“Harry citaba a menudo a
Margaret Cavendish, esa pintoresca filósofa cuyo deseo más ardiente era
encontrar lectores después de muerta. La
duquesa de Newcastle había soñado con una gloriosa vida póstuma, cuando, por
fin, su obra sería apreciada. Yo nunca había oído hablar de Cavendish hasta que
conocí a Harry, siendo como soy un ingenuo patriarcal, pero Harry la adoraba. La duquesa murió en 1673 y su obra fue
depreciada, ignorada o denigrada durante
más de trescientos años hasta que la gente volvió a fijarse en ella. Harry
abrazó la causa de aquella duquesa apaleada y rechazada como si fuera una
hermana con quien proseguir la búsqueda en un mundo de hombres.
Harry volvió a trabajar en su
Margaret, la criatura materna del Mundo Deslumbrante,
cuya realización había comenzado tiempo atrás y casi había terminado, pero que abandonó porque el monstruo nunca
acabó de satisfacerla. Cuando vi por vez primera a esa mamá enorme con sus
tetas colgantes, dispuesta a salir a gatas del estudio, el corazón me dio un vuelco. Aquélla no era la
dulce ensoñación de una odalisca gigante como la que Harry había hecho para
aquel chico, Tish. Esta mujer contenía varios mundos en su interior. Si mirabas
su cráneo transparente, veías dentro pequeños
seres, una masa de liliputienses de cera ocupados en sus asuntos. Unos corrían,
otros saltaban. Bailaban y cantaban. Se sentaban frente a diminutos ordenadores,
máquinas de escribir o páginas de papel. Si los mirabas de cerca, veías que
estaban escribiendo notas musicales, haciendo dibujos, anotando fórmulas
matemáticas, escribiendo poemas e historias. Un hombrecillo gordito y viejo
estaba escribiendo Confesiones de un poeta menor. Había varias parejas lascivas
haciéndolo en la parte de arriba de aquella cabeza femenina de Gulliver. Hombres con mujeres, hombres con hombres y mujeres con mujeres, lo que se dice una orgía en toda regla. Había un
duelo sangriento a espada y un asesino con una pistola que miraba a su víctima
tendida en el suelo. Había un unicornio y un minotauro, un sátiro y un ángel
femenino gordo con alas, rodeado de bebés regordetes pintados en todos los
colores. Escaleras abajo, esto es, bajo los labios de la enorme vagina, la fértil
matrona daba a luz a otra ciudad habitada por pequeños humanoides. Harry se
esforzó mucho por tensar bien los cables que suspendían todo aquello para
conseguir el efecto deseado: algunos de los pequeños seres estaban suspendidos
en el aire entre el canal del parto de la muñeca gigante y el suelo. Otros ya habían descendido y se arrastraban, andaban,
corrían o saltaban, alejándose en diversas direcciones de quien
los había engendrado.
Harry no creía que la obra
estuviera terminada. Está mal, decía, es
demasiado cómica. Después añadió letras y números de muchos colores. Luego
añadió más figuras. Dijo que no importaba si se veían o no. Necesitaba hacerlas
y las hizo, un montón de personitas en cera perfectamente formadas. Cosió
prendas de ropa para algunas y a otras las dejó desnudas. Podía trabajar en
ellas casi en cualquier sitio y más de una vez me senté en el sofá sobre un cuerpecito
duro, aplastando a algún hombre, mujer o niño bajo mi colosal culo. Después de
esos accidentes, Harry recogía a la pobre criatura y le volvía a recolocar los
miembros o el cabello mientras le decía preocupada: así que eres tú, Cornelius.
O bien: Keisha, me preguntaba dónde te habías metido. En el Reino de Harry todo
el mundo tenía nombre.
(…)
Cuando lo recuerdo, aquéllos
fueron días de vino y rosas, ese periodo de libertad que compartimos Harry y yo
después de reencontrarnos. Todos los artistas residentes se habían marchado de
la casa excepto el Barómetro, cuya existencia había pasado a ser más ordenada
gracias a que ahora tenía un médico que le recetaba un poco de litio y le hizo
un nuevo diagnóstico: esquizoafectivo. Visto lo visto, sigo llamando a aquel
tiempo días de rosas, simplemente de rosas, agradables días de café y bollos,
de hasta luego mi amor, me voy a trabajar, besos por las mañanas y de
muchísimas charlas después del trabajo, mientras cortábamos verduras o
recogíamos la mesa después de la cena. Gritábamos al malvado presidente al
unísono y tuvimos algunas majestuosas peleas acerca del hombre y la mujer y lo
que es o no innato en uno y otro sexo. Sí, para ser franco, nos peleábamos. Nos
peleábamos, pero también nos revolcábamos sobre la paja y, para seguir siendo
franco, hubo muchas noches en las que el cansancio no nos permitía darnos el
revolcón, pues ya no éramos jóvenes y preferíamos hablar. Fueron largas
sesiones de pensar en voz alta sobre arte, poesía y sobre nuestras más jóvenes
criaturas, Aven y Bran, los niños que se enfrentarían a un futuro que nosotros
nunca veríamos.
Cuando Rune murió en su propia
trampa, la noticia salió en la portada del New
York Post y en la del Daily News
y en la página 9 del The New York Times.
Innumerables «medios» opinaron también sobre su trágico mutis del planeta. Las
fauces de los medios escupieron su tributo a Rune, acompañado de fotos del
todavía juvenil y perturbador artista posando junto a sus obras, incluida
Debajo, no, especialmente Debajo. Las revistas de arte dedicaron números
enteros a su legado, especulando sobre lo que hubiera sucedido si aquel
extraordinario chico malo hubiese seguido viviendo. Por lo visto, padecía una
depresión. De hecho, tenía en casa toda una farmacia amontonada en el cuarto de
baño para tratar su enfermedad. La simpatía hacia el artista caído rezumaba por
los poros periodísticos. La depresión se debe a un desequilibrio químico,
decían. El pobre tipo había sido víctima de la descomposición de su propia
química cerebral.
Ni una palabra sobre Harry. Su
eliminación fue total. La revista The
Open Eye y la carta de Eldridge deberían haber desviado la atención sobre
Harry, pero alguien se olvidó de señalarlo. Una noche, cenando una buena
merluza con brécol, Harry manifestó, con esa atemorizante y fría voz que
escuché aquel día que se enfrentó a Rune, que hubiera querido hacerle daño,
pero que, una vez muerto, ya no sentía nada. Rune había muerto, pero ella
también estaba muerta para él, muerta para los seudónimos, muerta para la
historia. El reluciente vehículo de Harry se había estrellado antes de llegar a
su destino, al igual que el de Rune. Harry no creía que se hubiera suicidado.
Ya no se podía hacer nada. Ella había tenido más razón de la que hubiera
imaginado. Los poderes establecidos nunca aceptarían el arte de Harry
precisamente porque era suyo. Harriet Burden no era nadie, una doña Nadie gorda
y grandota, a quien nadie quería reconocer.”
El mundo deslumbrente
Siri Hustvedt
traducción: Cecilia Ceriani
Anagrama, 2014
página 336-339
“Con determinados libros resulta complicado
tomar distancia. Así me ha sucedido a mí
mientras leía Un mundo deslumbrante
(Anagrama, 2014) de Siri Hustvedt, una novela donde me solapo con el discurso de
la autora –porque Hustvedt es una escritora con discurso -, con lo que adivino
bajo la voz de los personajes. Casi no
me queda espacio para la respiración de una idea propia. Pero lejos de sentirme
acorralada, me siento deslumbrada.”
Leer el artículo completo “Siri Hustvedt crea la gran novela feminista”, de Marta Sanz
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