“La escritora superventas había
avisado: "Cuando vuelas hasta Australia es cuando adquieres conciencia de
la dimensión del mundo, de su inmensidad". Y tiene razón. La flechita en la pantalla del avión que marca
la ruta va dejando atrás Europa, la
península Arábiga, el subcontinente
indio, se dirige a Singapur… Y desde allí aún queda una jornada laboral
completa hasta aterrizar en la ciudad de Brisbane (dos millones de habitantes, en Queensland, noroeste del país, la tercera mayor de Australia), lugar de residencia de Kate Morton, la autora que
ha conquistado el mundo desde Oceanía.
Solo de su segunda novela, El jardín olvidado, ha vendido más de medio millón de ejemplares
en España (y otros 250.000 con la primera, La
casa de Riverton). Casi ocho
millones en total, en 38 países. La tercera, Las
horas distantes, [vuelve] otra vez [sobre] sus obsesiones: "La
estrecha relación entre el ayer y el hoy, y también Inglaterra, con sus sagas
familiares, sus casas antiguas, sus libros centenarios, con ese sentido de continuidad
histórica…" Ese es el motor de sus narraciones: un pasado que se resiste a
morir y acaba cimentando (o diluyendo) el presente.
(…)
Kate Morton (Berri, 1976) traza vidas como esas líneas en los mapas de
navegación; sus personajes, habitantes
de un mundo y un tiempo concreto, van y vienen, aterrizan y despegan de él cargados
de peripecias que se enlazan y entrecruzan; dibuja el rastro de los que
estuvieron y ya no están, pero crearon un tejido que condiciona el de sus
sucesores, el nuestro.
Tan lejanas, se diría, como
Australia misma, que a ojos mediterráneos parece inalcanzable. Entenderla quizá sea acercarse un poco más a
Kate Morton. Hay que abrazar gran parte
del globo durante un día completo y adelantar el reloj y la cabeza nueve horas
cuando se pone el pie en esta mancomunidad, su país, que es como una isla gigantesca en las
antípodas (con una superficie cercana a la de EE UU, pero con 14 veces menos
población, 22 millones, tan vacío que da vértigo); el segundo del mundo tras Noruega en el índice
de desarrollo humano 2011. Puros
nórdicos del Sur. América, Europa y Asia, fundidos
en este verano austral. ¿Tienen problema
de identidad los australianos? Morton dirá
luego, sonriendo con su boca inmensa, que sí. “Tenemos una forma de vida muy
norteamericana, pero la cultura con la que nos formamos y que nos atrae es
europea y la influencia asiática es cada vez mayor”. Un melting pot que no acaba de reconocerse en sus
orígenes aborígenes milenarios, que fue enorme territorio carcelario para los
británicos desde el siglo XVIII, se independizó en 1901 y aún mantiene a la
reina británica, Isabel II, como propia.
Curioso lugar al que el
estereotipo actual ha dotado de minas, desiertos, eucaliptos, koalas, canguros,
tiburones y playas repletas de surferos cachas sin fin. Asuntos varios y con
tirón que sí son tal, pero que suelen aparecer poco o nada en la obra de
Morton. Su ambiente literario es otro,
mucho más de interioridades dramáticas y exteriores románticos; de decoración
victoriana y acantilados amenazantes; de castillos ruinosos con paredes que
rezuman historias y seres atormentados que languidecen cargando fardos de
secretos familiares.
Más de viejo continente que de
este en apariencia joven y próspero, en el que la crisis económica actual
apenas es rumor en la costa y donde la arquitectura se levanta a imagen y
semejanza del cóctel de gente que pasea por sus calles. Brisbane es puro
ejemplo: el centro de la city es un mall continuo, todo producto es chino, hay gimnasios por doquier y playas urbanas en
la ribera del río homónimo, que se
desbordó justo ahora hace un año con resultados desastrosos aún no olvidados. "Mi literatura bebe de fuentes góticas,
de aquello que mamé en mis lecturas juveniles, que solían ser de las hermanas Brontë, Dickens, Daphne du Maurier, Poe o Lucy Clifford, por poner ejemplos de la literatura victoriana
que estudié". De educación
británica, lo que la convirtió en lectora impenitente es, sin embargo, popular
y siempre el mismo: "Sin duda, Enid Blyton".
Las historias de Morton
discurren en diferentes décadas del siglo XX. Y con protagonistas muy dadas al surfeo existencial.
Siempre mujeres (en su casa eran todas
chicas), los hombres siempre en papel secundario. (…) “ las historias me poseen a mí, no yo a
ellas; me surgen ideas a todas horas". Y como una llegue a mitad de la
noche, malo: debe saltar de la cama de inmediato y anotarla. "Si no, se
esfumará con el sueño".
Cuando llegamos a su domicilio
en Paddington, su barrio, donde, atestiguamos, ella sigue una tranquila y
bucólica vida cotidiana: apacibles jornadas escribiendo junto a su esposo,
Davin Patterson; sus dos hijos, Oliver y Louis; su perro Buddy, en una casa de
madera con jardín donde las chicharras no paran de cantar ni un segundo.
Paddington aparecía en El jardín
olvidado, con su mercado de antigüedades, las tienditas de ropa vintage y
objetos victorianos (medallones, perlas, sombreros ajados…); sus librerías,
restaurantes, las casas con veranda salpicadas por las colinas como escena de
cuento: todo madera, todo verde intenso… Hay cruces que recuerdan a esas calles
de San Francisco onduladas de las películas made in USA.
Kate Morton confiesa, sin
embargo, que sueña con irse a vivir a Adelaida Hills, "a un sitio más
tranquilo", bien al Sur, donde reside su hermana pequeña, Julia, cocinera
excelente, y planea mudarse su madre, Diane. "Es una de las partes más
hermosas de Australia, con un clima similar al mediterráneo, una región
productora de vino y buenos alimentos. Deseo tener mis propias gallinas y una
huerta inmensa". Y un lugar donde mirar al mar… sin interrupción. Más
allá, solo el vacío, el mundo congelado, se diría.
Si está cansada o apurada, a
Kate Morton no se le nota ni un ápice durante los dos días que la entretenemos.
Ni un rictus descubrimos. Quizá sea porque además de literaria, también posee
formación teatral. "A veces me veo poniendo caras con las expresiones de
los personajes cuando estoy frente al ordenador", señala en su diario.
Quizá sea que es muy profesional. O quizá que es en verdad tal cual. Tanto su
marido como su amiga Selwa Anthony, su primera agente, imprescindible para
ella, o Annette Barlow, editora en Australia, la dibujan como trabajadora
impenitente y seria. "Tiene mentalidad de éxito; es centrada, apasionada,
pero sobre todo cree en lo que hace. Y cuanto más éxito tiene, mayor es su
determinación en mantener el equilibrio entre familia y popularidad", dice
la primera. "Kate trabaja durísimo, es perfeccionista y muy modesta.
Triunfa porque es contadora de historias nata. Escribe novelas de lo que ella
adora; crea mundos en los que a millones de lectores les gusta perderse y
personajes con los cuales querríamos pasar más tiempo", opina la segunda.
Solo la vemos perder la
compostura cuando, en un despiste, su cachorro se cae a la piscina estando solo
y su marido grita desde fuera al descubrirlo. Entonces ella, la escritora
superventas, muta en madre aterrada que salta como un resorte de la silla y
corre escaleras abajo creyendo que se trata de su hijo pequeño, un diablillo.
Solo un susto. "Me obsesiona eso", dirá luego en la cena, en el
restaurante Montrachet, un francés cercano a su casa al que acude a menudo con
amigos.
Los terribles sucesos,
tormentas, accidentes, varapalos y caprichos del azar al que están expuestos
los personajes de sus novelas le horrorizan imaginados con sus propios retoños
de protagonistas: menores abandonados a su suerte en un barco, obligados a
trabajar en un Londres paupérrimo por madrastras inflexibles, la pobreza en el
horizonte, la enfermedad, la locura, el aislamiento o el encierro… "Tengo
pesadillas con eso. Mis mejores y peores momentos siempre están relacionados
con los míos, con su salud, su bienestar". Todos los dramas para ella son
familiares y secretos. Quizá ahí está su inspiración, de ahí su ansia por
contar los ajenos.
Kate es delgada y lechosa de
piel, de pelo liso castaño con reflejos dorados y un flequillo que se recoloca
todo el rato con un solo dedo, un tic; piernas delgadas, ancha de caderas, se
cubre mucho el pecho; boca perfecta y mirada directa que te aborda con
franqueza. "Va siempre impecable", dice la fotógrafa, que la conoce
porque comparten barrio. Y sí, viste clásico, con faldas adornadas con flores,
zapato bajo o cómodo (presume de unos que se compró en Madrid). Es cercana, de
esas personas que facilitan las cosas. No parece que el éxito se le haya subido
a la cabeza: "Las cifras de ventas son una medida externa del éxito que se
escapa a mi control, mi medida personal es el placer de escribirlos y amo en
verdad escribirlos".
Y es madraza. Madruga para
llevar a sus hijos, junto a su marido, al colegio. Oliver va a una escuela
pública, que ella defiende por encima de todo, en la que participan activamente
los padres (de hecho, la fotógrafa y ella no paran de comentar sobre asuntos
lectivos). Los chavales juegan en los patios antes de entrar en las aulas. Lo
único distinto a los centros educativos de cualquier otro mundo es que hace un
calor pegajoso desde bien temprano, todo está rodeado de vegetación, los
pájaros cantan y el conjunto produce un ambiente siestero increíble.
Sus costumbres incluyen tomar
café cada día con amigas. Generalmente en un pequeño local, el Urban Grind. Hoy
son dos escritoras; una de ellas, Louise
Limerick, inmersa en su segunda obra, Lucindas’s
whirlwind. Se ponen al día y hablan del futuro del mundo, al hilo del
ensayo del liberal Niall Ferguson
Civilization. The west and the rest, que les ha impresionado. Repasan
asuntos caseros, comunitarios; cuentan de su país: "El Oeste está lleno de
explotaciones mineras… lo que sí tenemos es escasez de agua, siempre". Y
de literatura. Dejando a un lado a grandes autores nacionales como Peter Carey o Patrick White, dicen que leer (como el café) es moda en alza.
"La literatura australiana vive un gran momento, con más publicaciones que
nunca, sobre todo internacionalmente y en todo género", dice Kate.
De vuelta, en las paredes de su
estudio, en su casa –moderna, pero tradicional: de madera blanca, tres pisos,
mucho mirador lleno de plantas y sillones, cocina americana, estantes repletos
de libros clásicos, un piano, fotos familiares en blanco y negro, juguetes y
una divertida estatuilla de la reina Isabel que saluda sin pausa– cuelgan
esquemas, garabatos, círculos con relaciones y nombres de escenarios y
personajes de la nueva novela de esta mujer crecida en las montañas de
Tamborine, apenas a una hora de Brisbane, adonde iremos luego. "¿Manías al
escribir? Sí, tengo que quitarme todas las pulseras mientras escribo, no lo
puedo remediar. Y otra bien preocupante: necesito cambiar de habitación en cada
libro". Y para probarlo señala dos casas cercanas en la calle. Una
antigua, preciosa: "Ahí escribí la de Riverton". Y otra más grande,
azul: "Allí, El jardín".
Cuadernos y papeles se acumulan
sobre la mesa y en el suelo; bajo un ventanal está ordenada su egoteca, las ediciones
de sus libros en distintos idiomas. Una pizarra blanca señala lo que debe
escribir cada jornada: dos mil palabras.
(…)
De repente, el misterio del
éxito de Kate Morton se desvela. Ella lo sabe: necesitamos colocar un marco
clásico a nuestras vidas, dotarlas de historia. Y ahí es donde ella, puntada de
pasado va, puntada de presente viene, agarra el hilo del tiempo y lo borda. “
Tras el secreto de Kate Morton
Lola Huete Machado
El País
24/02/2012
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