7 de març 2017

l'autora del mes



“La escritora superventas había avisado: "Cuando vuelas hasta Australia es cuando adquieres conciencia de la dimensión del mundo, de su inmensidad".  Y tiene razón.  La flechita en la pantalla del avión que marca la ruta va dejando atrás Europa,  la península Arábiga,  el subcontinente indio,  se dirige a Singapur…  Y desde allí aún queda una jornada laboral completa hasta aterrizar en la ciudad de Brisbane (dos millones de habitantes,  en Queensland,  noroeste del país,  la tercera mayor de Australia),  lugar de residencia de Kate Morton,  la autora que ha conquistado el mundo desde Oceanía.

Solo de su segunda novela, El jardín olvidado,  ha vendido más de medio millón de ejemplares en España (y otros 250.000 con la primera, La casa de Riverton).  Casi ocho millones en total,  en 38 países.  La tercera,  Las horas distantes, [vuelve] otra vez [sobre] sus obsesiones: "La estrecha relación entre el ayer y el hoy, y también Inglaterra, con sus sagas familiares,  sus casas antiguas,  sus libros centenarios,  con ese sentido de continuidad histórica…" Ese es el motor de sus narraciones: un pasado que se resiste a morir y acaba cimentando (o diluyendo) el presente.

(…)

Kate Morton  (Berri, 1976)  traza vidas como esas líneas en los mapas de navegación;  sus personajes, habitantes de un mundo y un tiempo concreto, van y vienen, aterrizan y despegan de él cargados de peripecias que se enlazan y entrecruzan; dibuja el rastro de los que estuvieron y ya no están, pero crearon un tejido que condiciona el de sus sucesores, el nuestro.

Tan lejanas, se diría, como Australia misma, que a ojos mediterráneos parece inalcanzable.  Entenderla quizá sea acercarse un poco más a Kate Morton.  Hay que abrazar gran parte del globo durante un día completo y adelantar el reloj y la cabeza nueve horas cuando se pone el pie en esta mancomunidad,  su país,  que es como una isla gigantesca en las antípodas (con una superficie cercana a la de EE UU, pero con 14 veces menos población,  22 millones,  tan vacío que da vértigo);  el segundo del mundo tras Noruega en el índice de desarrollo humano 2011.  Puros nórdicos del Sur.  América,  Europa y  Asia,  fundidos en este verano austral.  ¿Tienen problema de identidad los australianos?  Morton dirá luego, sonriendo con su boca inmensa, que sí. “Tenemos una forma de vida muy norteamericana, pero la cultura con la que nos formamos y que nos atrae es europea y la influencia asiática es cada vez mayor”.  Un melting pot que no acaba de reconocerse en sus orígenes aborígenes milenarios, que fue enorme territorio carcelario para los británicos desde el siglo XVIII, se independizó en 1901 y aún mantiene a la reina británica, Isabel II, como propia.

Curioso lugar al que el estereotipo actual ha dotado de minas, desiertos, eucaliptos, koalas, canguros, tiburones y playas repletas de surferos cachas sin fin. Asuntos varios y con tirón que sí son tal, pero que suelen aparecer poco o nada en la obra de Morton.  Su ambiente literario es otro, mucho más de interioridades dramáticas y exteriores románticos; de decoración victoriana y acantilados amenazantes; de castillos ruinosos con paredes que rezuman historias y seres atormentados que languidecen cargando fardos de secretos familiares.

Más de viejo continente que de este en apariencia joven y próspero, en el que la crisis económica actual apenas es rumor en la costa y donde la arquitectura se levanta a imagen y semejanza del cóctel de gente que pasea por sus calles. Brisbane es puro ejemplo: el centro de la city es un mall continuo, todo producto es chino,  hay gimnasios por doquier y playas urbanas en la ribera del río homónimo,  que se desbordó justo ahora hace un año con resultados desastrosos aún no olvidados.  "Mi literatura bebe de fuentes góticas, de aquello que mamé en mis lecturas juveniles,  que solían ser de las hermanas Brontë,  Dickens,  Daphne du Maurier, Poe o Lucy Clifford,  por poner ejemplos de la literatura victoriana que estudié".  De educación británica, lo que la convirtió en lectora impenitente es, sin embargo, popular y siempre el mismo: "Sin duda, Enid Blyton".

Las historias de Morton discurren en diferentes décadas del siglo XX.  Y con protagonistas muy dadas al surfeo existencial.  Siempre mujeres (en su casa eran todas chicas), los hombres siempre en papel secundario.  (…) “ las historias me poseen a mí, no yo a ellas; me surgen ideas a todas horas". Y como una llegue a mitad de la noche, malo: debe saltar de la cama de inmediato y anotarla. "Si no, se esfumará con el sueño".

Cuando llegamos a su domicilio en Paddington, su barrio, donde, atestiguamos, ella sigue una tranquila y bucólica vida cotidiana: apacibles jornadas escribiendo junto a su esposo, Davin Patterson; sus dos hijos, Oliver y Louis; su perro Buddy, en una casa de madera con jardín donde las chicharras no paran de cantar ni un segundo. Paddington aparecía en El jardín olvidado, con su mercado de antigüedades, las tienditas de ropa vintage y objetos victorianos (medallones, perlas, sombreros ajados…); sus librerías, restaurantes, las casas con veranda salpicadas por las colinas como escena de cuento: todo madera, todo verde intenso… Hay cruces que recuerdan a esas calles de San Francisco onduladas de las películas made in USA.

Kate Morton confiesa, sin embargo, que sueña con irse a vivir a Adelaida Hills, "a un sitio más tranquilo", bien al Sur, donde reside su hermana pequeña, Julia, cocinera excelente, y planea mudarse su madre, Diane. "Es una de las partes más hermosas de Australia, con un clima similar al mediterráneo, una región productora de vino y buenos alimentos. Deseo tener mis propias gallinas y una huerta inmensa". Y un lugar donde mirar al mar… sin interrupción. Más allá, solo el vacío, el mundo congelado, se diría.

Si está cansada o apurada, a Kate Morton no se le nota ni un ápice durante los dos días que la entretenemos. Ni un rictus descubrimos. Quizá sea porque además de literaria, también posee formación teatral. "A veces me veo poniendo caras con las expresiones de los personajes cuando estoy frente al ordenador", señala en su diario. Quizá sea que es muy profesional. O quizá que es en verdad tal cual. Tanto su marido como su amiga Selwa Anthony, su primera agente, imprescindible para ella, o Annette Barlow, editora en Australia, la dibujan como trabajadora impenitente y seria. "Tiene mentalidad de éxito; es centrada, apasionada, pero sobre todo cree en lo que hace. Y cuanto más éxito tiene, mayor es su determinación en mantener el equilibrio entre familia y popularidad", dice la primera. "Kate trabaja durísimo, es perfeccionista y muy modesta. Triunfa porque es contadora de historias nata. Escribe novelas de lo que ella adora; crea mundos en los que a millones de lectores les gusta perderse y personajes con los cuales querríamos pasar más tiempo", opina la segunda.

Solo la vemos perder la compostura cuando, en un despiste, su cachorro se cae a la piscina estando solo y su marido grita desde fuera al descubrirlo. Entonces ella, la escritora superventas, muta en madre aterrada que salta como un resorte de la silla y corre escaleras abajo creyendo que se trata de su hijo pequeño, un diablillo. Solo un susto. "Me obsesiona eso", dirá luego en la cena, en el restaurante Montrachet, un francés cercano a su casa al que acude a menudo con amigos.

Los terribles sucesos, tormentas, accidentes, varapalos y caprichos del azar al que están expuestos los personajes de sus novelas le horrorizan imaginados con sus propios retoños de protagonistas: menores abandonados a su suerte en un barco, obligados a trabajar en un Londres paupérrimo por madrastras inflexibles, la pobreza en el horizonte, la enfermedad, la locura, el aislamiento o el encierro… "Tengo pesadillas con eso. Mis mejores y peores momentos siempre están relacionados con los míos, con su salud, su bienestar". Todos los dramas para ella son familiares y secretos. Quizá ahí está su inspiración, de ahí su ansia por contar los ajenos.

Kate es delgada y lechosa de piel, de pelo liso castaño con reflejos dorados y un flequillo que se recoloca todo el rato con un solo dedo, un tic; piernas delgadas, ancha de caderas, se cubre mucho el pecho; boca perfecta y mirada directa que te aborda con franqueza. "Va siempre impecable", dice la fotógrafa, que la conoce porque comparten barrio. Y sí, viste clásico, con faldas adornadas con flores, zapato bajo o cómodo (presume de unos que se compró en Madrid). Es cercana, de esas personas que facilitan las cosas. No parece que el éxito se le haya subido a la cabeza: "Las cifras de ventas son una medida externa del éxito que se escapa a mi control, mi medida personal es el placer de escribirlos y amo en verdad escribirlos".

Y es madraza. Madruga para llevar a sus hijos, junto a su marido, al colegio. Oliver va a una escuela pública, que ella defiende por encima de todo, en la que participan activamente los padres (de hecho, la fotógrafa y ella no paran de comentar sobre asuntos lectivos). Los chavales juegan en los patios antes de entrar en las aulas. Lo único distinto a los centros educativos de cualquier otro mundo es que hace un calor pegajoso desde bien temprano, todo está rodeado de vegetación, los pájaros cantan y el conjunto produce un ambiente siestero increíble.

Sus costumbres incluyen tomar café cada día con amigas. Generalmente en un pequeño local, el Urban Grind. Hoy son dos escritoras; una de ellas, Louise Limerick, inmersa en su segunda obra, Lucindas’s whirlwind. Se ponen al día y hablan del futuro del mundo, al hilo del ensayo del liberal Niall Ferguson Civilization. The west and the rest, que les ha impresionado. Repasan asuntos caseros, comunitarios; cuentan de su país: "El Oeste está lleno de explotaciones mineras… lo que sí tenemos es escasez de agua, siempre". Y de literatura. Dejando a un lado a grandes autores nacionales como Peter Carey o Patrick White, dicen que leer (como el café) es moda en alza. "La literatura australiana vive un gran momento, con más publicaciones que nunca, sobre todo internacionalmente y en todo género", dice Kate.

De vuelta, en las paredes de su estudio, en su casa –moderna, pero tradicional: de madera blanca, tres pisos, mucho mirador lleno de plantas y sillones, cocina americana, estantes repletos de libros clásicos, un piano, fotos familiares en blanco y negro, juguetes y una divertida estatuilla de la reina Isabel que saluda sin pausa– cuelgan esquemas, garabatos, círculos con relaciones y nombres de escenarios y personajes de la nueva novela de esta mujer crecida en las montañas de Tamborine, apenas a una hora de Brisbane, adonde iremos luego. "¿Manías al escribir? Sí, tengo que quitarme todas las pulseras mientras escribo, no lo puedo remediar. Y otra bien preocupante: necesito cambiar de habitación en cada libro". Y para probarlo señala dos casas cercanas en la calle. Una antigua, preciosa: "Ahí escribí la de Riverton". Y otra más grande, azul: "Allí, El jardín".

Cuadernos y papeles se acumulan sobre la mesa y en el suelo; bajo un ventanal está ordenada su egoteca, las ediciones de sus libros en distintos idiomas. Una pizarra blanca señala lo que debe escribir cada jornada: dos mil palabras.

(…)

De repente, el misterio del éxito de Kate Morton se desvela. Ella lo sabe: necesitamos colocar un marco clásico a nuestras vidas, dotarlas de historia. Y ahí es donde ella, puntada de pasado va, puntada de presente viene, agarra el hilo del tiempo y lo borda. “

Tras el secreto de Kate Morton
Lola Huete Machado
El País

24/02/2012

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