10 d’oct. 2019

en busca de robinson crusoe


por Enrique de Hériz

Barcelona, julio de 2004

El Periódico de Cataluña me encarga una reseña de la novela Foe, de J. M. Coetzee. Les propongo aprovechar la edición simultánea de la traducción de Robinson Crusoe firmada por Julio Cortázar, y republicada con prólogo del propio Coetzee, para escribir uno de los largos reportajes que en esa época solían abrir el suplemento literario de dicho periódico.

Después de una intensa lectura de Foe acudo a mi ejemplar inglés de Robinson Crusoe en busca de puentes, algún párrafo, una frase, citas concretas para ilustrar el nexo entre las dos obras. Encuentro la cita perfecta:

Tenía tortugas en abundancia, mas apenas podía servirme de alguna de vez en cuando. Tenía madera suficiente para construir una flota entera, uvas hasta para hacer vino o para llenar de pasas las bodegas de dicha flota, suponiendo que la construyera. Mas solo me parecía valioso aquello que podía usar de algún modo. Teniendo lo suficiente para comer y para cubrir mis necesidades, ¿de qué me servía todo lo demás?

Coetzee es el gran narrador del despojo, de la poquedad, de una economía moral casi ecologista. Este Robinson que, en su abandono, lamenta precisamente lo que le sobra podría ser tranquilamente una creación del Nobel surafricano. Busco la traducción de Cortázar para brindar a los lectores el párrafo en la misma versión que encontrarán si acuden a comprar Robinson Crusoe en la edición vigente. No encuentro el párrafo. Es tarde, madrugada ya. Tengo que entregar. Maldigo mi torpeza. Busco y rebusco. Al final, con la edición inglesa en una mano y la española en la otra, retrocedo varias páginas y trato de seguir el hilo de los puntos y aparte. No soy yo; no ha empezado aún el Alzheimer. El párrafo no está.

Me apresuro a traducirlo, asombrado por la improbabilidad estadística de haber ido a dar precisamente con el único párrafo que habría sido recortado por los duendes de imprenta. Una intuición casi tenebrosa me impulsa a revisar las primeras páginas. Aún no he olvidado ese momento: las dos primeras páginas del Robinson se reducían a menos de media en la versión de Cortázar. ¡Las primeras! ¡Qué torpeza! Así, de entrada, sin el menor disimulo. He sido editor. He revisado decenas de traducciones mediocres cuyos perpetradores se esforzaban al menos por engañarme con una apariencia de dignidad y eficacia que solía prolongarse como mínimo durante las primeras diez páginas. Me negaba creer que Cortázar hubiera sido tan bruto.

Digo Cortázar pese a que, más de siete años después –y tras una investigación obsesiva y, si se me perdona el atrevimiento, rigurosa–, ignoro todavía quién mandó cortar qué a quién. Pudo ser alguien de la editorial que se lo encargó (Viau, Buenos Aires, 1945): era una práctica común en esos tiempos. Pudo ser él mismo: es sabido que se tomaba ciertas libertades al traducir algunos textos y más de una vez hizo referencia a la siempre sospechosa libertad recreadora que conviene conceder a los traductores. En alguna carta de la época menciona que el trabajo de traducir a Defoe le ha resultado aburrido. Pero también pudo ocurrir algo que nos permitiría eximirlo y respirar aliviados: tal vez tradujo a partir de una edición ya mutilada en origen. El texto de Cortázar no solo tiene supresiones graves y sistemáticas; también un curioso añadido: está dividido en capítulos con su correspondiente título, cosa que nunca hizo Defoe en el original, pero sí quienes, ya en tiempo contemporáneo a su primera publicación, piratearon el texto en su propio idioma.

En el verano de 2004 yo ignoraba todos estos detalles. Y tenía que entregar mi reportaje. Me limité a incluir un párrafo en el que revelaba las serias carencias de la traducción y lamentaba que no se hubiera publicado con alguna nota aclaratoria de las circunstancias en que se produjo. El 22 de julio, cuando apareció el artículo, comprobé que alguien, en la redacción del periódico, había considerado oportuno diagramar ese párrafo aparte, resaltarlo con un fondo de color y titular: “Las tijeras de Cortázar”. Así vamos, haciendo amigos por el camino. A altas horas de la noche sonó en casa el teléfono y acudí a contestar con el convencimiento de que sería alguien de Mondadori, alguna de las viudas de Cortázar o una empleada de la Agencia Literaria Balcells. En cualquiera de los tres casos, la llamada tendría ánimos de venganza. Por suerte, era Daniel Fernández, presidente y director editorial de Edhasa.  Mi editor, vamos.

Daniel suele ser bastante ceremonioso, pero aquella noche se ahorró hasta el saludo y disparó antes incluso de oír mi voz: “Ya sé que no son horas, pero te llamo para que me traduzcas Robinson Crusoe.” Mi respuesta tampoco fue especialmente cautelosa: “Cada día estás más loco, Daniel.”

¿Traducir Robinson Crusoe? ¿Un texto de 1719? ¿Los dos volúmenes, que sumarían, a ojo de buen cubero, cerca de setecientas páginas? Y encima, por mucho que esa no fuera mi intención... ¿hacerlo a riesgo de que se interpretara que era contra Cortázar? Loco, sí: él por proponérmelo; y yo si me atrevía siquiera a jugar con la idea.

Noruega, agosto de 2004

El mundo sigue girando. Milagrosamente. Mi revelación sobre las carencias en la traducción no ha provocado ningún terremoto. No se ha precipitado (todavía) ninguna gran crisis. Confirmo una vez más que en la industria editorial, mientras podamos seguir llenando páginas, vendiendo periódicos, facturando libros, es decir, mientras siga echando humo la máquina, a nadie le importa nada. Bueno, no seré yo quien se atribuya una mayor pureza. Leo Robinson Crusoe en una cabaña, junto a un lago. En inglés, por si acaso. Llevo años dedicando los veranos a releer, en su idioma original, una serie de clásicos que, sospecho, mi generación apenas cree haber leído. Libros que nos llegaron en ediciones infantiles, probablemente ilustradas, abreviadas y, en la mayoría de los casos, pésimamente traducidas. Gracias a esa suspicacia, los últimos quince años me han procurado redescubrimientos maravillosos de algunos textos de Conrad, Melville, Stevenson, Shelley... Por primera vez entiendo que los británicos concedan a Robinson la misma importancia que nosotros al Quijote. Que lo consideren obra fundacional del género novelesco. Robinson Crusoe tiene pasajes áridos, acaso aburridos, algunas carencias estructurales de las que se derivan ciertos desequilibrios y un uso particular, cuanto menos desmañado, de la gramática. Pero es una obra maestra. Está viva. Te lo parece cuando la terminas de leer y años después, más todavía.

Pero de nuevo... ¿traducir Robinson Crusoe?

Hace apenas medio año que salió mi novela Mentira y, contra todos mis pronósticos, ha sido bendecida por la lotería del éxito repentino. Ha ganado el Premi Llibreter, se vende, se reimprime, me proponen traducirla. No mantengo al respecto el menor cinismo: me encanta que le vaya tan bien a un libro mío. Pero llevo demasiados años en este negocio para desconocer la ley fundamental que obliga a huir de los éxitos igual que de los fracasos: escribiendo otro libro. En mi escritorio, aparte de las muestras de la fiebre Defoe que parece aquejarme, hay otros textos. Y tumbados en los huecos de la biblioteca. Y por el suelo. Libros de magia: manuales, estudios, copias de archivos bibliotecarios, tesis de historia de la magia, copias de los registros de la patente de diversos artilugios. Quiero escribir una nueva novela. Solo sé que su protagonista será un mago a punto de quedarse ciego, que me obliga a empaparme de detalles de la historia de la magia en la época victoriana y que de ningún modo puede tener menos de quinientas páginas. Tengo un calendario de promoción de Mentira insoportable pero me propongo cumplir con él con una sonrisa en la boca. Dure lo que dure. ¿Traducir Robinson Crusoe? Habría que estar loco.

Y sin embargo una doble curiosidad me impide tratar ese proyecto como lo que es: una ruinosa locura que conviene abandonar antes de que la simiente arraigue. Por un lado, quiero entender a qué se debe que el mundo hispano haya menospreciado siempre Robinson Crusoe como “novelita” de aventuras, muy lejos de concederle la trascendencia genérica que se le otorga en el anglosajón. Por otro, lo reconozco, hay una pulsión cotilla, unas ganas de saber qué diablos le pasó a Cortázar. Pasado el tiempo sospecho que la pasión con que me puse a rastrear esa historia no nacía de una voluntad inculpatoria, sino de todo lo contrario: necesitaba perdonar a Cortázar, encontrarle una excusa creíble, demostrar incluso que no tenía nada que ver, que no había sido él. Gracias a la amable intervención del muy cortazariano y cortazarista Carles Álvarez, y con la deliciosa participación de Aurora Bernárdez, primera esposa de Cortázar y, a su vez, buena traductora, tuve en mis manos un ejemplar precioso de la primera edición argentina de la traducción. Era el momento ansiado: creía que bastaría con abrirla para confirmar que era correcta y que, en consecuencia, cabía derivar la culpa a sus posteriores editores (unos cuantos, por cierto, tanto en España como en Argentina). Algún listillo, acaso muerto ya Cortázar, había decidido que al libro le sobraban páginas y las había suprimido a lo bruto. He visto cosas peores. Pero no era el caso. Primera página, segundo párrafo: ahí estaba el primer recorte.

En el juicio contra el genial cuentista argentino había un testimonio de mucho peso, un detalle que, pese a mi talante exculpatorio, lo señalaba permanentemente como usuario del arma del delito, unas flagrantes tijeras. Se trataba del criterio utilizado para recortar. Porque había un criterio que, en primera lectura, parecía de naturaleza ideológica. Robinson Crusoe está lleno de reflexiones de orden religioso en torno al pecado de la desobediencia y a propósito del uso que Dios hace de la providencia para castigar a quien lo practica. Está plagado de ideas sobre la organización de la sociedad que responderían, como mínimo, al calificativo de “jerárquicas”. Si a alguien con el perfil ideológico de Cortázar le daba por recortar un tercio del Quijote, era lógico que quitara exactamente eso y eso es justamente lo que falta en su versión. ¿Demasiadas casualidades?

Demos un paso más y llegaremos a la encrucijada perfecta: un recodo del camino en el que podremos perdonar a Cortázar y resolver de paso la otra incógnita. Para ello, como todo viaje que se precie, hemos de desplazarnos por el tiempo.

Londres, 25 de abril de 1719

Salen de la imprenta de un tal William Taylor, ubicada en la londinense Paternoster Row, los primeros ejemplares de una nueva obra: Vida y extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe, marinero de York, que vivió veintiocho años solo por completo en una isla deshabitada en la costa de América, cerca de la desembocadura del gran río Orinoco, tras ser arrojado a tierra en un naufragio en el que perecieron todos los hombres menos él. Con un relato de cómo al fin fue extrañamente rescatado por piratas. Escrito por él mismo.

¿Escrito por él mismo? Defoe pretendía otorgar un sesgo testimonial e historicista al texto, acaso verdaderamente hacerlo pasar por autobiográfico, pero se trataba de su primera obra de ficción tras una larga serie de panfletos políticos, ensayos, panegíricos poéticos, sátiras, columnas periodísticas y manuales de conducta. El éxito fue inmediato. El 20 de agosto, menos de cuatro meses después de la primera edición, fresca aún la tinta de las sucesivas reimpresiones, apareció la segunda parte: Nuevas aventuras de Robinson Crusoe. Apenas tres semanas antes se había publicado por primera vez una edición pirata que mantenía el largo titulo de Defoe en términos casi exactos, pero añadía: “Escrito originalmente por él mismo y ahora fielmente abreviado sin omisión de ninguna circunstancia destacable.” Para mayor ofensa, costaba dos chelines, contra los cinco de la edición original. La firmaba como editor un tal T. Cox en el Amsterdam Coffee House de Londres, ubicado en “las cercanías del Royal Exchange”.

Indignado, Defoe redactó un prefacio al segundo volumen, en el que equiparaba el pillaje de sus textos con el bandolerismo o el allanamiento de morada. El 29 de octubre de 1719, en el “Flying Post” de Londres, el tal T. Cox dio un paso al frente para convertir la controversia en polémica pública con una respuesta en la que se daba por enterado de las acusaciones y se exculpaba con el argumento de que, en la fecha de la publicación de la edición pirata, él estaba de viaje por Escocia. Admitía haber recibido la visita de “un cierto hombre” que le había mostrado algunas páginas sueltas entre alusiones a supuestas disputas entre el autor y su editor a la hora de fijar los honorarios por la entrega de la segunda parte. Cox insinuaba a continuación que aquella versión pirata bien podía ser obra del propio Defoe, quien estaría así tomándose cumplida venganza de la racanería de su editor legítimo. No contento con ese pequeño borrón, se atrevía a extender la mancha sobre los nombres de ambos con una última amenaza:

Si el señor Taylor o el autor del donquijotismo de Crusoe [Daniel Defoe] dan algún paso más en la insinuación de que yo era el propietario de dicha versión abreviada, aseguro al público que, en justa reparación, haré públicos algunos secretos que el mundo aún desconoce y demostraré que las acusaciones en mi contra por parte del autor y del librero contienen tan poca sinceridad y honestidad como poca es la verdad contenida en Robinson Crusoe.

Entre cartas y prefacios, entre acusaciones, recortes, quejas e insinuaciones, se estaba armando una discusión sobre algunos puntos fundamentales en la configuración de la novela como género literario moderno. El más importante era la veracidad. Ya hemos visto que hasta un burdo imitador como el tal Cox afeaba a Robinson Crusoe su condición de artefacto inventado. En el ya mencionado prefacio de la segunda parte, Defoe se defendía de la “gente envidiosa” que le reprochaba haber escrito “un romance” y aseguraba que las invenciones contenidas en el texto quedaban legitimadas por sus usos y aplicaciones de orden moral. Inflamado, llegó a escribir:

Hallándome en plena y perfecta posesión de mi mente y mi memoria, gracias sean dadas a Dios, declaro por la presente que esa objeción es un invento escandaloso por su intención y afirmo que la historia, aunque alegórica, es también histórica [...] Además, existe y vive un hombre, bien conocido, cuyos actos en la vida son el verídico sujeto de estos volúmenes y a quien alude toda la historia, o su mayor parte; se puede confiar en la veracidad de esta afirmación y por ella pongo en juego mi nombre.

Buena respuesta, si no fuera porque la firma, es decir, ese nombre que ponía en juego, no era el suyo, sino el de Robinson.

Dicho de otro modo, el mundo le estaba preguntando a Defoe qué diablos había escrito y él, que para defenderse no disponía aún de la palabra “novela”, tan mágica y multifuncional, solo podía decir que su relato, si bien no era del todo cierto, se parecía mucho a la verdad. Y que era bello. Y que era útil:

Es la bella representación de una vida de infortunios sin precedentes, de una variedad imposible de encontrar en el mundo, adaptada con sinceridad y destinada al bien común de la humanidad y pensada en principio, tal como se usa ahora, para los fines más serios posibles.

Desde lo alto de esa afirmación, casi tres siglos de novela nos contemplan.

Cuarenta años después de su primera edición, Robinson Crusoe contaba con cuarenta y una reimpresiones y, hasta donde podemos contabilizar, quince imitaciones, por así llamar a los textos que apenas usaban al personaje como referencia y coartada para el pillaje literario. A finales del siglo XIX se calculaban unas setecientas versiones para todos los gustos y en todos los idiomas posibles. La Universidad de Indiana conserva en su biblioteca un ejemplar de 1878 en persa, traducido a partir del urdu. Triunfaban con especial rotundidad las versiones para niños, acaso por dar la razón a Rousseau, que había ensalzado el Robinson hasta el extremo de considerar que su lectura bastaba para la educación completa de su Émile. Pero es de suponer que Rousseau se refería a una versión íntegra. No, por ejemplo, al Robinson der Jünger publicado en Alemania en 1779 por Joachim Campe, cuya aparición dio pie a una caterva de ediciones ilegítimas en todo el mundo con la coartada de educar a los jóvenes, incluidos los españoles merced a la edición de El nuevo Robinson (1789), “reducido a diálogos”, según confesaba la propia portada.

Era la condena del éxito. O la maldición de Cox. Porque todas esas versiones bastardas tenían algo en común con la primera edición pirata: a la hora de abreviar, subyugaban la novela, la sometían, le negaban toda su capacidad de constituir por sí misma un género nuevo. ¿Y cómo? Despojándola de ideas. Tachando todo lo que les impedía clasificarla en el mismo estante que los libros de viaje y los relatos de aventuras biográficas y las crónicas periodísticas. ¿No es exactamente lo mismo que hizo Cortázar doscientos veintiséis años después?

Barcelona, otoño de 2009

Fin del viaje temporal. Vuelta al presente. Aclaradas, o casi, mis dos inquietudes. Si fue Cortázar quien cometió el crimen del recorte, lo hizo al menos siguiendo una costumbre, casi una tradición. No era un loco con unas tijeras. Además, ya no parecía tan insensato pensar que el texto original de su traducción pudo ser una edición abreviada. Me temo que el desconocimiento del dolo no lo exculpa por completo, pues el traductor de un clásico tiene la obligación de asegurarse de estar manejando la fuente correcta. Pero no es lo mismo. Y la investigación me había llevado a averiguar dos datos tremendos. El primero, que todas las versiones de Robinson Crusoe a lo largo de casi trescientos años contienen una de dos limitaciones (si no ambas): excluyen el segundo volumen, o incluyen los dos pero recortan brutalmente el texto. Hay una sola excepción, mediado el siglo XIX, que comete el error contrario: glosarlo en exceso con la excusa de la intención didáctica. El segundo dato era todavía más sorprendente: existe un tercer volumen y nunca ha sido traducido. O, si lo ha sido en algún momento, no dejó rastro. Se trata de un volumen de ensayos morales que Defoe publicó un año después con el título Serias reflexiones a lo largo de la vida y de las sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe, con su visión del mundo angélico. Escritas por él mismo. En su prefacio, el autor sostiene que es el volumen más importante de los tres, el que contiene la verdadera sustancia de cuanto él quería decir: “Porque la fábula siempre se escribe para la moral; nunca la moral para la fábula.” Leído en nuestro tiempo, el aporte poético de este sorprendente volumen supera con mucho su valía como texto filosófico.

¿Traducir Robinson Crusoe? ¿Los tres volúmenes? ¿Algo más de un millar de páginas? Había que estar loco para no hacerlo. “

Letras libres
07/02/2012



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