el cuadro "Explosión en una catedral", de Monsu Desiderio |
El cuadro “Explosión en una
catedral”, del pintor Monsu
Desiderio (François Nomé, nacido en
Metz en 1593), es el tema alegórico de toda la novela. "Imaginé —nos dice
Carpentier— que en la casa de los adolescentes, en La Habana Vieja, se hallaba
un cuadro de Monsu Desiderio titulado 'Explosión en una catedral'. La hipótesis
novelesca me parecía atrevida, no había ninguna razón para que un cuadro de
Monsu estuviera en La Habana en esa época. Cuál sería mi sorpresa al descubrir,
poco tiempo después, que en nuestro Museo Nacional hay uno de los cuadros más
importantes de Monsu y que por consiguiente, sí, había un cuadro en La Habana del
siglo XVIII"
La explosión inmóvil sólo es percibida en su sentido profundo por
Esteban, antes de que llegue la Revolución al Caribe, antes de que todo su
mundo se vea alterado. Cuando está enfermo Sofía le dice: "—No sé cómo
puedes mirar eso." "—Es para irme acostumbrando", le responde
Esteban, que ve en al cuadro el desarrollo de la historia de su vida y de la
Revolución.
Hay un ponencia titulada “El siglo de las luces de Alejo Carpentier:
Una explosión en la catedral de los ideales de la Revolución Francesa”, de Caroline Houde, de la Universidad de
Laval, del año 2009.
Más información sobre Monsu Desiderio-François Nomé
“(…) La casa,
a la que siempre había contemplado con ojos acostumbrados a su realidad, como
algo a la vez familiar y ajeno, cobraba una singular importancia, poblada de
requerimientos, ahora que se sabían responsables de su conservación y
permanencia. Era evidente que el padre —tan metido en sus negocios que hasta
salía los domingos, antes de misa, para cerrar tratos y hacerse de mercancías
en los barcos, madrugando a los compradores del lunes— había descuidado mucho
la vivienda, tempranamente abandonada por una madre que había sido víctima de la
más funesta epidemia de influenza padecida por la ciudad. Faltaban baldosas en
el patio; estaban sucias las estatuas; demasiado entraban los lodos de la calle
al recibidor; el moblaje de los salones y aposentos, reducido a piezas
desemparejadas, más parecía destinado a cualquier almoneda que al adorno de una
mansión decente. Hacía muchos años que no corría el agua por la fuente de los
delfines mudos y faltaban cristales a las mamparas interiores. Algunos cuadros,
sin embargo, dignificaban los testeros ensombrecidos por manchas de humedad,
aunque con el revuelco de asuntos y escuelas debido al azar de un embargo que
había traído a la casa, sin elección posible, las piezas invendidas de una
colección puesta a subasta. Acaso lo quedado tuviese algún valor, fuese obra de
maestros y no de copistas; pero era imposible determinarlo, en esta ciudad de
comerciantes, por falta de peritos en tasar lo moderno o reconocer el gran
estilo antiguo bajo las resquebrajaduras de una tela maltratada. Más allá de
una Degollación de Inocentes que bien
podía ser de un discípulo de Berruguete, y de un San Dionisio que bien podía ser de un imitador de Rivera, se abría
el asoleado jardín con arlequines enamorados que encantaba a Sofía, aunque Carlos
estimara que los artistas de comienzos de este siglo hubiesen abusado de la figura
del arlequín por el mero placer de jugar con los colores. Prefería unas escenas
realistas, de siegas y vendimias, reconociendo, sin embargo, que varios cuadros
sin asunto, colgados en el vestíbulo —olla, pipa, frutero, clarinete descansando
junto a un papel de música...— no carecían de una belleza debida a las meras
virtudes de la factura. Esteban gustaba de lo imaginario, de lo fantástico,
soñando despierto ante pinturas de autores recientes, que mostraban criaturas, caballos
espectrales, perspectivas imposibles —un hombre árbol, con dedos que le
retoñaban; un hombre armario, con gavetas vacías saliéndole del vientre... Pero
su cuadro predilecto era una gran tela, venida de Nápoles, de autor desconocido
que, contrariando todas las leyes de la plástica, era la apocalíptica
inmovilización de una catástrofe. Explosión
en una catedral se titulaba aquella visión de una columnata esparciéndose
en el aire a pedazos — demorando un poco en perder la alineación, en flotar
para caer mejor— antes de arrojar sus toneladas de piedra sobre gentes
despavoridas. («No sé cómo pueden mirar eso», decía su prima, extrañamente
fascinada, en realidad, por el terremoto estático, tumulto silencioso,
ilustración del fin de los tiempos, puesto ahí, al alcance de las manos, en
terrible suspenso. «Es para irme acostumbrando», respondía Esteban sin saber
por qué, con la automática insistencia que puede llevarnos a repetir un juego
de palabras que no tiene gracia, ni hace reír a nadie, durante años, en las
mismas circunstancias.) Al menos, el maestro francés de más allá, que había
plantado un monumento de su invención en medio de una plaza desierta —suerte de
templo asiático-romano, con arcadas, obeliscos y penachos—, ponía una nota de
paz, de estabilidad, tras de la tragedia, antes de llegarse al comedor cuyo
inventario se establecía en valores de bodegones y muebles importantes: dos
armarios de vajilla, resistidos al comején, de dimensiones abaciales; ocho
sillas tapizadas y la gran mesa del comedor, montada en columnas salomónicas.”
El siglo de
las luces
Alejo Carpentier
Seix
Barral, Biblioteca Breve
Barcelona,
2001
págs.
20-22
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