1 de gen. 2016

monsu desiderio

el cuadro "Explosión en una catedral", de Monsu Desiderio
El cuadro “Explosión en una catedral”,  del pintor Monsu Desiderio (François Nomé, nacido en Metz en 1593), es el tema alegórico de toda la novela. "Imaginé —nos dice Carpentier— que en la casa de los adolescentes, en La Habana Vieja, se hallaba un cuadro de Monsu Desiderio titulado 'Explosión en una catedral'. La hipótesis novelesca me parecía atrevida, no había ninguna razón para que un cuadro de Monsu estuviera en La Habana en esa época. Cuál sería mi sorpresa al descubrir, poco tiempo después, que en nuestro Museo Nacional hay uno de los cuadros más importantes de Monsu y que por consiguiente, sí, había un cuadro en La Habana del siglo XVIII"
La explosión inmóvil sólo es percibida en su sentido profundo por Esteban, antes de que llegue la Revolución al Caribe, antes de que todo su mundo se vea alterado. Cuando está enfermo Sofía le dice: "—No sé cómo puedes mirar eso." "—Es para irme acostumbrando", le responde Esteban, que ve en al cuadro el desarrollo de la historia de su vida y de la Revolución.

Hay un ponencia titulada  “El siglo de las luces de Alejo Carpentier: Una explosión en la catedral de los ideales de la Revolución Francesa”, de Caroline Houde, de la Universidad de Laval, del año 2009.


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“(…) La casa, a la que siempre había contemplado con ojos acostumbrados a su realidad, como algo a la vez familiar y ajeno, cobraba una singular importancia, poblada de requerimientos, ahora que se sabían responsables de su conservación y permanencia. Era evidente que el padre —tan metido en sus negocios que hasta salía los domingos, antes de misa, para cerrar tratos y hacerse de mercancías en los barcos, madrugando a los compradores del lunes— había descuidado mucho la vivienda, tempranamente abandonada por una madre que había sido víctima de la más funesta epidemia de influenza padecida por la ciudad. Faltaban baldosas en el patio; estaban sucias las estatuas; demasiado entraban los lodos de la calle al recibidor; el moblaje de los salones y aposentos, reducido a piezas desemparejadas, más parecía destinado a cualquier almoneda que al adorno de una mansión decente. Hacía muchos años que no corría el agua por la fuente de los delfines mudos y faltaban cristales a las mamparas interiores. Algunos cuadros, sin embargo, dignificaban los testeros ensombrecidos por manchas de humedad, aunque con el revuelco de asuntos y escuelas debido al azar de un embargo que había traído a la casa, sin elección posible, las piezas invendidas de una colección puesta a subasta. Acaso lo quedado tuviese algún valor, fuese obra de maestros y no de copistas; pero era imposible determinarlo, en esta ciudad de comerciantes, por falta de peritos en tasar lo moderno o reconocer el gran estilo antiguo bajo las resquebrajaduras de una tela maltratada. Más allá de una Degollación de Inocentes que bien podía ser de un discípulo de Berruguete, y de un San Dionisio que bien podía ser de un imitador de Rivera, se abría el asoleado jardín con arlequines enamorados que encantaba a Sofía, aunque Carlos estimara que los artistas de comienzos de este siglo hubiesen abusado de la figura del arlequín por el mero placer de jugar con los colores. Prefería unas escenas realistas, de siegas y vendimias, reconociendo, sin embargo, que varios cuadros sin asunto, colgados en el vestíbulo —olla, pipa, frutero, clarinete descansando junto a un papel de música...— no carecían de una belleza debida a las meras virtudes de la factura. Esteban gustaba de lo imaginario, de lo fantástico, soñando despierto ante pinturas de autores recientes, que mostraban criaturas, caballos espectrales, perspectivas imposibles —un hombre árbol, con dedos que le retoñaban; un hombre armario, con gavetas vacías saliéndole del vientre... Pero su cuadro predilecto era una gran tela, venida de Nápoles, de autor desconocido que, contrariando todas las leyes de la plástica, era la apocalíptica inmovilización de una catástrofe. Explosión en una catedral se titulaba aquella visión de una columnata esparciéndose en el aire a pedazos — demorando un poco en perder la alineación, en flotar para caer mejor— antes de arrojar sus toneladas de piedra sobre gentes despavoridas. («No sé cómo pueden mirar eso», decía su prima, extrañamente fascinada, en realidad, por el terremoto estático, tumulto silencioso, ilustración del fin de los tiempos, puesto ahí, al alcance de las manos, en terrible suspenso. «Es para irme acostumbrando», respondía Esteban sin saber por qué, con la automática insistencia que puede llevarnos a repetir un juego de palabras que no tiene gracia, ni hace reír a nadie, durante años, en las mismas circunstancias.) Al menos, el maestro francés de más allá, que había plantado un monumento de su invención en medio de una plaza desierta —suerte de templo asiático-romano, con arcadas, obeliscos y penachos—, ponía una nota de paz, de estabilidad, tras de la tragedia, antes de llegarse al comedor cuyo inventario se establecía en valores de bodegones y muebles importantes: dos armarios de vajilla, resistidos al comején, de dimensiones abaciales; ocho sillas tapizadas y la gran mesa del comedor, montada en columnas salomónicas.”

El siglo de las luces
Alejo Carpentier
Seix Barral, Biblioteca Breve
Barcelona, 2001

págs. 20-22

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