27 de gen. 2020

el puerto de los aromas, fragmento

isla de Cheung Chau

“Prólogo

Tom Stewart

La longevidad puede ser una forma de rencor. Ahora que yo también soy mayor, reconozco los síntomas.

Esta mañana me he encontrado con el vecino que me queda más cerca, Ming Tsin-Ho, en el camino que baja hasta el pueblo. Ming vive unos cien metros más abajo, en una casa con una fea verja en forma de media luna roja. La verja tiene arriba un dragón morado con los ojos verdes y la lengua amarilla. Ming compró esa monstruosidad en los Nuevos Territorios, y mandó que se la trajeran entera en barco hasta aquí y que los culis cargaran con ella colina arriba.

A los chinos les gustan los dragones. Creen que dan buena suerte. Los dragones chinos tienen muchos poderes mágicos, incluida la capacidad de decidir si quieren ser visibles o invisibles.

Me gusta que el Mar de la China Meridional sea tan cambiante. A veces el agua es azul y translúcida, y otras adquiere un color marrón sucio y turbulento. Hoy el mar era verdigris y estaba picado. Una tenue bruma difuminaba la vista de la isla de Hong Kong. Hacía una mañana fría para lo habitual aquí. Ming estaba parado contemplando su verja. Llevaba unos pantalones holgados y negros y una chaqueta blanca, y su cabeza completamente calva relucía al sol. Tenía una expresión que no le había visto nunca, y los ojos un poco vidriosos en los bordes, lo que al principio me hizo pensar que debía de estar borracho. Pero me fijé mejor y me di cuenta de que aquella expresión tan rara era en realidad una sonrisa, una alegría que no conseguía disimular del todo. Parecía que tenía ganas de hablar.

—Buenos días, señor Ming —le dije.

—Señor Stewart…, qué mañana más triste… Acabo de enterarme de la muerte de mi pobre hermano —me dijo, radiante, en cantones.

Así que era eso… El hermano de Ming era una estrella de la ópera cantonesa, una auténtica celebridad de esa espantosa modalidad. Dios mío, mi nieto incluso me llevó a verlo una vez en una película, una comedia en la que primaban las payasadas y el inconfundible humor físico que en Inglaterra pasaría por teatro de variedades. Ming llevaba sin hablarse con su famoso hermano menor casi medio siglo. Era un tema habitual de conversación en la isla de Cheung Chau, donde vivimos los dos. Una vez, cuando Ming demandó a una de las marisquerías del pueblo, después de caerse al suelo al tropezar con una silla, los propietarios se desquitaron poniendo carteles de su hermano en el escaparate hasta que el caso se solventó de mutuo acuerdo. Ahora Ming estaba abierta e inequívocamente contento de que su hermano hubiera muerto. Me enseñó un ejemplar del Hoy, uno de los periódicos chinos menos malos.

—Aquí no viene nada todavía. Saldrá en los periódicos de la tarde —dijo, igual de radiante.”

El puerto de los aromas
John Lanchester
Anagrama, 2004
páginas 13-14

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