6 de gen. 2016

las Bocas del Dragón, 2

"la máquina"
“Pero he aquí que en el horizonte empiezan a dibujarse unas formas raras, desconocidas, con alvéolos en los costados y aquellos árboles crecidos en lo alto, sosteniendo paños que se hinchaban o tremolaban, ostentando signos ignorados. Los invasores se topaban con otros invasores, insospechados, insospechables, venidos de no se sabía dónde, que llegaban a punto para aniquilar un sueño de siglos. La Gran Migración ya no tendría objeto: el Imperio del Norte pasaría a manos de los Inesperados. En su despecho, su ira visceral, los Caribes se lanzaban al asalto de esas enormes naves, asombrando con su audacia a quienes las defendían. Se trepaban a las bordas, atacando con una encarnizada desesperación, inexplicable para los recién llegados. Dos tiempos históricos inconciliables, se afrontaban en esa lucha sin tregua posible, que oponía el Hombre de los Totems al Hombre de la Teología. Porque, súbitamente, el Archipiélago en litigio se había vuelto un Archipiélago Teológico. Las islas mudaban de identidad integrándose en el Auto Sacramental del Gran Teatro del Mundo. La primera isla conocida por el invasor venido de un continente inconcebible para el ente de acá, había recibido el nombre de Cristo, al quedar plantada una primera cruz, hecha de ramas en su orilla. Con la segunda habíase remontado a la Madre, al llamarlo Santa María de la Concepción. Las Antillas se transformaban en un inmenso vitral, traspasado de luces, donde los Donadores estaban ya presentes en el contorno de la Fernandina y de la Isabela, en tanto que el Apóstol Tomás, Juan Bautista, Santa Lucía, San Martín, Nuestra Señora de la Guadalupe y las supremas figuraciones de la Trinidad, se iban colocando en sus respectivos lugares, mientras nacían las villas de Navidad, de Santiago y Santo Domingo, sobre el cerúleo fondo blanquecido por el laberinto de las Once Mil Vírgenes —incontables como las estrellas del Campus Stellae. Dando un salto de milenios, pasaba este Mar Mediterráneo a hacerse heredero del otro Mediterráneo, recibiendo, con el trigo y el latín, el Vino y la Vulgata, la Imposición de los Signos Cristianos. No llegarían jamás los Caribes al Imperio de los Mayas, quedando en raza frustrada y herida de muerte en lo mejor de su empeño secular. Y de su Gran Migración fracasada, que acaso se iniciara en la orilla izquierda del Río de las Amazonas cuando las cronologías de los otros señalaban un siglo XIII que no lo era para nadie más, sólo quedaban en playas y orillas la realidad de los petroglifos caribes —jalones de una epopeya nunca escrita— con sus seres dibujados, encajados en la piedra, bajo una orgullosa emblemática solar...

(…) Venidos eran los «tardos años», anunciados por Séneca, «en los cuales el Mar Océano aflojaría los atamientos de las cosas y se abriría una grande tierra; y un nuevo marinero, como aquel que fuera guía de Jasón, descubriría un nuevo mundo; y entonces no sería ya la isla de Thule la postrera de las tierras». De súbito el Descubrimiento cobraba una gigantesca dimensión teológica. Este viaje al Golfo de las Perlas de la Tierra de Gracia estaba escrito, con relumbrante subrayado, en el Libro de las Profecías de Isaías. Confirmábase el anuncio del Abad Joaquín Calabrés, afirmando que de España saldría quien hubiese de reedificar la Casa del Monte Sión. El mundo tenía forma de pecho de mujer, con un pezón en cuya punta crecía el Árbol de la Vida. Y sabíase ahora que de su inagotable manantial, suficiente para saciar la sed de todos los seres vivos, no sólo brotaban ya el Ganges, el Tigris y el Eufrates, sino también el Orinoco, ruta de los Grandes Troncos que descendían hacia el mar, en cuyas cabeceras se hubiese ubicado por fin, después de tan larga espera —ahora alcanzable, abordable, cognoscible en todo su esplendor— el Paraíso Terrenal. Y en estas Bocas del Dragón, de aguas transparentadas por el Sol naciente, podía el Almirante clamar su exultación, entendido el secular combate de las aguas dulces y las aguas saladas: «Así pues, el Rey y la Reina, los Príncipes y sus Reinos, tributen gracias y a nuestro Salvador Jesucristo que nos concedió tal victoria. Celébrense procesiones; háganse fiestas solemnes; llénense los templos de ramas y de flores; gócese Cristo en la tierra como se regocija en el cielo, al ver la próxima salvación de tantos pueblos entregados hasta ahora a la perdición.» El abundante oro de estas tierras acabaría con la abyecta servidumbre en que el escaso oro de Europa tenía sometido al Hombre. Cumplidas eran las profecías de los Profetas, confirmadas estaban las adivinaciones de los antiguos y también las inspiraciones de los teólogos. El perenne Combate de las Aguas, en tal lugar del mundo, anunciaba que se había llegado por fin, después de una agónica espera de siglos, a la Tierra de Promisión... Hallábase Esteban en las  Bocas del Dragón, devoradoras de tantas expediciones que abandonaron las aguas saladas por las dulces, en busca de aquella Tierra de Promisión nuevamente movediza y evanescente — tan movediza y evanescente que acabó por esconderse para siempre tras el frío espejo de los lagos de la Patagonia. Y pensaba, acodado en la borda del Amazon, frente a la costa quebrada y boscosa que en nada había cambiado desde que la contemplara el Gran Almirante de Isabel y Fernando, en la persistencia del mito de la Tierra de Promisión. Según el color de los siglos, cambiaba el mito de carácter, respondiendo a siempre renovadas apetencias, pero era siempre el mismo: había, debía haber, era necesario que hubiese en el tiempo presente —cualquier tiempo presente— un Mundo Mejor. Los Caribes habían imaginado ese Mundo Mejor a su manera, como lo había imaginado a su vez, en estas bullentes Bocas del Dragón, alumbrado, iluminado por el sabor del agua venida de lo remoto, el Gran Almirante de Isabel y Fernando. Habían soñado los portugueses con el reino admirable del Preste Juan, como soñarían con el Valle de Jauja, un día, los niños de la llanura castellana, después de cenarse un mendrugo de pan con aceite y ajo. Mundo Mejor habían hallado los Enciclopedistas en la sociedad de los Antiguos Incas, como Mundo Mejor hubiesen parecido los Estados Unidos, cuando de ellos recibiera Europa unos embajadores sin peluca, calzados con zapatos de hebilla, llanos y claros en el hablar, que impartían bendiciones en nombre de la Libertad. Y a un Mundo Mejor había marchado Esteban, no hacía tanto tiempo, encandilado por la gran Columna de Fuego que parecía alzarse en el Oriente. Y regresaba ahora de lo inalcanzado con un cansancio enorme que vanamente buscaba alivio en la remembranza de alguna peripecia amable. A medida que transcurrían los días de la navegación, pintábasele lo vivido como una larga pesadilla —pesadilla de incendios, persecuciones y castigos, anunciada por el Cazotte de los camellos vomitando lebreles; por los muchos augures del Fin de los Tiempos que tanto habían proliferado en este siglo, tan prolongado que totalizaba la acción de varios siglos. Los colores, los sonidos, las palabras, que aún lo perseguían, le producían un malestar profundo, semejante al que originan, en algún lugar del pecho, allí donde las angustias se hacen palpables en latidos y asimetrías de ritmos viscerales, los resabios postreros de una enfermedad que pudo ser mortal. Lo quedado atrás, evocado en negrores y tumultos, tambores y agonías, gritos y tajos, se asociaba en su mente con ideas de terremoto, de convulsión colectiva, de furor ritual... «Vengo de vivir entre los bárbaros», dijo Esteban a Sofía, cuando para él se abrió, con solemne chirrido de bisagras, la espesa puerta de la casa familiar, siempre parada en su esquina con el singular adorno de sus altas rejas pintadas de blanco.”
El siglo de las luces
Alejo Carpentier
Seix Barral, Biblioteca Breve
Barcelona, 2001
págs. 286-290


“Cuando los nuestros regresaron a los navíos, lo que sería al atardecer, levé anclas y navegué al Poniente, y así mismo al día siguiente, hasta que hallé que no habían más que tres brazas de fondo, creyendo yo todavía que ésta era una isla y que no podría salir al Norte; y así visto, envié una carabela ligera adelante a ver si había salida o si estaba cerrado. Así anduve mucho camino hasta un golfo grande, en el cual parecía que habían otros cuatro medianos, saliendo de uno de ellos un río grandísimo. Hallaron siempre cuatro brazas de fondo y el agua muy dulce, en cantidad tan grande como jamás antes vi.

Quedé muy descontento cuando comprendí que no podía salir al Norte, al Sur ni al Poniente porque estaba cercado por todas partes de tierra; por tanto, levé anclas y torné atrás para salir al Norte por la boca que antes descubrí, sin poder regresar a la población que había visitado por causa de las corrientes, que me desviaron. En todo cabo hallaba el agua dulce y clara que me llevaba con fuerza al Oriente, hacia las dos bocas a que me he referido; entonces conjeturé que los hilos de la corriente y aquellas lomas que salían y entraban en estas bocas con aquel rugir tan fuerte era la pelea del agua dulce con la salada. La dulce empujaba a la otra para que no entrase, y la salada luchaba para que la otra no saliese. Conjeturé que allí donde están situadas las dos bocas en un tiempo hubo tierra continua que unía la isla de Trinidad con Tierra de Gracia, como podrán ver Vuestras Altezas del mapa que con ésta les envío. Salí por la boca del Norte y hallé que el agua dulce siempre vencía; cuando pasé, lo que hice a fuerza de viento, estando en una de aquellas lomas hallé en aquellos hilos de la parte de dentro el agua dulce, y en los de fuera, salada.
...Yo siempre creí que la Tierra era esférica; las autoridades y las experiencias de Ptolomeo y todos los demás que han escrito sobre este tema daban y mostraban como ejemplo de ello los eclipses de luna y otras demostraciones que hacen de Oriente a Occidente, como el hecho de la elevación del Polo de Septentrión en Austro. Mas ahora he visto tanta deformidad que, puesto a pensar en ello, hallo que el mundo no es redondo en la forma que han descrito, sino que tiene forma de una pera que fuese muy redonda, salvo allí donde tiene el pezón o punto más alto; o como una pelota redonda que tuviere puesta en ella como una teta de mujer, en cuya parte es más alta la tierra y más próxima al cielo. Es en esta región, debajo de la línea equinoccial, en el Mar Océano, el fin del Oriente, donde acaban todas las tierras e islas...”

fragmento “carta del tercer viaje”
Cristóbal Colón


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