Discurso pronunciado por Alejo Carpentier en el Aula Magna de la Universidad Central de
Venezuela el 15 de mayo de 1975, en el acto que en su honor fue organizado por
la misma Universidad, el Ateneo de Caracas, la Asociación de Escritores
Venezolanos y la Asociación Venezolana de Periodistas.
“Los
latinoamericanos de mi generación conocieron un raro destino que bastaría por
sí solo, para diferenciarlos de los hombres de Europa: nacieron, crecieron,
maduraron, en función del concreto armado... Mientras el hombre de Europa
nacía, crecía, maduraba, entre piedras seculares, edificaciones viejas, apenas
acrecidas o anacronizadas por alguna tímida innovación arquitectónica, el
latinoamericano nacido en los albores de este siglo de prodigiosos inventos,
mutaciones, revoluciones, abría los ojos en el ámbito de ciudades que, casi
totalmente inmovilizadas desde los siglos XVII o XVIII, con un lentísimo
aumento de población, empezaban a agigantarse, a extenderse, a alargarse, a
elevarse, al ritmo de las mezcladoras de concreto. Parecida a La Habana de
Humboldt era todavía la que transité en mi infancia; el México que visité en
1926 era, todavía, el de Porfirio Díaz; muy semejante aún a la Caracas que
describió José Martí, fue la Caracas que conocí en 1945.
Y, de repente,
he aquí que las amodorradas capitales nuestras se hacen ciudades de verdad
(anárquicas en su desarrollo repentino, anárquicas en su trazado, excesivas,
irrespetuosas, en su afán de demoler para reemplazar) y el hombre nuestro,
consustanciado con la urbe, se nos hace hombre-ciudad,
hombre-ciudad-del-siglo-XX valga decir: hombre-Historiadel-siglo-XX, dentro de
poblaciones que rompen con sus viejos marcos tradicionales, pasan, en pocos
años, por las más tremendas crisis de adolescencia y comienzan a afirmarse con
características propias, aunque en atmósfera caótica y desaforada.
El
latinoamericano vio surgir una nueva realidad en esta época, realidad en la que
fue juez y parte, animador y protagonista, espectador atónito y actor de primer
plano, testigo y cronista, denunciante o denunciado. “Nada de lo circundante me
es ajeno”, hubiese podido decir, parafraseando al humanista renacentista. “Esto
lo hice yo, aquello, lo vi construir; lo de más allá, lo padecí o lo maldije.
Pero formé parte del espectáculo —bien como primera figura, bien como corista o
comparsa... ” Pero, plantado el decorado, puestas las bambalinas, colgados los
telones, hay que ver, ahora, lo que habrá de representarse —comedia, drama o
tragedia— en el vasto teatro de concreto armado.
Y ahí es donde
se plantea el verdadero problema: ¿Con qué actores habremos de contar? ¿Quiénes
serán esos actores?... Y para empezar... ¿quién soy yo, qué papel seré capaz de
desempeñar, y, más que nada... qué papel me toca desempeñar?... Eterna revivencia
del “conócete a ti mismo”. Pero, de un “conócete a ti mismo” que se formula,
por primera dificultad, en un mundo —el que circunda nuestras ambiciosas e
irreverentes ciudades modernas— que, para decirlo francamente, conocíamos muy
mal hasta ahora, y que solo ahora (de pocos años a esta parte: medio siglo
apenas) estamos empezando a calar en profundidad. Lejos quedaron los días en
que los famosos y engreídos “científicos” de Porfirio Díaz, en fechas de
conmemoración del centenario de la independencia mexicana, proclamaban
intrépidamente que estaban despejados todos los enigmas de nuestro pasado
precolombino. Lejos quedaron los días en que contemplábamos nuestros grandes
hombres de ayer desde el mirador único de una devoción que excluía todo enfoque
crítico, con lo inmediato y contingente ... Lejos quedaron los tiempos en que
veíamos nuestra historia como una mera crónica de acciones militares, cuadros
de batallas, intrigas palaciegas, encumbramientos y derrocamientos, en textos
ignorantes del factor económico, étnico, telúrico, de todas aquellas realidades
subyacentes, de todas aquellas pulsiones soterradas, de todas las presiones y
apetencias foráneas —imperialistas, por decirlo todo— que hacían de nuestra
historia “una historia distinta a las demás historias del mundo”. Historia
distinta, desde un principio, puesto que este suelo americano fue teatro del
más sensacional encuentro étnico que registran los anales de nuestro planeta:
encuentro del indio, del negro, y del europeo de tez más o menos clara, destinados,
en lo adelante, a mezclarse, entremezclarse, establecer simbiosis de culturas,
de creencias, de artes populares, en el más tremendo mestizaje que haya podido
contemplarse nunca ... “Tenemos que ser originales” —solía decir Simón
Rodríguez, maestro del Libertador... Pero, cuando tales palabras pronunciaba,
no había que hacer ya el menor esfuerzo por ser originales —pues éramos, ya,
originales, de hecho y de derecho, mucho antes de que el concepto de
originalidad se nos hubiese ofrecido como meta.
No incurre en
vana jactancia americanista quien puede afirmar hoy, en perfecto conocimiento
de causa que, antes de que lo contemplaran los conquistadores españoles sin
entenderlo, se nos ofrecía en el Templo de Mida, en México, la perfecta
culminación de un arte abstracto largamente madurado —arte abstracto que no se
debía a un mero intento de ornamentación geométrica, simétrica y reiterada,
sino a la disposición perfectamente deliberada de composiciones abstractas, de
idéntico tamaño, jamás repetidas, vistas, cada una, “como un valor plástico”
completo, independiente y cerrado. No es necesario ser guiado por un excesivo
amor a nuestra América, para reconocer que en las pinturas que adornan el
templo de Bonampak, en Yucatán, se nos presentan figuras humanas en escorzos de
una audacia desconocida por la pintura europea de la misma época —escorzos que
se aparean, con muchos años de anterioridad, con el de un Cristo de Mantegna, por ejemplo. Y eso no es todo: solo ahora
estamos empezando a ahondar en la maravillosa poesía náhuad y estamos
comenzando a percibir el singular y profundo trasfondo filosófico de las
grandes cosmogonías y mitos originales de América.
Y eso no es
todo. Sin demorarnos en ejemplos que podrían multiplicarse al infinito, desde
los días de la Conquista y de la Colonia, vemos afirmarse, de cien maneras, la
originalidad y audacia del hombre americano en obras de muy distinto carácter.
Es aquí, en este continente nuestro, donde jamás entraron el románico ni el
gótico, donde la arquitectura barroca halló sus expresiones más diversas y
completas —en México, a todo lo largo del espinazo andino— con el empleo de
materiales polícromos, el uso de técnicas perfeccionadas por el artesano indio,
que desconocieron los arquitectos europeos. Es aquí, en este suelo, donde, con
las ininterrumpidas sublevaciones de indios y de negros (desde los tempranos
días del siglo XVI), con los Comuneros de la Nueva Granada, con la gesta de un
Túpac Amaru, hasta alcanzarse los tiempos de nuestras grandes luchas por la
independencia, se asistió a las primeras guerras anticoloniales —pues fueron
fundamentalmente guerras anticoloniales— de la historia moderna... y, por andar
a saltos, sin detenerme en tal o cual muestra de nuestra originalidad, cabría
recordar, en este año que se ha denominado “Año de la Mujer”, que el primer
documento enérgicamente feminista, resueltamente feminista (documento en que
para la mujer se reclama el derecho de acceso a las ciencias, a la enseñanza, a
la política, a una igualdad de condición social y cultural opuesta al
“machismo” que harto se contempla en nuestro continente ...), ese documento se
debe (en 1695) a la portentosa mexicana sor Juana Inés de la Cruz —autora, sea
dicho de paso, de poemas “negros” que, por el acento, se anticipan de modo
increíble a ciertos poemas de Nicolás Guillén, el gran poeta a quien escucharon
ustedes, hace poco, en este mismo paraninfo.
Mucho, mucho,
mucho, podría hablarse de todo esto. Sobran ejemplos gratos de citar. Nuestros
libertadores, nuestros maestros en el pensamiento, nos han legado millares de
páginas colmadas de observaciones, de análisis, de consideraciones, de
advertencias, que nos dejan atónitos por su actualidad, por su vigencia, por lo
que de aplicable tienen para el presente... Y ahora que, desde hace algo más de
un siglo, se nos ha abierto cabalmente, con la obra de Marx, el vasto
continente de una historia que apenas si habíamos entrevisto anteriormente;
ahora que, disponiendo de un instrumental analítico que ha transformado la
historia en una ciencia, podemos considerar el pasado desde nuevos ángulos,
comprobando verdades que habían pasado inadvertidas para nuestros mayores, es
cuando el “hombre-ciudad-siglo xx”, el hombre nacido, crecido, formado, en
nuestras proliferantes ciudades de concreto armado, ciudades de América Latina,
tiene el deber ineludible de conocer a sus clásicos americanos, de releerlos,
de meditarlos, para hallar sus raíces, sus árboles genealógicos de palmera, de
apamate o de ceiba, para tratar de saber “quién es, qué es”, y qué papel habrá
de desempeñar, en absoluta identificación consigo mismo, en los vastos y
turbulentos escenarios donde, en la actualidad, se están representando las
comedias, dramas, tragedias —sangrientas y multitudinarias tragedias— de
nuestro continente.
Hombre que ha
crecido con La Habana del siglo XX, hombre que ha visto crecer la Caracas del
siglo xx —hombre que ha visto crecer esta Universidad, que ha visto construirse
el stábile de Calder, que se abre perennemente sobre nuestras cabezas en este
anfiteatro, no sabría agradecer con palabras de mero protocolo la muestra de
afecto y estimación que en este lugar se me ofrece esta noche. Decir que estoy
emocionado es poco. Mejor y más valedero es decir que esta noche quedará
inscrita en cifras capitales en la cronología de mi existencia, ahora que acabo
de doblar el temible cabo de los setenta años en el reino de este mundo... E
inútil resulta decir que agradezco profundamente a mi amigo Alexis Márquez
Rodríguez las palabras que acerca de mi persona, trayectoria y obra, acaba de
pronunciar.
Y se las
agradezco tanto más, si se tiene en cuenta que ha dicho cosas, acerca de mí,
que pertenecen a la categoría de aquellas que no puede pronunciar un escritor,
acerca de sí mismo, habiendo de esperar que la sagacidad crítica de otros
subrayen ciertos hechos que tienen una enorme importancia para la persona,
objeto de la crítica. Señaló Alexis Márquez Rodríguez, para satisfacción mía,
lo confieso, que en mis escritos —desde los de mi primera juventud— se observa
una cierta unidad de propósitos y de anhelos. Valga decir que poco me aparté de
una trayectoria ideológica y política que ya se había afirmado en mí cuando,
allá por el año 1925, escribí un artículo sobre la admirable novela soviética El tren blindado 14-69, de Vsevolod Ivanov, donde decía lo que podría repetir ahora
si hubiese de expresar mi pensamiento, mis convicciones, ante el proceso y las
contingencias de la época que ahora estamos viviendo ... Es cierto —me
enorgullezco de ello— que tuve una temprana visión de América y del porvenir de
América (me refiero, desde luego, a aquella América que José Martí llamara
“Nuestra América”)... Pero... ¿En esto tenía yo acaso mucho mérito?... No lo
creo. Tuve suerte, eso sí. La maravillosa suerte de haberme topado, al llegar a
La Habana, lleno de juveniles ambiciones, luego de una infancia campesina, con
hombres a quienes pude considerar en el acto —a pesar de su juventud— como
maestros verdaderos. Y esos maestros fueron Julio Antonio Mella, el admirable,
que, tempranamente madurado por las agitaciones universitarias de la época,
fundó, en 1925, con Carlos Baliño, el Partido Comunista de Cuba; Rubén Martínez
Villena, magnífico poeta que, un buen día, renunció a todo halago literario
para consagrarse a una lucha que fue determinante en el proceso revolucionario
que condujo al derrocamiento y fuga del dictador Gerardo Machado, en 1933; Juan
Marinello, hoy más activo y enérgico que nunca, a pesar de haber doblado, hace
tiempo, el cabo de los 70 años —entregado totalmente al servicio de la
Revolución con la que siempre había soñado— y que me reveló la grandeza y la
profundidad de la obra martiana que (triste es reconocerlo) era bastante poco
conocida en la Cuba de los años 20, por no existir aún, de esa obra, ediciones
satisfactorias ni completas... Con tales maestros anduve, y junto a ellos
aprendí a pensar. Y resulta interesante recordar que ya en 1927, podía yo
firmar con tales hombres un manifiesto premonitorio, donde nos comprometíamos a
laborar:
Por la
revisión de los valores falsos y gastados.
Por el arte
vernáculo y, en general, por el arte nuevo en sus diversas manifestaciones.
Por la reforma
de la enseñanza pública.
Por la
independencia económica de Cuba, y contra el imperialismo yanqui.
Contra las
dictaduras políticas unipersonales en el mundo, en América, en Cuba.
Por la
cordialidad y la unión latinoamericanas.
Al firmar ese
documento no nos atrevíamos a soñar con que, estando todavía en vida, veríamos
realizados tales anhelos que se nos mostraban sumamente lejanos, remotos, contrariados
de antemano —lo creían muchos— por una fatalidad geográfica, y que veríamos
cumplidos, en el alba del año 1959, con el triunfo de la Revolución Cubana, y
la reafirmación de ese triunfo en la decisiva y trascendental Batalla de Playa
Girón, primera gran victoria de una nación de nuestra América mestiza (como la
llamara más de una vez, con orgullo, José Martí) contra el más temible de los
imperialismos ... (“El del gigante con botas de las siete leguas que nos
desprecia”... —y vuelvo a citar a José Martí.)
Algunos se
sorprendieron, lo sé, de que en los comienzos del año 1959, hallándome tan
feliz entre vosotros, estando tan incorporado a la vida venezolana, habiendo
aprendido tanto de vuestra naturaleza, de vuestra historia, de vuestras
tradiciones tan profundamente latinoamericanas, haya roto bruscamente con una
trayectoria venezolana de catorce años, para regresar repentinamente a mi
país... Pero había voces que me llamaban. Voces que habían vuelto a alzarse
sobre la tierra que las había sepultado. Eran las voces de Julio Antonio Mella,
de Rubén Martínez Villena, de Pablo de la Torriente Brau, de tantos otros que
habían caído en una larga, tenaz y cruenta lucha. Y eran las voces, vivas aún,
y bien vivas, de Juan Marinello, de Nicolás Guillén, de Raúl Roa, y de tantos
más que habían entregado su energía, su experiencia, sus conocimientos, su
entusiasmo, a la gran obra revolucionaria que se había venido gestando desde la
histórica y trascendental jornada del 26 de Julio de 1953, con el asalto al
Cuartel Moncada, mandado por quien, interrogado meses después acerca de los
móviles inspiradores de su acción, habría de responder sencillamente: “Fuimos
guiados por el pensamiento de José Martí.” Oí las voces que habían vuelto a
sonar, devolviéndome a mi adolescencia; escuché las voces nuevas que ahora
sonaban, y creí que era mi deber poner mis energías, mis capacidades —si es que
las tenía— al servicio del gran quehacer histórico latinoamericano que en mi
país se estaba llevando adelante.
Y ese quehacer
estaba profundamente enraizado en la historia misma de Cuba, en su pasado, en
el pensamiento ecuménicamente latinoamericano de José Martí, para quien nada
que fuese latinoamericano hubiese sido nunca ajeno. Respondía a una tradición
que se remontaba a los días en que un primer intento de liberación de Cuba,
mediante una guerra anticolonial contra el poderío español se hubiese gestado
en el seno de una sociedad secreta que no por mera casualidad ostentaba el
nombre de “Los Rayos y Soles de Bolívar”... De ahí que, ante la elocuente
imagen de un pasado cristalizado en acción presente, en realidad actual y
tangible, se hubiese intensificado de tal modo, en la Cuba de hoy, no solo el
estudio de la historia de la patria, sino la historia toda del continente,
convencidos como lo estamos de que nada latinoamericano puede sernos
indiferente, y que las luchas, los logros, los dramas, las caídas y los
triunfos, de las naciones hermanas del continente, son acontecimientos que nos
conciernen directamente, y promueven nuestro júbilo o nuestra congoja, según se
ofrezcan al mundo para motivo de gozo o de momentáneo desconsuelo.
No sé hasta
qué punto los jóvenes latinoamericanos de hoy se complacen en el estudio
sistemático, científico, de su propia historia. Es probable que la estudien muy
bien y sepan sacar fecundas enseñanzas de un pasado mucho más presente de lo
que suele creerse, en este continente, donde ciertos hechos lamentables suelen
repetirse, más al norte, más al sur, con cíclica insistencia. Pero, piensen
siempre —tengan siempre presente— que, en nuestro mundo, no basta con conocer a
fondo la historia patria para cobrar una verdadera y auténtica conciencia
latinoamericana. Nuestros destinos están ligados ante los mismos enemigos
internos y externos, ante iguales contingencias. Víctimas podemos ser de un
mismo adversario. De ahí que la historia de nuestra América haya de ser
estudiada como una gran unidad, como la de un conjunto de células inseparables
unas de otras, para acabar de entender realmente lo que somos, quiénes somos, y qué papel es el que habremos de desempeñar
en la realidad que nos circunda y da un sentido a nuestros destinos. Decía José
Martí en 1893, dos años antes de su muerte: “Ni el libro europeo, ni el libro
yanki, nos darán la clave del enigma hispanoamericano”, añadiendo más adelante:
“Es preciso ser a la vez el hombre de su época y el de su pueblo, pero hay que
ser ante todo el hombre de su pueblo.” Y para entender ese pueblo —esos
pueblos— es preciso conocer su historia a fondo, añadiría yo.
En cuanto a
mí, a modo de resumen de mis aspiraciones presentes, citaré una frase de
Montaigne que siempre me ha impresionado por su sencilla belleza: “No hay mejor
destino para el hombre que el de desempeñar cabalmente su oficio de Hombre.”
Ese “oficio de
hombre”, he tratado de desempeñarlo lo mejor posible. En eso estoy, y en eso
seguiré, en el seno de una revolución que me hizo encontrarme a mí mismo en el
contexto de un pueblo. Para mí terminaron los tiempos de la “soledad”.
Empezaron los tiempos de la “solidaridad”.
Porque, como
bien lo dijo un clásico: “Hay sociedades que trabajan para ‘el individuo’. Y
hay sociedades que trabajan para ‘el hombre’.” Hombre soy, y solo me siento
hombre cuando mi pálpito, mi pulsión profunda, se sincronizan con el pálpito,
la pulsión, de todos los hombres que me rodean.”
Alejo
Carpentier
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