“Cassandra frotó su pulgar a lo largo
de los gastados bordes del cuaderno y repasó mentalmente la frase una vez más,
preguntándose si le resultaría más asimilable esta vez. El padre de Nell era
Nathaniel Walker. Nathaniel Walker, pintor de la realeza, había sido el padre
de Nell. El bisabuelo de Cassandra.
No, la verdad todavía le venía grande,
tal como la había sentido al descubrirla por primera vez esa tarde. Había
estado sentada en un banco junto al Támesis, descifrando los garabatos de Nell
al relatar su visita a la casa de Battersea en la que había nacido Eliza
Makepeace, la Tate Gallery en donde los retratos de Nathaniel Walker estaban colgados.
La brisa había aumentado, agitando la superficie del río y corriendo en
dirección a la orilla. Estaba a punto de marcharse cuando algo llamó su
atención, un pasaje particularmente enrevesado en a página siguiente, una frase subrayada que
decía: Rose Mountrachet era mi madre.
Reconocí su retrato, y me acuerdo de ella. Después una flecha hasta el
título de un libro, Quién es Quién, bajo el cual había anotado de forma apresurada los
siguientes datos:
• Rose Mountrachet se casó con
Nathaniel Walker, pintor, 1908
• ¡Una hija! Ivory Walker (nacida
algún tiempo después, ¿1909? ¿Comprobar escarlatina?)
• Rose y Nathaniel murieron en
1913, en accidente ferroviario, Ais Gill (mismo año que desaparecí. ¿Vínculo?)
Un pedazo de papel suelto había sido
doblado entre las hojas del cuaderno, una fotocopia tomada de un libro llamado Grandes desastres ferroviarios en la época
de los trenes de vapor. Cassandra lo desplegó. El papel era fino y el texto
estaba borroso, pero, bendito fuera, no tenía las manchas de moho que habían
afectado al resto del libro. El título decía «La tragedia ferroviaria de Ais Gill». El ruido del restaurante
zumbaba a su alrededor; Cassandra releyó el breve pero entusiasta relato.
En las oscuras y tempranas horas del día 2 de septiembre de 1913, dos trenes
de Midland Railway partieron de la estación de Carlisie con rumbo a la estación
de St. Pancras, sus pasajeros completamente ignorantes de que estaban siendo
conducidos hacia una escena de completa devastación. Era una ruta escarpada,
que recorría los valles y cumbres del montañoso paisaje norteño, y las
locomotoras no contaban con energía suficiente. Dos hechos conspiraron para
dirigir a los trenes a su destrucción esa noche: sus máquinas eran más pequeñas
de lo aconsejable para las empinadas cuestas del recorrido, y cada uno había recibido
carbón de mala calidad, lleno de impurezas que impedían su combustión de forma
eficiente.
Tras salir de Carlisle a la 1:35 de la madrugada, el primer tren
avanzaba costosamente para llegar a la cima de Ais Gill: la presión del vapor
comenzó a decaer y fue disminuyendo su velocidad hasta detenerse. Uno puede imaginar
que los pasajeros estarían sorprendidos por tan repentina parada, apoco de
salir de la estación, pero no terriblemente alarmados. Después de todo, estaban
en buenas manos; el revisor les había asegurado que estarían detenidos unos
pocos minutos para luego volver a emprender la marcha.
De hecho, la certeza del revisor de que la espera sería breve fue uno
de los errores fatales cometidos esa noche. El protocolo convencional
ferroviario sugiere que si hubiera sabido cuánto tiempo le llevaría al
maquinista y al fogonero limpiar la caldera y volver a elevar la presión del
vapor, habría colocado algunas bengalas o señalizado las vías con algún farol para
advertir a cualquier tren que se aproximara. Pero, horror, no lo hizo, y fue
así que el destino de esa buena gente quedó sellado.
Porque más debajo de la línea, un segundo tren ascendía a duras penas. Llevaba
una carga más liviana, pero la pequeña locomotora y el carbón de inferior
calidad eran, empero, impedimento suficiente para causarle dificultades al
maquinista. Pocos kilómetros antes de Mallerstang, el maquinista tomó la fatal
decisión de abandonar la cabina para examinar el funcionamiento de las bielas.
Aunque tales prácticas parecen poco seguras de acuerdo con los estándares de
hoy, por aquel entonces era muy habitual. Desgraciadamente, mientras el conductor
estaba ausente, el fogonero también se vio en problemas: el inyector se había
obturado y el nivel de presión de la caldera comenzó a disminuir. Cuando el
conductor regresó a la cabina, esa tarea ocupó toda su atención de modo que
ninguno de los dos advirtió la luz roja que se agitaba desde el furgón de cola
de Mallerstang.
Para cuando terminaron y volvieron su atención a las vías, el primer
tren se encontraba a pocos metros y no había forma de frenar a tiempo. Como
puede imaginarse, los daños fueron terribles y la tragedia acabó con gran
cantidad de víctimas. Además del impacto del choque, el techo del furgón se
deslizó sobre la segunda máquina, diseccionando el coche dormitorio de primera
clase que estaba inmediatamente detrás. El gas del sistema de alumbrado originó
un incendio a lo largo de los arrasados vagones, llevándose las vidas de los pobres
desafortunados que se pusieron en su camino.
Cassandra se estremeció cuando las
imágenes de una oscura noche de 1913 la asaltaron: la empinada subida, el
terreno en tinieblas al otro lado de las ventanillas, la sensación al detenerse
el tren de forma inesperada. Se preguntó qué estarían haciendo Rose y Nathaniel
en el momento del impacto, si irían dormidos en su compartimiento, o conversando.
Si estarían hablando de su hija, Ivory, que les esperaba en casa. Era extraño
sentirse tan afectada por el destino de unos antepasados que acababa de descubrir.
Qué horrible debió de haber sido para Nell averiguar por fin que tenía padres,
sólo para perderlos de modo tan terrible poco después.”
El jardín olvidado (The Forgotten Garden)
Kate Morton
traducció: Carlos Schroeder
Santillana, Madrid 2011 12
Pàg. 172-175
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