“(…) los auténticos movimientos
tenía que iniciarlos aún, y Méndez los inició por los lugares que a él le
gustaban, —o sea por los más aristocráticos de la ciudad. Se dirigió a la Plaza
Real.
No lo hizo de
cualquier manera, por supuesto. Se dirigió a las Ramblas a través de uno de sus
más gloriosos recorridos urbanos, iniciando la andadura en el Arnau, bajando
por Tapias, doblando por San Olegario y enfilando la distinguida recta de Marqués
de Barbará y Unión, que curiosamente es una calle culta porque en ella están
casi todas las distribuidoras de libros y revistas de la ciudad. El recorrido
triunfal de Méndez estuvo salpicado, como ocurría siempre, de encuentros
amistosos y manifestaciones de adhesión para toda la vida. La cosa empezó a
ponerse bien en la calle de las Tapias, cuando la Caricavirgen, que llevaba más
de cuarenta años en el oficio, le gritó desde un portal:
—
¡Vengo de hacer un cuadro con tu madre! ¡Si te espabilas, aún la encontrarás
lavándose!
En uno de los
bares que abren las esquinas de San Olegario entró Méndez a tomarse un anís de
garrafa, y el local quedó vacío en menos de dos minutos.
A la salida
encontró al Rafaelito, licenciado en drogas, y Méndez le soltó la frase de
ritual:
—En cuanto te
agarre te voy a afeitar el capullo.
No lo agarró, porque el Rafaelito se salvó por
piernas. Además quién sabe si ya le habían afeitado el capullo poco antes.
De todos
modos la expedición, en plan descubierta, de Méndez estaba resultando un éxito,
o al menos un fenómeno de movilización de masas. En Marqués de Barbará le
acompañó la suerte, porque el macarra que le estaba atizando a la meuca por
razones de recaudación no se enteró de que Méndez estaba aquella mañana por
allí hasta que tuvo al bofias encima.
El bofias lo
sujetó por el cuello de la camisa y pronunció la frase que resume todos los
derechos constitucionales del detenido español:
—Tú, echa
palante.
—Pero, señor
Méndez, cojones, que no no estaba haciendo nada. A ver si se cree que yo estaba
pegando a esta mujer, que además no tiene nada que ver conmigo ni es del
oficio. Di, Chupi- Chupi, ¿yo te pegaba?
La
Chupi-Chupi se limpió resignadamente el hilo de sangre que manaba de su boca y
susurró:
—Qué va,
hombre, qué va.
— ¿Lo ve,
señor Méndez?
Méndez contraatacó.
— ¿Cuánto
ganaste anoche, Chupi? —
Sólo dos mil,
y eso que anoche era sábado.
— ¿Dónde
trabajas ahora?
—En aquel
portal.
— ¿A base de
qué?
—A base de
rapidillo, hostia. No querrá que me lleve la cama.
— ¿Y dónde te
lavas?
— ¿Lavarme?
—preguntó la Chupi, como si la hubiera acusado de estar metida en lo del 23-F.
El macarra
vio que la cosa empezaba a complicarse y planteó de otra manera su defensa.
—Ya ve, señor
Méndez, dos mil cochinas pesetas. Dígame si, después de lo de Rumasa, hay motivo para chingar a un hombre Por eso.
Un hombre que defiende su pedazo de pan.
—Lo de Rumasa
es un asunto de alta banca, con ministros y todo eso. Dime: ¿tú ves algún
ministro en la calle de Barbará?
—No, claro.
Ellos hacen el negocio en otra parte.
—Mira, a mí
no me jeringues. Yo cumplo con mi deber. A mí me pones al Ruiz Mateos en esta
esquina, sacándole los cuartos a una puta, y me lo follo igualmente.
—Bueno, pues
miremos las cosas de otra manera, señor Méndez, coño, a ver si somos personas.
Yo estaba sacándole a mi protegida el impuesto por la productividad. Al fin y
al cabo también lo hace el ministro de Hacienda.
Méndez hizo
una mueca de asco.
—Se puede
caer bajo, pero no tanto —masculló—. Hay chorizos y chorizos. ¡Mira que ponerte
al nivel del ministro de Hacienda! ¡Hasta ahí podíamos llegar!
—Señor
Méndez, ojo que aquí el que insulta al régimen es usted, no yo.
—Bueno, vamos
a dejarlo por esta vez. Pero como te vuelva a ver levantar la mano te paso el
capullo por la batidora.
— ¡Señor
Méndez!...
—Claro que no
mucho rato— dijo en plan fino el viejo policía—. Sólo hasta que te corras.
Había dado
media vuelta para seguir su instructivo viaje hasta la Plaza Real cuando oyó
que la mujer contraatacaba al macarra, porque ya se sabe que las mujeres,
cuando están protegidas, se acuerdan en diez segundos de lo mal parido que es
uno.
— ¡Cabrón,
más que cabrón, dao pol saco, que desde el último cliente y desde que saliste
anoche del talego he tenío la negra!
Méndez se
volvió del todo, acometido por un súbito presentimiento.
— ¿Quién fue
tu último cliente, Chupi? —preguntó con toda solicitud.
—Uno que
perdió el carné de identidad. También tiene huevos y mala pata el tío. Se lo
guardo por si viene otra ve por aquí, pero pienso cobrárselo, qué coño. Aquí
viene el nombrecito. Se llamaba Amores.
Méndez arqueó
una ceja.
—Y dime,
cariño... ¿no se ha muerto nadie de repente en esa escalera?
— ¿Morirse?
—Sí, mujer.
Alguien que se haya quedado de pronto en plan decúbito supino.
— ¿Y por qué
había de pasar eso?
—Nada, mujer,
nada... Uno, que se preocupa de la salud pública.
Y siguió a
saltitos hasta otro bar, donde tenía pensado hacer un segundo alto para reunir
fuerzas, puesto que ya había recorrido trescientos metros desde el alto número
uno. Allí Méndez se puso realmente fuera
de sí, y ahora de verdad. En el bar, una pareja de hippies estaba vertiendo ron
en el biberón del niño para que así se durmiera. Al bofias ya le habían hablado
de eso, y la verdad es que llevaba algún tiempo tras la dificilísima pista.
—Cagon coño,
Méndez —se defendió el hombre— Al fin y al cabo el chaval es mío.
—Cacho
longaniza le ha metido todo el barrio a tu mujer, cabrón. Para que digas que el
hijo es tuyo.
Y empezó la
tanda de guantazos. Méndez, cuando estropeaban a un niño, se ponía en plan
educativo de no veas. Apretó al hombre contra la barra, le dio un rodillazo en
los testículos, le apretó el pulgar contra un párpado, en plan mala baba
amarilla, y cuando el otro intentaba defenderse le estrelló una botella en la
cabeza. El dueño del antro protestó.
— ¡La madre
que lo parió!
¡Basta,
Méndez!
—No se queje.
Una botella contra una cabeza. ¿Y qué? Las dos estaban vacías.
Advirtió a los
dos mansos que quedaban detenidos, telefoneó desde allí a la comisaría para que
un par de marrones viniese a por ellos, y ya en plan de leerles los derechos
del ciudadano les advirtió:
—Os van a
dejar libres esta noche, y mientras tanto vemos qué se puede hacer con el crío.
Pero cuando salgáis vais a tener el culo más ancho que la parada del autobús.
Méndez siguió
su recorrido urbano repartiendo saludos aquí y allá y sin contestar a ninguna
de las preguntas que le hacían sobre el nombre de su padre, hasta que en la
esquina de Unión con Ramblas, en la puerta del bar, una voz meliflua le
preguntó:
—¿Te hago un
trabajito lengua, chato?
Méndez miró
los zapatos de la mujer que le hablaba. Buena calidad. Él era muy conservador
en esas cosas. Siguió con las piernas. No estaba nada mal. Se remontó hasta el
peligro de las caderas: anchas y bien puestas, listas para el ataque, eso no se
podía negar. Ascendió hasta los pechos. Gran mujer aquélla, con globitos de
pimpollo, quién dice que no. Alcanzó al fin las alturas de la cara, y entonces
la sonrisa se le iluminó:
— ¡Hombre,
Albertico!—dijo— ¡Tú por aquí!
—Jolín, señor
Méndez, no le había conocido.
—Será porque
de tanto mover la lengua se te ha nublado la vista. Tú dirás.
—Perdone,
pero si quiere le hago el trabajito igual, señor Méndez. Amistad aparte, ¿eh?
Como si no le conociera de nada.
—Déjalo,
hijo. Primero vete al callista y que te la suavice.
—Oiga, que la
lengua la tengo bien, me cago en la leche. Una lengua de niña, oiga, de niña.
Pregunte a quien quiera dentro del bar.
Méndez
prefirió no comprobarlo. Siguió adelante, en busca de los rincones de su virtud
perdida. La entrada en la Plaza Real fue gloriosa. En tres minutos el enorme recinto
quedó casi vacío. De los del mercado filatélico sólo permaneció allí la mitad.
De las típicas cervecerías escapó casi la cuarta parte de los clientes; hasta
algunos camareros se dieron a la fuga. Méndez quizá no detendría a nadie, pero
no cabía duda de que movilizaba a las masas. El viejo policía se dio cuenta,
con un sentimiento confortable, de que la gente le seguía amando. Pero no hizo
caso ni se sintió iluminado por la llama de la posteridad, como hubiera dicho
el vendedor de terrenos Armando. Fue directamente al edificio donde había tenido
su estudio Wenceslao Cortadas, aquel edificio que un día fue hermoso y donde
ahora yacían todas las historias olvidadas de la plaza.”
Crónica
sentimental en rojo
Francisco
González Ledesma
Planeta, 2007
pág. 76-80
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