Al final, un
parpadeo basta para que el momento sea sencillo, diáfano y claro, la aceptación
arriba llega tras la asunción de lo vivido y que se resume en una sencilla pero
inabarcable interrogación: ¿qué esperabas?
La Maga
“Él cerró los
ojos y ambos desaparecieron. Oyó a Gordon susurrar algo y escuchó sus pasos
alejándose de él.
Lo formidable
era que todo era muy sencillo. Habría querido decirle a Gordon lo sencillo que
era, decirle que no temiese hablar de ello o pensar en ello, pero había sido
incapaz. Ahora no parecía importar mucho. Escuchaba sus voces en la cocina, la
de Gordon baja y acuciante, la de Edith resentida y cortante. ¿De qué hablaban?
El dolor le sobrevino con una premura y urgencia que le pilló desprevenido,
poniéndolo al borde del llanto. Dejó descansar las manos sobre las sábanas,
queriendo moverlas en dirección a la mesilla de noche. Tomó algunas pastillas,
se las metió en la boca y tragó algo de agua. Un sudor frío le caía por la
frente y se quedó muy quieto hasta que cedió el dolor.
Volvió a oír
las voces, no abrió los ojos. ¿Era Gordon? Su sentido del oído pareció
abandonar su cuerpo y flotar como una nube sobre él, transmitiéndole cada
detalle de sonido. Pero su mente no podía distinguir con precisión las
palabras.
La voz — ¿era
de Gordon?—, decía algo sobre su vida. Y aunque no podía precisar las palabras,
ni estar seguro de lo que se decía, su propiamente, con la ferocidad de un
animal herido, se abalanzó sobre el tema. Sin piedad vio su existencia como
debía parecerle a los otros.
Desapasionada
y objetivamente, examinó el fracaso que, aparentemente, había sido su vida. Había
buscado amistad, la amistad más cercana que pudiera acercarle a la raza humana.
Había tenido dos amigos, uno de los cuales había muerto sin sentido antes de
conocerle; el otro se había alejado ahora tanto por avatares de la vida que…
Había buscado la singularidad y la tranquila pasión conjunta del matrimonio. Había
tenido eso también, no supo qué hacer con ello y murió. Había buscado amor y
había tenido amor, y había renunciado a él, lo había dejado marchar en el caos
de la potencialidad. Katherine, pensó. «Katherine».
Y había
querido ser profesor, y lo fue, aunque sabía, siempre lo supo, que durante la
mayor parte de su vida había sido uno cualquiera. Había soñado con un tipo de
integridad, un tipo de pureza cabal, había hallado compromiso y la desviación
violenta de la trivialidad. Se le había concedido la sabiduría y al cabo de
largos años había encontrado ignorancia. ¿Y qué más?, pensó. ¿Qué más?
¿Qué
esperabas?, se preguntó.
Abrió los
ojos. Estaba oscuro. Entonces vio el cielo afuera, la profunda negrura azulada
del espacio y el débil brillo de la Luna a través de una nube. Debía de ser muy
tarde, pensó. Parecía que sólo había pasado un momento desde que Gordon y Edith
estuvieron con él, en la tarde luminosa. ¿O había sido hacía mucho? No sabía.
Comprendía que
su mente debería debilitarse a medida que su cuerpo se consumiera, pero no
estaba preparado para tanta rapidez. La carne es fuerte, pensó, más fuerte de
lo que imaginamos. Siempre quiere continuar.
Oyó voces, vio
luces y sintió el dolor ir y venir. El rostro de Edith flotaba sobre él, lo
veía sonreír. A veces oía su propia voz hablando, y pensaba que hablaba
racionalmente, aunque no estaba seguro. Sentía las manos de Edith sobre él,
moviéndole, bañándole. De nuevo tenía un bebé, pensó, al fin tenía un niño del
que poder cuidar. Deseaba poder hablar con ella, sentía que tenía algo que
decir.
¿Qué
esperabas?, pensó.
Algo pesado le
presionaba los párpados. Los sintió temblar y luego consiguió abrirlos. Era luz
lo que veía, el brillo del sol de la tarde. Parpadeó y contempló impasible el
cielo azul y el brillo del trozo de sol que podía ver a través de la ventana. Decidió
que era real. Movió una mano y al moverla sintió una curiosa fuerza Huyéndole
por dentro, como del aire. Respiró profundamente, no había dolor. Con cada
bocanada que tomaba le parecía que su fuerza se incrementaba, su cuerpo se
estremecía y podía sentir el delicado peso de la luz y la sombra sobre su cara.
Se incorporó en la cama hasta quedar medio sentado, apoyando la espalda en la
pared contra la que estaba la cama. Ahora podía ver el exterior.
Sentía que
había despertado de un largo sueño y estaba espabilado. Era finales de
primavera o principios de verano —más bien principios de verano por cómo se
veía todo—. Había opulencia y lustre en las hojas del gran olmo del patio
trasero y la sombra que proyectaba tenía una frescura profunda que ya conocía. Una
densidad flotaba en el aire, una pesadez que reunía los dulces olores de la
hierba, los pétalos y las flores, mezclándolos y manteniéndolos suspendidos.
Dio otra bocanada, profunda, escuchó la aspereza de su respiración y sintió la
dulzura del verano acumularse en sus pulmones. Notó también, con la bocanada
que tomó, un cambio en algún lugar de su interior, un cambio que detenía algo y
se fijaba en su cabeza para no moverse. Después se le pasó y pensó: así que así
es.
Se le ocurrió
que debía llamar a Edith y luego supo que no la llamaría. Los moribundos son
egoístas, pensó, se guardan sus momentos para sí, como los niños.
Respiraba de
nuevo, pero dentro de él había algo diferente que no pudo identificar. Sentía
que esperaba algo, algún conocimiento, pero le parecía que tenía todo el tiempo
del mundo.
Oyó el sonido
lejano de una risa y orientó su cabeza hacia aquel punto. Un grupo de
estudiantes pasaba por delante de su patio trasero, se apresuraban hacia algún
lugar. Los vio claramente, eran tres parejas. Las chicas tenían extremidades
alargadas y gráciles y llevaban ligeros vestidos de verano. Los chicos las
miraban maravillados con alegría y fascinación. Caminaban ligeros sobre la
hierba, casi sin tocarla, sin dejar rastro de su paso. Los observó pasar hasta
perderlos de vista, hasta donde él no podía ya seguirlos y, durante un largo
rato, después de que se hubiesen desvanecido le llegó el sonido de su risa,
lejana y desconocida en la quietud de la tarde veraniega.
¿Qué
esperabas?, pensó otra vez.
Le sobrevino
cierta alegría, como traída por la brisa del verano. Recordó vagamente que
había estado pensando en el fracaso… como si importara. Ahora le parecía que
tales pensamientos eran negativos, indignos de lo que había sido su vida. Nebulosas
presencias se agolparon en los márgenes de su conciencia; no podía verlas, pero
sabía que estaban ahí, reuniendo fuerzas para convertirse en una clase de
evidencia que no podía ver ni oír. Se aproximaba a ellas, lo sabía, pero no
había ninguna prisa. Podía ignorarlas si quería, tenía todo el tiempo que
quedara.
Había suavidad
a su alrededor y lasitud creciente en sus extremidades. El sentido de su propia
identidad le llegó con fuerza repentina y sintió su poder. Era él mismo y sabía
lo que había sido.
Giró la
cabeza. Su mesilla estaba atestada de pilas de libros que no había tocado en
mucho tiempo. Dejó que su mano jugara con ellos un rato, maravillándose de la
delgadez de sus dedos y de la intrincada articulación de las falanges cuando
los flexionaba. Sentía la fuerza dentro de ellos y los dejó coger un libro del montón
que había en la mesa. Era su propio libro el que buscaba y cuando lo tuvo
sonrió ante la familiar cubierta roja que llevaba tanto tiempo descolorida y
arañada.
Poco le
importaba que el libro fuese olvidado y que no tuviera utilidad, y la cuestión
de su valor en cualquier época parecía casi trivial. No tenía la ilusión de
encontrarse a sí mismo allí, en las letras desvaídas, aunque, lo sabía, una
pequeña parte de él que no podía negar estaba allí, y estaría allí.
Abrió el libro
y, cuando lo hizo, se volvió algo ajeno. Dejó que sus dedos hojearan las
páginas y sintió un hormigueo, como si estuviesen vivas. El hormigueo recorrió
sus dedos y recorrió su carne y sus huesos. Fue perfectamente consciente y
aguardó hasta que le poseyó, hasta que la vieja excitación parecida al terror
se le fijó donde estaba. La luz del sol, entrando por la ventana, resplandecía
sobre la página y no podía ver lo que allí había escrito.
Los dedos
perdieron fuerza y el libro que sostenían se deslizó despacio y luego
bruscamente sobre su cuerpo inmóvil, cayendo en el silencio de la habitación.”
Stoner
John Williams
traducción de Antonio Díez Fernández
Baile del Sol, 2012
Pág- 236-240
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