“Un granjero pobre le dice a su
único hijo: “En la ciudad pusieron una nueva escuela. Le dicen Facultad de
Agronomía. Dura cuatro años. Dicen que, si vas, podremos hacer que rinda mejor
la tierra”. El joven acepta en silencio la decisión de su padre y va. Para
poder asistir a clases debe levantarse a las cuatro de la mañana, ordeñar las
vacas, dar de comer a los cerdos, juntar huevos y cortar leña en una granja
cercana a la ciudad y recién entonces puede hacer caminando los tres kilómetros
que lo separan de aquella pequeña urbe de provincia. Las mismas tareas repite
cada noche cuando vuelve de la universidad a la granja donde le dan alojamiento
a cambio de su trabajo. Un día comienza a cursar una materia que nada tiene que
ver con las demás pero es obligatoria en la currícula. La materia es Lengua y
Literatura. El joven granjero descubre en esa materia algo que “no puede
decirse en palabras pero que lo transmiten las palabras”. Sin decir nada a
nadie, casi sin darse cuenta él mismo, cambia su plan de estudios. Sigue
trabajando mañana y noche en la granja que le da cobijo, pasa cada momento que
tiene libre en la biblioteca de la universidad, pero jamás piensa en su futuro,
hasta que su tutor le dice: “Jovencito, en breve termina sus estudios. ¿Su idea
es regresar a la granja de sus padres con una magistratura en Inglés? ¿Todavía
no se ha dado cuenta de que quiere quedarse con nosotros?”
Miren ese puñado de edificios
neoclásicos rodeados de prolijo verde, miren a ese hijo de granjeros pobres
transplantado a aquella ciudadela. La universidad está en Missouri, pero eso no
importa. La época (de 1913 a fines de los años 50) tampoco importa, porque ésta
es una historia universal. Es decir, una historia ínfima: la vida de un hombre
marcada por una decisión que tomó casi sin darse cuenta, y que le dará más
desdichas que alegrías, más resignación que recompensas. Imaginen el arco de
esa trayectoria discreta, anónima, a los ojos de los alumnos que lo ven pasar:
un profesor desdichado en su matrimonio, que en un episodio misterioso perdió
una interna con un colega, cuyo costo acepta pagar con resignación a lo largo
de los años. Detrás de ese rumor que acompaña los pasos del profesor por el
campus y por su época, Stoner cuenta la historia de la vida interior de su
protagonista, y eso es lo que hace mágica esta novela. Kierkegaard decía que el
problema de la vida es que se vive para adelante pero sólo se la entiende para
atrás: pocas veces me he topado con una novela que lo transmita mejor. Para
decirlo más francamente: hacía tiempo que un libro no me dejaba tantas veces
sin aire, galvanizado de golpe por la emoción, mientras leía.
Se ha dicho que Stoner es un libro inolvidable porque
encarna las mismas virtudes que predica: la vieja idea de que la literatura
ayuda a entender la vida. Quizá por eso sus más ardientes defensores son
lectores fanáticos: porque reviven a lo largo de su lectura las epifanías que
tuvieron como lectores a lo largo de sus vidas. “Hay derrotas y victorias de la
raza humana que no son militares y que no quedan registradas en los anales de
la historia”, le dice al joven Stoner su tutor. Y de eso precisamente trata la
novela: de esos pequeños momentos en que un rayo de sabiduría (a veces
silenciosamente fulgurante, a veces ensordecedoramente doloroso) atraviesa la
vida de su protagonista.
Stoner fue escrita por un profesor universitario casi igual de
anónimo que el profesor Stoner: John
Williams también era hijo de granjeros pobres y también padeció una
acusación de un colega que tuvo consecuencias prolongadas en su carrera. Cuando
publicó el libro, en 1965, tenía cuarenta y tres años, y no le cambió un
milímetro la vida hasta que murió, jubilado de la enseñanza, en Fayetteville,
Arkansas, en 1994. Cada tanto, algún lector ilustre de aquella primera edición convencía
a una editorial de que la reimprimiera, y volvía a pasar lo mismo: se vendían
unos pocos ejemplares y el libro volvía a perderse en el olvido tal como el
profesor Stoner es olvidado por las sucesivas camadas de alumnos que pasan
delante de él. Irving Howe intentó
resucitarla en The New Republic en
1966, CP Snow hizo lo mismo desde el
Financial Times de Londres en 1973
(“¿Por qué no es famosa esta novela?”), Dan
Wakefield lo intentó en Ploughshares
en 1981 y el irlandés John McGahern
en la New York Review en 2003. Pero
una y otra vez pasaba lo mismo.
Entonces la escritora francesa Anna Gavalda la tradujo a su idioma y
remó por ella hasta llamar la atención de crítica y lectores de su país. El
fenómeno cundió por los países de Europa y llegó a nuestras costas: una
espléndida novela norteamericana que los norteamericanos no sabían apreciar.
Cuando el gran escritor inglés Julian
Barnes terminó de leerla, le preguntó a su colega Lorrie Moore al otro lado del Atlántico qué les pasaba a los
escritores yanquis con Stoner. Moore
le contestó: “A nosotros nos parece un librito adorable pero menor, muy bien
escrito pero parecido a muchos otros, casi único en su tristeza pero en última
instancia fallido”. Barnes comenta que esta interpretación quizá se deba a otro
motivo: los personajes callados y estoicos como Stoner, en la literatura
norteamericana (de Cheever a Carver), casi invariablemente se apoyan
en el alcoholismo para sobrellevar sus desgracias, pero en Stoner no hay
alcohol. Tampoco se menciona a Dios en ningún momento, y los norteamericanos no
entienden la resistencia a la desgracia si no se apoya en una u otra de esas
muletas.
Cuando dije que el autor de
Stoner era profesor universitario igual que su personaje y, como él, hijo de
granjeros pobres, me faltó agregar que armó su criatura de dos mitades: una era
autobiográfica, pero la otra era biográfica. Williams tomó esa otra mitad de
Stoner de un colega suyo de facultad llamado JV Cunningham. No sólo en su aspecto más obvio (Cunningham tuvo un
largo matrimonio infeliz y una hija que también fue muy infeliz, tal como
Stoner). Además, Cunningham fue un poeta poco prolífico: su Obra Completa, hecha de breves poemas
que son casi epigramas y hoy reeditada y celebrada, no alcanza las 150 páginas.
Cunningham supo decir, con la misma callada resignación de Stoner: “La brevedad
es mi defecto”. El hallazgo de Williams fue imaginar un Cunningham que no
hubiera escrito esos pequeños poemas; que sólo los tuviera embotellados sin
saberlo dentro de sí mismo. (…)
JV Cunningham también supo
declarar: “Si mi obra no es de este tiempo, es parte de la evidencia de lo que
fueron estos tiempos”. Siete años después de publicar Stoner sin pena ni
gloria, John Williams escribió una novela más, sobre Roma antigua (Augustus), que le hizo ganar el
National Book Award a medias con John
Barth, el celebrado novelista experimental mimado por la crítica. Fue su
único momento de gloria pero prefirió no disfrutarlo en persona: no fue a la
premiación, quizás anticipando el desvaído elogio que le dedicó el jurado a su
novelita provinciana, tan a contrapelo de la estética imperante. Igual que
cuando murió, en 1994, y las necrológicas de los diarios lo despidieron más
como educador que como escritor. No importa: hoy por suerte sabemos lo que era
en realidad.”
Hablemos
de Stoner
por Juan
Forn
en Página12
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