Plaça del Pedró (Raval), 1900 |
“El año en que Onofre Bouvila llegó a Barcelona la ciudad estaba
en plena fiebre de renovación. Esta ciudad está situada en el valle que dejan
las montañas de la cadena costera al retirarse un poco hacia el interior, entre
Malgrat y Garraf, que de este modo forman una especie de anfiteatro. Allí el
clima es templado y sin altibajos: los cielos suelen ser claros y luminosos;
las nubes, pocas, y aun éstas blancas; la presión atmosférica es estable; la
lluvia, escasa, pero traicionera y torrencial a veces. Aunque es discutida por
unos y otros, la opinión dominante atribuye la fundación primera y segunda de
Barcelona a los fenicios. Al menos sabemos que entra en la Historia como
colonia de Cartago, a su vez aliada de Sidón y Tiro. Está probado que los
elefantes de Aníbal se detuvieron a beber y triscar en las riberas del Besós o
del Llobregat camino de los Alpes, donde el frío y el terreno accidentado los
diezmarían. Los primeros barceloneses quedaron maravillados a la vista de
aquellos animales. Hay que ver qué colmillos, qué orejas, qué trompa o
proboscis, se decían. Este asombro compartido y los comentarios ulteriores, que
duraron muchos años, hicieron germinar la identidad de Barcelona como núcleo
urbano; extraviada luego, los barceloneses del siglo XIX se afanarían por
recobrar esa identidad. A los fenicios siguieron los griegos y los layetanos.
Los primeros dejaron de su paso residuos artesanales; a los segundos debemos
dos rasgos distintivos de la raza, según los etnólogos: la tendencia de los
catalanes a ladear la cabeza hacia la izquierda cuando hacen como que escuchan
y la propensión de los hombres a criar pelos largos en los orificios nasales.
Los layetanos, de los que sabemos poco, se alimentaban principalmente de un
derivado lácteo que unas veces aparece mencionado como "suero" y
otras como "limonada" y que no difería mucho del "yogur"
actual. Con todo, son los romanos quienes imprimen a Barcelona su carácter de
ciudad, los que la estructuran de modo definitivo; este modo, que sería ocioso
pormenorizar, marcará su evolución posterior. Todo indica, sin embargo, que los
romanos sentían un desdén altivo por Barcelona. No parecía interesarles ni por
razones estratégicas ni por afinidades de otro tipo. En el año 63 a. de J.C. un
tal Mucio Alejandrino, pretor, escribe a su suegro y valedor en Roma
lamentándose de haber sido destinado a Barcelona: él había solicitado plaza en
la fastuosa Bilbilis Augusta, la actual Calatayud. Ataúlfo es el reyezuelo godo
que la conquista y permanece goda hasta que los sarracenos la toman sin lucha
el año 717 de nuestra era. De acuerdo con sus hábitos, los moros se limitan a
convertir la catedral (no la que admiramos hoy, sino otra más antigua,
levantada en otro sitio, escenario de muchas conversiones y martirios) en
mezquita y no hacen más. Los franceses la recuperan para la fe el 785 y dos
siglos justos más tarde, el 985, de nuevo para el Islam Almanzor o Al–Mansur,
el Piadoso, el Despiadado, el Que Sólo Tiene Tres Dientes. Conquistas y
reconquistas influyen en el grosor y complejidad de sus murallas. Encorsetada
entre baluartes y fortificaciones concéntricas, sus calles se vuelven cada vez
más sinuosas; esto atrae a los hebreos cabalistas de Gerona, que fundan
sucursales de su secta allí y cavan pasadizos que conducen a sanedrines secretos
y a piscinas probáticas descubiertas en el siglo XX al hacer el metro. En los
dinteles de piedra del barrio viejo se pueden leer aún garabatos que son
contraseñas para los iniciados, fórmulas para lograr lo impensable, etcétera.
Luego la ciudad conoce años de esplendor y siglos opacos.”
La ciudad de los prodigios
Eduardo Mendoza
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