"la máquina" |
“Pero he aquí que en el horizonte empiezan a
dibujarse unas formas raras, desconocidas, con alvéolos en los costados y
aquellos árboles crecidos en lo alto, sosteniendo paños que se hinchaban o
tremolaban, ostentando signos ignorados. Los invasores se topaban con otros
invasores, insospechados, insospechables, venidos de no se sabía dónde, que
llegaban a punto para aniquilar un sueño de siglos. La Gran Migración ya no
tendría objeto: el Imperio del Norte pasaría a manos de los Inesperados. En su
despecho, su ira visceral, los Caribes se lanzaban al asalto de esas enormes
naves, asombrando con su audacia a quienes las defendían. Se trepaban a las
bordas, atacando con una encarnizada desesperación, inexplicable para los
recién llegados. Dos tiempos históricos inconciliables, se afrontaban en esa
lucha sin tregua posible, que oponía el Hombre de los Totems al Hombre de la
Teología. Porque, súbitamente, el Archipiélago en litigio se había vuelto un
Archipiélago Teológico. Las islas mudaban de identidad integrándose en el Auto
Sacramental del Gran Teatro del Mundo. La primera isla conocida por el invasor
venido de un continente inconcebible para el ente de acá, había recibido el
nombre de Cristo, al quedar plantada una primera cruz, hecha de ramas en su orilla.
Con la segunda habíase remontado a la Madre, al llamarlo Santa María de la
Concepción. Las Antillas se transformaban en un inmenso vitral, traspasado de
luces, donde los Donadores estaban ya presentes en el contorno de la Fernandina
y de la Isabela, en tanto que el Apóstol Tomás, Juan Bautista, Santa Lucía, San
Martín, Nuestra Señora de la Guadalupe y las supremas figuraciones de la
Trinidad, se iban colocando en sus respectivos lugares, mientras nacían las
villas de Navidad, de Santiago y Santo Domingo, sobre el cerúleo fondo
blanquecido por el laberinto de las Once Mil Vírgenes —incontables como las
estrellas del Campus Stellae. Dando un salto de milenios, pasaba este Mar
Mediterráneo a hacerse heredero del otro Mediterráneo, recibiendo, con el trigo
y el latín, el Vino y la Vulgata, la Imposición de los Signos Cristianos. No
llegarían jamás los Caribes al Imperio de los Mayas, quedando en raza frustrada
y herida de muerte en lo mejor de su empeño secular. Y de su Gran Migración
fracasada, que acaso se iniciara en la orilla izquierda del Río de las Amazonas
cuando las cronologías de los otros señalaban un siglo XIII que no lo era para
nadie más, sólo quedaban en playas y orillas la realidad de los petroglifos
caribes —jalones de una epopeya nunca escrita— con sus seres dibujados,
encajados en la piedra, bajo una orgullosa emblemática solar...
(…) Venidos eran los «tardos años», anunciados por
Séneca, «en los cuales el Mar Océano aflojaría los atamientos de las cosas y se
abriría una grande tierra; y un nuevo marinero, como aquel que fuera guía de
Jasón, descubriría un nuevo mundo; y entonces no sería ya la isla de Thule la
postrera de las tierras». De súbito el Descubrimiento cobraba una gigantesca
dimensión teológica. Este viaje al Golfo de las Perlas de la Tierra de Gracia
estaba escrito, con relumbrante subrayado, en el Libro de las Profecías de
Isaías. Confirmábase el anuncio del Abad Joaquín Calabrés, afirmando que de
España saldría quien hubiese de reedificar la Casa del Monte Sión. El mundo
tenía forma de pecho de mujer, con un pezón en cuya punta crecía el Árbol de la
Vida. Y sabíase ahora que de su inagotable manantial, suficiente para saciar la
sed de todos los seres vivos, no sólo brotaban ya el Ganges, el Tigris y el
Eufrates, sino también el Orinoco, ruta de los Grandes Troncos que descendían
hacia el mar, en cuyas cabeceras se hubiese ubicado por fin, después de tan
larga espera —ahora alcanzable, abordable, cognoscible en todo su esplendor— el
Paraíso Terrenal. Y en estas Bocas del Dragón, de aguas transparentadas por el
Sol naciente, podía el Almirante clamar su exultación, entendido el secular
combate de las aguas dulces y las aguas saladas: «Así pues, el Rey y la Reina,
los Príncipes y sus Reinos, tributen gracias y a nuestro Salvador Jesucristo
que nos concedió tal victoria. Celébrense procesiones; háganse fiestas
solemnes; llénense los templos de ramas y de flores; gócese Cristo en la tierra
como se regocija en el cielo, al ver la próxima salvación de tantos pueblos
entregados hasta ahora a la perdición.» El abundante oro de estas tierras
acabaría con la abyecta servidumbre en que el escaso oro de Europa tenía
sometido al Hombre. Cumplidas eran las profecías de los Profetas, confirmadas
estaban las adivinaciones de los antiguos y también las inspiraciones de los
teólogos. El perenne Combate de las Aguas, en tal lugar del mundo, anunciaba
que se había llegado por fin, después de una agónica espera de siglos, a la
Tierra de Promisión... Hallábase Esteban en las
Bocas del Dragón, devoradoras de tantas expediciones que abandonaron las
aguas saladas por las dulces, en busca de aquella Tierra de Promisión nuevamente
movediza y evanescente — tan movediza y evanescente que acabó por esconderse
para siempre tras el frío espejo de los lagos de la Patagonia. Y pensaba,
acodado en la borda del Amazon, frente a la costa quebrada y boscosa que en
nada había cambiado desde que la contemplara el Gran Almirante de Isabel y
Fernando, en la persistencia del mito de la Tierra de Promisión. Según el color
de los siglos, cambiaba el mito de carácter, respondiendo a siempre renovadas
apetencias, pero era siempre el mismo: había, debía haber, era necesario que
hubiese en el tiempo presente —cualquier tiempo presente— un Mundo Mejor. Los
Caribes habían imaginado ese Mundo Mejor a su manera, como lo había imaginado a
su vez, en estas bullentes Bocas del Dragón, alumbrado, iluminado por el sabor
del agua venida de lo remoto, el Gran Almirante de Isabel y Fernando. Habían
soñado los portugueses con el reino admirable del Preste Juan, como soñarían
con el Valle de Jauja, un día, los niños de la llanura castellana, después de
cenarse un mendrugo de pan con aceite y ajo. Mundo Mejor habían hallado los
Enciclopedistas en la sociedad de los Antiguos Incas, como Mundo Mejor hubiesen
parecido los Estados Unidos, cuando de ellos recibiera Europa unos embajadores
sin peluca, calzados con zapatos de hebilla, llanos y claros en el hablar, que
impartían bendiciones en nombre de la Libertad. Y a un Mundo Mejor había
marchado Esteban, no hacía tanto tiempo, encandilado por la gran Columna de
Fuego que parecía alzarse en el Oriente. Y regresaba ahora de lo inalcanzado
con un cansancio enorme que vanamente buscaba alivio en la remembranza de
alguna peripecia amable. A medida que transcurrían los días de la navegación,
pintábasele lo vivido como una larga pesadilla —pesadilla de incendios,
persecuciones y castigos, anunciada por el Cazotte de los camellos vomitando
lebreles; por los muchos augures del Fin de los Tiempos que tanto habían
proliferado en este siglo, tan prolongado que totalizaba la acción de varios
siglos. Los colores, los sonidos, las palabras, que aún lo perseguían, le
producían un malestar profundo, semejante al que originan, en algún lugar del
pecho, allí donde las angustias se hacen palpables en latidos y asimetrías de
ritmos viscerales, los resabios postreros de una enfermedad que pudo ser
mortal. Lo quedado atrás, evocado en negrores y tumultos, tambores y agonías,
gritos y tajos, se asociaba en su mente con ideas de terremoto, de convulsión
colectiva, de furor ritual... «Vengo de vivir entre los bárbaros», dijo Esteban
a Sofía, cuando para él se abrió, con solemne chirrido de bisagras, la espesa
puerta de la casa familiar, siempre parada en su esquina con el singular adorno
de sus altas rejas pintadas de blanco.”
El siglo de las luces
Alejo Carpentier
Seix Barral, Biblioteca Breve
Barcelona, 2001
págs. 286-290
“Cuando los nuestros regresaron a los navíos, lo que sería al
atardecer, levé anclas y navegué al Poniente, y así mismo al día siguiente,
hasta que hallé que no habían más que tres brazas de fondo, creyendo yo todavía
que ésta era una isla y que no podría salir al Norte; y así visto, envié una
carabela ligera adelante a ver si había salida o si estaba cerrado. Así anduve
mucho camino hasta un golfo grande, en el cual parecía que habían otros cuatro
medianos, saliendo de uno de ellos un río grandísimo. Hallaron siempre cuatro
brazas de fondo y el agua muy dulce, en cantidad tan grande como jamás antes
vi.
Quedé muy descontento cuando comprendí que no podía salir al
Norte, al Sur ni al Poniente porque estaba cercado por todas partes de tierra;
por tanto, levé anclas y torné atrás para salir al Norte por la boca que antes
descubrí, sin poder regresar a la población que había visitado por causa de las
corrientes, que me desviaron. En todo cabo hallaba el agua dulce y clara que me
llevaba con fuerza al Oriente, hacia las dos bocas a que me he referido;
entonces conjeturé que los hilos de la corriente y aquellas lomas que salían y
entraban en estas bocas con aquel rugir tan fuerte era la pelea del agua dulce
con la salada. La dulce empujaba a la otra para que no entrase, y la salada
luchaba para que la otra no saliese. Conjeturé que allí donde están situadas
las dos bocas en un tiempo hubo tierra continua que unía la isla de Trinidad
con Tierra de Gracia, como podrán ver Vuestras Altezas del mapa que con ésta
les envío. Salí por la boca del Norte y hallé que el agua dulce siempre vencía;
cuando pasé, lo que hice a fuerza de viento, estando en una de aquellas lomas
hallé en aquellos hilos de la parte de dentro el agua dulce, y en los de fuera,
salada.
...Yo siempre creí que la Tierra era esférica; las autoridades y
las experiencias de Ptolomeo y todos los demás que han escrito sobre este tema
daban y mostraban como ejemplo de ello los eclipses de luna y otras
demostraciones que hacen de Oriente a Occidente, como el hecho de la elevación
del Polo de Septentrión en Austro. Mas ahora he visto tanta deformidad que, puesto
a pensar en ello, hallo que el mundo no es redondo en la forma que han
descrito, sino que tiene forma de una pera que fuese muy redonda, salvo allí
donde tiene el pezón o punto más alto; o como una pelota redonda que tuviere
puesta en ella como una teta de mujer, en cuya parte es más alta la tierra y
más próxima al cielo. Es en esta región, debajo de la línea equinoccial, en el
Mar Océano, el fin del Oriente, donde acaban todas las tierras e islas...”
fragmento “carta
del tercer viaje”
Cristóbal
Colón
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