por Enrique de Hériz
“Barcelona,
julio de 2004
El Periódico de Cataluña me encarga una reseña de la novela Foe, de J. M. Coetzee. Les propongo aprovechar la edición simultánea de la
traducción de Robinson Crusoe
firmada por Julio Cortázar, y
republicada con prólogo del propio Coetzee,
para escribir uno de los largos reportajes que en esa época solían abrir el
suplemento literario de dicho periódico.
Después de una intensa lectura
de Foe acudo a mi ejemplar inglés de
Robinson Crusoe en busca de puentes,
algún párrafo, una frase, citas concretas para ilustrar el nexo entre las dos
obras. Encuentro la cita perfecta:
Tenía tortugas en abundancia, mas apenas
podía servirme de alguna de vez en cuando. Tenía madera suficiente para
construir una flota entera, uvas hasta para hacer vino o para llenar de pasas las
bodegas de dicha flota, suponiendo que la construyera. Mas solo me parecía
valioso aquello que podía usar de algún modo. Teniendo lo suficiente para comer
y para cubrir mis necesidades, ¿de qué me servía todo lo demás?
Coetzee es el gran narrador del despojo, de la poquedad, de una
economía moral casi ecologista. Este Robinson que, en su abandono, lamenta
precisamente lo que le sobra podría ser tranquilamente una creación del Nobel
surafricano. Busco la traducción de Cortázar para brindar a los lectores el
párrafo en la misma versión que encontrarán si acuden a comprar Robinson Crusoe
en la edición vigente. No encuentro el párrafo. Es tarde, madrugada ya. Tengo
que entregar. Maldigo mi torpeza. Busco y rebusco. Al final, con la edición
inglesa en una mano y la española en la otra, retrocedo varias páginas y trato
de seguir el hilo de los puntos y aparte. No soy yo; no ha empezado aún el
Alzheimer. El párrafo no está.
Me apresuro a traducirlo,
asombrado por la improbabilidad estadística de haber ido a dar precisamente con
el único párrafo que habría sido recortado por los duendes de imprenta. Una
intuición casi tenebrosa me impulsa a revisar las primeras páginas. Aún no he
olvidado ese momento: las dos primeras páginas del Robinson se reducían a menos
de media en la versión de Cortázar. ¡Las primeras! ¡Qué torpeza! Así, de
entrada, sin el menor disimulo. He sido editor. He revisado decenas de
traducciones mediocres cuyos perpetradores se esforzaban al menos por engañarme
con una apariencia de dignidad y eficacia que solía prolongarse como mínimo
durante las primeras diez páginas. Me negaba creer que Cortázar hubiera sido
tan bruto.
Digo Cortázar pese a que, más de
siete años después –y tras una investigación obsesiva y, si se me perdona el
atrevimiento, rigurosa–, ignoro todavía quién mandó cortar qué a quién. Pudo
ser alguien de la editorial que se lo encargó (Viau, Buenos Aires, 1945): era
una práctica común en esos tiempos. Pudo ser él mismo: es sabido que se tomaba
ciertas libertades al traducir algunos textos y más de una vez hizo referencia
a la siempre sospechosa libertad recreadora que conviene conceder a los
traductores. En alguna carta de la época menciona que el trabajo de traducir a
Defoe le ha resultado aburrido. Pero también pudo ocurrir algo que nos
permitiría eximirlo y respirar aliviados: tal vez tradujo a partir de una
edición ya mutilada en origen. El texto de Cortázar no solo tiene supresiones
graves y sistemáticas; también un curioso añadido: está dividido en capítulos
con su correspondiente título, cosa que nunca hizo Defoe en el original, pero
sí quienes, ya en tiempo contemporáneo a su primera publicación, piratearon el
texto en su propio idioma.
En el verano de 2004 yo ignoraba
todos estos detalles. Y tenía que entregar mi reportaje. Me limité a incluir un
párrafo en el que revelaba las serias carencias de la traducción y lamentaba
que no se hubiera publicado con alguna nota aclaratoria de las circunstancias
en que se produjo. El 22 de julio, cuando apareció el artículo, comprobé que
alguien, en la redacción del periódico, había considerado oportuno diagramar
ese párrafo aparte, resaltarlo con un fondo de color y titular: “Las tijeras de
Cortázar”. Así vamos, haciendo amigos por el camino. A altas horas de la noche
sonó en casa el teléfono y acudí a contestar con el convencimiento de que sería
alguien de Mondadori, alguna de las viudas de Cortázar o una empleada de la
Agencia Literaria Balcells. En cualquiera de los tres casos, la llamada tendría
ánimos de venganza. Por suerte, era Daniel Fernández, presidente y director
editorial de Edhasa. Mi editor, vamos.
Daniel suele ser bastante
ceremonioso, pero aquella noche se ahorró hasta el saludo y disparó antes
incluso de oír mi voz: “Ya sé que no son horas, pero te llamo para que me
traduzcas Robinson Crusoe.” Mi respuesta tampoco fue especialmente cautelosa:
“Cada día estás más loco, Daniel.”
¿Traducir Robinson Crusoe? ¿Un
texto de 1719? ¿Los dos volúmenes, que sumarían, a ojo de buen cubero, cerca de
setecientas páginas? Y encima, por mucho que esa no fuera mi intención...
¿hacerlo a riesgo de que se interpretara que era contra Cortázar? Loco, sí: él
por proponérmelo; y yo si me atrevía siquiera a jugar con la idea.
Noruega,
agosto de 2004
El mundo sigue girando.
Milagrosamente. Mi revelación sobre las carencias en la traducción no ha
provocado ningún terremoto. No se ha precipitado (todavía) ninguna gran crisis.
Confirmo una vez más que en la industria editorial, mientras podamos seguir
llenando páginas, vendiendo periódicos, facturando libros, es decir, mientras
siga echando humo la máquina, a nadie le importa nada. Bueno, no seré yo quien
se atribuya una mayor pureza. Leo Robinson Crusoe en una cabaña, junto a un
lago. En inglés, por si acaso. Llevo años dedicando los veranos a releer, en su
idioma original, una serie de clásicos que, sospecho, mi generación apenas cree
haber leído. Libros que nos llegaron en ediciones infantiles, probablemente
ilustradas, abreviadas y, en la mayoría de los casos, pésimamente traducidas.
Gracias a esa suspicacia, los últimos quince años me han procurado
redescubrimientos maravillosos de algunos textos de Conrad, Melville, Stevenson, Shelley... Por primera vez entiendo
que los británicos concedan a Robinson la misma importancia que nosotros al
Quijote. Que lo consideren obra fundacional del género novelesco. Robinson
Crusoe tiene pasajes áridos, acaso aburridos, algunas carencias estructurales
de las que se derivan ciertos desequilibrios y un uso particular, cuanto menos desmañado,
de la gramática. Pero es una obra maestra. Está viva. Te lo parece cuando la
terminas de leer y años después, más todavía.
Pero de nuevo... ¿traducir
Robinson Crusoe?
Hace apenas medio año que salió
mi novela Mentira y, contra todos
mis pronósticos, ha sido bendecida por la lotería del éxito repentino. Ha
ganado el Premi Llibreter, se vende, se reimprime, me proponen traducirla. No
mantengo al respecto el menor cinismo: me encanta que le vaya tan bien a un
libro mío. Pero llevo demasiados años en este negocio para desconocer la ley
fundamental que obliga a huir de los éxitos igual que de los fracasos:
escribiendo otro libro. En mi escritorio, aparte de las muestras de la fiebre
Defoe que parece aquejarme, hay otros textos. Y tumbados en los huecos de la
biblioteca. Y por el suelo. Libros de magia: manuales, estudios, copias de
archivos bibliotecarios, tesis de historia de la magia, copias de los registros
de la patente de diversos artilugios. Quiero escribir una nueva novela. Solo sé
que su protagonista será un mago a punto de quedarse ciego, que me obliga a
empaparme de detalles de la historia de la magia en la época victoriana y que
de ningún modo puede tener menos de quinientas páginas. Tengo un calendario de
promoción de Mentira insoportable
pero me propongo cumplir con él con una sonrisa en la boca. Dure lo que dure.
¿Traducir Robinson Crusoe? Habría que estar loco.
Y sin embargo una doble
curiosidad me impide tratar ese proyecto como lo que es: una ruinosa locura que
conviene abandonar antes de que la simiente arraigue. Por un lado, quiero
entender a qué se debe que el mundo hispano haya menospreciado siempre Robinson Crusoe como “novelita” de
aventuras, muy lejos de concederle la trascendencia genérica que se le otorga
en el anglosajón. Por otro, lo reconozco, hay una pulsión cotilla, unas ganas
de saber qué diablos le pasó a Cortázar. Pasado el tiempo sospecho que la
pasión con que me puse a rastrear esa historia no nacía de una voluntad
inculpatoria, sino de todo lo contrario: necesitaba perdonar a Cortázar,
encontrarle una excusa creíble, demostrar incluso que no tenía nada que ver,
que no había sido él. Gracias a la amable intervención del muy cortazariano y
cortazarista Carles Álvarez, y con
la deliciosa participación de Aurora
Bernárdez, primera esposa de Cortázar y, a su vez, buena traductora, tuve
en mis manos un ejemplar precioso de la primera edición argentina de la
traducción. Era el momento ansiado: creía que bastaría con abrirla para
confirmar que era correcta y que, en consecuencia, cabía derivar la culpa a sus
posteriores editores (unos cuantos, por cierto, tanto en España como en
Argentina). Algún listillo, acaso muerto ya Cortázar, había decidido que al
libro le sobraban páginas y las había suprimido a lo bruto. He visto cosas peores.
Pero no era el caso. Primera página, segundo párrafo: ahí estaba el primer
recorte.
En el juicio contra el genial
cuentista argentino había un testimonio de mucho peso, un detalle que, pese a
mi talante exculpatorio, lo señalaba permanentemente como usuario del arma del
delito, unas flagrantes tijeras. Se trataba del criterio utilizado para
recortar. Porque había un criterio que, en primera lectura, parecía de
naturaleza ideológica. Robinson Crusoe
está lleno de reflexiones de orden religioso en torno al pecado de la
desobediencia y a propósito del uso que Dios hace de la providencia para castigar
a quien lo practica. Está plagado de ideas sobre la organización de la sociedad
que responderían, como mínimo, al calificativo de “jerárquicas”. Si a alguien
con el perfil ideológico de Cortázar le daba por recortar un tercio del
Quijote, era lógico que quitara exactamente eso y eso es justamente lo que
falta en su versión. ¿Demasiadas casualidades?
Demos un paso más y llegaremos a
la encrucijada perfecta: un recodo del camino en el que podremos perdonar a
Cortázar y resolver de paso la otra incógnita. Para ello, como todo viaje que
se precie, hemos de desplazarnos por el tiempo.
Londres, 25
de abril de 1719
Salen de la imprenta de un tal William Taylor, ubicada en la londinense Paternoster Row, los
primeros ejemplares de una nueva obra: Vida y extrañas y sorprendentes
aventuras de Robinson Crusoe,
marinero de York, que vivió veintiocho años solo por completo en una isla
deshabitada en la costa de América, cerca de la desembocadura del gran río
Orinoco, tras ser arrojado a tierra en un naufragio en el que perecieron todos
los hombres menos él. Con un relato de cómo al fin fue extrañamente rescatado
por piratas. Escrito por él mismo.
¿Escrito por él mismo? Defoe pretendía otorgar un
sesgo testimonial e historicista al texto, acaso verdaderamente hacerlo pasar
por autobiográfico, pero se trataba de su primera obra de ficción tras una
larga serie de panfletos políticos, ensayos, panegíricos poéticos, sátiras,
columnas periodísticas y manuales de conducta. El éxito fue inmediato. El 20 de
agosto, menos de cuatro meses después de la primera edición, fresca aún la
tinta de las sucesivas reimpresiones, apareció la segunda parte: Nuevas aventuras de Robinson Crusoe.
Apenas tres semanas antes se había publicado por primera vez una edición pirata
que mantenía el largo titulo de Defoe en términos casi exactos, pero añadía:
“Escrito originalmente por él mismo y ahora fielmente abreviado sin omisión de
ninguna circunstancia destacable.” Para mayor ofensa, costaba dos chelines,
contra los cinco de la edición original. La firmaba como editor un tal T. Cox en el Amsterdam Coffee House de
Londres, ubicado en “las cercanías del Royal Exchange”.
Indignado, Defoe redactó un
prefacio al segundo volumen, en el que equiparaba el pillaje de sus textos con
el bandolerismo o el allanamiento de morada. El 29 de octubre de 1719, en el “Flying Post” de Londres, el tal T. Cox dio un paso al frente para
convertir la controversia en polémica pública con una respuesta en la que se
daba por enterado de las acusaciones y se exculpaba con el argumento de que, en
la fecha de la publicación de la edición pirata, él estaba de viaje por
Escocia. Admitía haber recibido la visita de “un cierto hombre” que le había
mostrado algunas páginas sueltas entre alusiones a supuestas disputas entre el autor
y su editor a la hora de fijar los honorarios por la entrega de la segunda
parte. Cox insinuaba a continuación que aquella versión pirata bien podía ser
obra del propio Defoe, quien estaría así tomándose cumplida venganza de la
racanería de su editor legítimo. No contento con ese pequeño borrón, se atrevía
a extender la mancha sobre los nombres de ambos con una última amenaza:
Si el señor Taylor o el autor del
donquijotismo de Crusoe [Daniel Defoe] dan algún paso más en la insinuación de
que yo era el propietario de dicha versión abreviada, aseguro al público que,
en justa reparación, haré públicos algunos secretos que el mundo aún desconoce
y demostraré que las acusaciones en mi contra por parte del autor y del librero
contienen tan poca sinceridad y honestidad como poca es la verdad contenida en
Robinson Crusoe.
Entre cartas y prefacios, entre
acusaciones, recortes, quejas e insinuaciones, se estaba armando una discusión
sobre algunos puntos fundamentales en la configuración de la novela como género
literario moderno. El más importante era la veracidad. Ya hemos visto que hasta
un burdo imitador como el tal Cox afeaba a Robinson
Crusoe su condición de artefacto inventado. En el ya mencionado prefacio de
la segunda parte, Defoe se defendía de la “gente envidiosa” que le reprochaba
haber escrito “un romance” y aseguraba que las invenciones contenidas en el
texto quedaban legitimadas por sus usos y aplicaciones de orden moral.
Inflamado, llegó a escribir:
Hallándome en plena y perfecta posesión de
mi mente y mi memoria, gracias sean dadas a Dios, declaro por la presente que
esa objeción es un invento escandaloso por su intención y afirmo que la
historia, aunque alegórica, es también histórica [...] Además, existe y vive un
hombre, bien conocido, cuyos actos en la vida son el verídico sujeto de estos
volúmenes y a quien alude toda la historia, o su mayor parte; se puede confiar
en la veracidad de esta afirmación y por ella pongo en juego mi nombre.
Buena respuesta, si no fuera
porque la firma, es decir, ese nombre que ponía en juego, no era el suyo, sino
el de Robinson.
Dicho de otro modo, el mundo le
estaba preguntando a Defoe qué diablos había escrito y él, que para defenderse
no disponía aún de la palabra “novela”, tan mágica y multifuncional, solo podía
decir que su relato, si bien no era del todo cierto, se parecía mucho a la
verdad. Y que era bello. Y que era útil:
Es la bella representación de una vida de
infortunios sin precedentes, de una variedad imposible de encontrar en el
mundo, adaptada con sinceridad y destinada al bien común de la humanidad y
pensada en principio, tal como se usa ahora, para los fines más serios
posibles.
Desde lo alto de esa afirmación,
casi tres siglos de novela nos contemplan.
Cuarenta años después de su
primera edición, Robinson Crusoe
contaba con cuarenta y una reimpresiones y, hasta donde podemos contabilizar,
quince imitaciones, por así llamar a los textos que apenas usaban al personaje
como referencia y coartada para el pillaje literario. A finales del siglo XIX
se calculaban unas setecientas versiones para todos los gustos y en todos los
idiomas posibles. La Universidad de Indiana conserva en su biblioteca un
ejemplar de 1878 en persa, traducido a partir del urdu. Triunfaban con especial
rotundidad las versiones para niños, acaso por dar la razón a Rousseau, que había ensalzado el
Robinson hasta el extremo de considerar que su lectura bastaba para la
educación completa de su Émile. Pero
es de suponer que Rousseau se
refería a una versión íntegra. No, por ejemplo, al Robinson der Jünger publicado en Alemania en 1779 por Joachim Campe, cuya aparición dio pie a
una caterva de ediciones ilegítimas en todo el mundo con la coartada de educar
a los jóvenes, incluidos los españoles merced a la edición de El nuevo Robinson (1789), “reducido a
diálogos”, según confesaba la propia portada.
Era la condena del éxito. O la
maldición de Cox. Porque todas esas versiones bastardas tenían algo en común
con la primera edición pirata: a la hora de abreviar, subyugaban la novela, la
sometían, le negaban toda su capacidad de constituir por sí misma un género
nuevo. ¿Y cómo? Despojándola de ideas. Tachando todo lo que les impedía
clasificarla en el mismo estante que los libros de viaje y los relatos de
aventuras biográficas y las crónicas periodísticas. ¿No es exactamente lo mismo
que hizo Cortázar doscientos veintiséis años después?
Barcelona,
otoño de 2009
Fin del viaje temporal. Vuelta
al presente. Aclaradas, o casi, mis dos inquietudes. Si fue Cortázar quien
cometió el crimen del recorte, lo hizo al menos siguiendo una costumbre, casi
una tradición. No era un loco con unas tijeras. Además, ya no parecía tan
insensato pensar que el texto original de su traducción pudo ser una edición
abreviada. Me temo que el desconocimiento del dolo no lo exculpa por completo,
pues el traductor de un clásico tiene la obligación de asegurarse de estar
manejando la fuente correcta. Pero no es lo mismo. Y la investigación me había
llevado a averiguar dos datos tremendos. El primero, que todas las versiones de
Robinson Crusoe a lo largo de casi
trescientos años contienen una de dos limitaciones (si no ambas): excluyen el
segundo volumen, o incluyen los dos pero recortan brutalmente el texto. Hay una
sola excepción, mediado el siglo XIX, que comete el error contrario: glosarlo
en exceso con la excusa de la intención didáctica. El segundo dato era todavía
más sorprendente: existe un tercer volumen y nunca ha sido traducido. O, si lo
ha sido en algún momento, no dejó rastro. Se trata de un volumen de ensayos
morales que Defoe publicó un año después con el título Serias reflexiones a lo largo de la vida y de las sorprendentes
aventuras de Robinson Crusoe, con su visión del mundo angélico. Escritas
por él mismo. En su prefacio, el autor sostiene que es el volumen más
importante de los tres, el que contiene la verdadera sustancia de cuanto él
quería decir: “Porque la fábula siempre se escribe para la moral; nunca la
moral para la fábula.” Leído en nuestro tiempo, el aporte poético de este
sorprendente volumen supera con mucho su valía como texto filosófico.
¿Traducir Robinson Crusoe? ¿Los
tres volúmenes? ¿Algo más de un millar de páginas? Había que estar loco para no
hacerlo. “
Letras libres
07/02/2012
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