo” que harto se contempla en nuestro continente ...), ese documento se debe (en 1695) a la portentosa mexicana sor Juana Inés de la Cruz —autora, sea dicho de paso, de poemas “negros” que, por el acento, se anticipan de modo increíble a ciertos poemas de Nicolás Guillén, el gran poeta a quien escucharon ustedes, hace poco, en este mismo paraninfo.
Mucho, mucho, mucho, podría hablarse de todo esto. Sobran ejemplos gratos de citar. Nuestros libertadores, nuestros maestros en el pensamiento, nos han legado millares de páginas colmadas de observaciones, de análisis, de consideraciones, de advertencias, que nos dejan atónitos por su actualidad, por su vigencia, por lo que de aplicable tienen para el presente... Y ahora que, desde hace algo más de un siglo, se nos ha abierto cabalmente, con la obra de Marx, el vasto continente de una historia que apenas si habíamos entrevisto anteriormente; ahora que, disponiendo de un instrumental analítico que ha transformado la historia en una ciencia, podemos considerar el pasado desde nuevos ángulos, comprobando verdades que habían pasado inadvertidas para nuestros mayores, es cuando el “hombre-ciudad-siglo xx”, el hombre nacido, crecido, formado, en nuestras proliferantes ciudades de concreto armado, ciudades de América Latina, tiene el deber ineludible de conocer a sus clásicos americanos, de releerlos, de meditarlos, para hallar sus raíces, sus árboles genealógicos de palmera, de apamate o de ceiba, para tratar de saber “quién es, qué es”, y qué papel habrá de desempeñar, en absoluta identificación consigo mismo, en los vastos y turbulentos escenarios donde, en la actualidad, se están representando las comedias, dramas, tragedias —sangrientas y multitudinarias tragedias— de nuestro continente.
Hombre que ha crecido con La Habana del siglo XX, hombre que ha visto crecer la Caracas del siglo xx —hombre que ha visto crecer esta Universidad, que ha visto construirse el stábile de Calder, que se abre perennemente sobre nuestras cabezas en este anfiteatro, no sabría agradecer con palabras de mero protocolo la muestra de afecto y estimación que en este lugar se me ofrece esta noche. Decir que estoy emocionado es poco. Mejor y más valedero es decir que esta noche quedará inscrita en cifras capitales en la cronología de mi existencia, ahora que acabo de doblar el temible cabo de los setenta años en el reino de este mundo... E inútil resulta decir que agradezco profundamente a mi amigo Alexis Márquez Rodríguez las palabras que acerca de mi persona, trayectoria y obra, acaba de pronunciar.
Y se las agradezco tanto más, si se tiene en cuenta que ha dicho cosas, acerca de mí, que pertenecen a la categoría de aquellas que no puede pronunciar un escritor, acerca de sí mismo, habiendo de esperar que la sagacidad crítica de otros subrayen ciertos hechos que tienen una enorme importancia para la persona, objeto de la crítica. Señaló Alexis Márquez Rodríguez, para satisfacción mía, lo confieso, que en mis escritos —desde los de mi primera juventud— se observa una cierta unidad de propósitos y de anhelos. Valga decir que poco me aparté de una trayectoria ideológica y política que ya se había afirmado en mí cuando, allá por el año 1925, escribí un artículo sobre la admirable novela soviética El tren blindado 14-69, de Vsevolod Ivanov, donde decía lo que podría repetir ahora si hubiese de expresar mi pensamiento, mis convicciones, ante el proceso y las contingencias de la época que ahora estamos viviendo ... Es cierto —me enorgullezco de ello— que tuve una temprana visión de América y del porvenir de América (me refiero, desde luego, a aquella América que José Martí llamara “Nuestra América”)... Pero... ¿En esto tenía yo acaso mucho mérito?... No lo creo. Tuve suerte, eso sí. La maravillosa suerte de haberme topado, al llegar a La Habana, lleno de juveniles ambiciones, luego de una infancia campesina, con hombres a quienes pude considerar en el acto —a pesar de su juventud— como maestros verdaderos. Y esos maestros fueron Julio Antonio Mella, el admirable, que, tempranamente madurado por las agitaciones universitarias de la época, fundó, en 1925, con Carlos Baliño, el Partido Comunista de Cuba; Rubén Martínez Villena, magnífico poeta que, un buen día, renunció a todo halago literario para consagrarse a una lucha que fue determinante en el proceso revolucionario que condujo al derrocamiento y fuga del dictador Gerardo Machado, en 1933; Juan Marinello, hoy más activo y enérgico que nunca, a pesar de haber doblado, hace tiempo, el cabo de los 70 años —entregado totalmente al servicio de la Revolución con la que siempre había soñado— y que me reveló la grandeza y la profundidad de la obra martiana que (triste es reconocerlo) era bastante poco conocida en la Cuba de los años 20, por no existir aún, de esa obra, ediciones satisfactorias ni completas... Con tales maestros anduve, y junto a ellos aprendí a pensar. Y resulta interesante recordar que ya en 1927, podía yo firmar con tales hombres un manifiesto premonitorio, donde nos comprometíamos a laborar:
Por la revisión de los valores falsos y gastados.
Por el arte vernáculo y, en general, por el arte nuevo en sus diversas manifestaciones.
Por la reforma de la enseñanza pública.
Por la independencia económica de Cuba, y contra el imperialismo yanqui.
Contra las dictaduras políticas unipersonales en el mundo, en América, en Cuba.
Por la cordialidad y la unión latinoamericanas.
Al firmar ese documento no nos atrevíamos a soñar con que, estando todavía en vida, veríamos realizados tales anhelos que se nos mostraban sumamente lejanos, remotos, contrariados de antemano —lo creían muchos— por una fatalidad geográfica, y que veríamos cumplidos, en el alba del año 1959, con el triunfo de la Revolución Cubana, y la reafirmación de ese triunfo en la decisiva y trascendental Batalla de Playa Girón, primera gran victoria de una nación de nuestra América mestiza (como la llamara más de una vez, con orgullo, José Martí) contra el más temible de los imperialismos ... (“El del gigante con botas de las siete leguas que nos desprecia”... —y vuelvo a citar a José Martí.)
Algunos se sorprendieron, lo sé, de que en los comienzos del año 1959, hallándome tan feliz entre vosotros, estando tan incorporado a la vida venezolana, habiendo aprendido tanto de vuestra naturaleza, de vuestra historia, de vuestras tradiciones tan profundamente latinoamericanas, haya roto bruscamente con una trayectoria venezolana de catorce años, para regresar repentinamente a mi país... Pero había voces que me llamaban. Voces que habían vuelto a alzarse sobre la tierra que las había sepultado. Eran las voces de Julio Antonio Mella, de Rubén Martínez Villena, de Pablo de la Torriente Brau, de tantos otros que habían caído en una larga, tenaz y cruenta lucha. Y eran las voces, vivas aún, y bien vivas, de Juan Marinello, de Nicolás Guillén, de Raúl Roa, y de tantos más que habían entregado su energía, su experiencia, sus conocimientos, su entusiasmo, a la gran obra revolucionaria que se había venido gestando desde la histórica y trascendental jornada del 26 de Julio de 1953, con el asalto al Cuartel Moncada, mandado por quien, interrogado meses después acerca de los móviles inspiradores de su acción, habría de responder sencillamente: “Fuimos guiados por el pensamiento de José Martí.” Oí las voces que habían vuelto a sonar, devolviéndome a mi adolescencia; escuché las voces nuevas que ahora sonaban, y creí que era mi deber poner mis energías, mis capacidades —si es que las tenía— al servicio del gran quehacer histórico latinoamericano que en mi país se estaba llevando adelante.
Y ese quehacer estaba profundamente enraizado en la historia misma de Cuba, en su pasado, en el pensamiento ecuménicamente latinoamericano de José Martí, para quien nada que fuese latinoamericano hubiese sido nunca ajeno. Respondía a una tradición que se remontaba a los días en que un primer intento de liberación de Cuba, mediante una guerra anticolonial contra el poderío español se hubiese gestado en el seno de una sociedad secreta que no por mera casualidad ostentaba el nombre de “Los Rayos y Soles de Bolívar”... De ahí que, ante la elocuente imagen de un pasado cristalizado en acción presente, en realidad actual y tangible, se hubiese intensificado de tal modo, en la Cuba de hoy, no solo el estudio de la historia de la patria, sino la historia toda del continente, convencidos como lo estamos de que nada latinoamericano puede sernos indiferente, y que las luchas, los logros, los dramas, las caídas y los triunfos, de las naciones hermanas del continente, son acontecimientos que nos conciernen directamente, y promueven nuestro júbilo o nuestra congoja, según se ofrezcan al mundo para motivo de gozo o de momentáneo desconsuelo.
No sé hasta qué punto los jóvenes latinoamericanos de hoy se complacen en el estudio sistemático, científico, de su propia historia. Es probable que la estudien muy bien y sepan sacar fecundas enseñanzas de un pasado mucho más presente de lo que suele creerse, en este continente, donde ciertos hechos lamentables suelen repetirse, más al norte, más al sur, con cíclica insistencia. Pero, piensen siempre —tengan siempre presente— que, en nuestro mundo, no basta con conocer a fondo la historia patria para cobrar una verdadera y auténtica conciencia latinoamericana. Nuestros destinos están ligados ante los mismos enemigos internos y externos, ante iguales contingencias. Víctimas podemos ser de un mismo adversario. De ahí que la historia de nuestra América haya de ser estudiada como una gran unidad, como la de un conjunto de células inseparables unas de otras, para acabar de entender realmente lo que somos,  quiénes somos,  y qué papel es el que habremos de desempeñar en la realidad que nos circunda y da un sentido a nuestros destinos. Decía José Martí en 1893, dos años antes de su muerte: “Ni el libro europeo, ni el libro yanki, nos darán la clave del enigma hispanoamericano”, añadiendo más adelante: “Es preciso ser a la vez el hombre de su época y el de su pueblo, pero hay que ser ante todo el hombre de su pueblo.” Y para entender ese pueblo —esos pueblos— es preciso conocer su historia a fondo, añadiría yo.
En cuanto a mí, a modo de resumen de mis aspiraciones presentes, citaré una frase de Montaigne que siempre me ha impresionado por su sencilla belleza: “No hay mejor destino para el hombre que el de desempeñar cabalmente su oficio de Hombre.”
Ese “oficio de hombre”, he tratado de desempeñarlo lo mejor posible. En eso estoy, y en eso seguiré, en el seno de una revolución que me hizo encontrarme a mí mismo en el contexto de un pueblo. Para mí terminaron los tiempos de la “soledad”. Empezaron los tiempos de la “solidaridad”.
Porque, como bien lo dijo un clásico: “Hay sociedades que trabajan para ‘el individuo’. Y hay sociedades que trabajan para ‘el hombre’.” Hombre soy, y solo me siento hombre cuando mi pálpito, mi pulsión profunda, se sincronizan con el pálpito, la pulsión, de todos los hombres que me rodean.”


Alejo Carpentier

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