isla de Cheung Chau |
“Prólogo
Tom Stewart
La longevidad puede ser una
forma de rencor. Ahora que yo también soy mayor, reconozco los síntomas.
Esta mañana me he encontrado con
el vecino que me queda más cerca, Ming Tsin-Ho, en el camino que baja hasta el
pueblo. Ming vive unos cien metros más abajo, en una casa con una fea verja en
forma de media luna roja. La verja tiene arriba un dragón morado con los ojos
verdes y la lengua amarilla. Ming compró esa monstruosidad en los Nuevos
Territorios, y mandó que se la trajeran entera en barco hasta aquí y que los
culis cargaran con ella colina arriba.
A los chinos les gustan los
dragones. Creen que dan buena suerte. Los dragones chinos tienen muchos poderes
mágicos, incluida la capacidad de decidir si quieren ser visibles o invisibles.
Me gusta que el Mar de la China
Meridional sea tan cambiante. A veces el agua es azul y translúcida, y otras
adquiere un color marrón sucio y turbulento. Hoy el mar era verdigris y estaba
picado. Una tenue bruma difuminaba la vista de la isla de Hong Kong. Hacía una
mañana fría para lo habitual aquí. Ming estaba parado contemplando su verja.
Llevaba unos pantalones holgados y negros y una chaqueta blanca, y su cabeza completamente
calva relucía al sol. Tenía una expresión que no le había visto nunca, y los
ojos un poco vidriosos en los bordes, lo que al principio me hizo pensar que
debía de estar borracho. Pero me fijé mejor y me di cuenta de que aquella
expresión tan rara era en realidad una sonrisa, una alegría que no conseguía
disimular del todo. Parecía que tenía ganas de hablar.
—Buenos días, señor Ming —le
dije.
—Señor Stewart…, qué mañana más
triste… Acabo de enterarme de la muerte de mi pobre hermano —me dijo, radiante,
en cantones.
Así que era eso… El hermano de
Ming era una estrella de la ópera cantonesa, una auténtica celebridad de esa
espantosa modalidad. Dios mío, mi nieto incluso me llevó a verlo una vez en una
película, una comedia en la que primaban las payasadas y el inconfundible humor
físico que en Inglaterra pasaría por teatro de variedades. Ming llevaba sin
hablarse con su famoso hermano menor casi medio siglo. Era un tema habitual de
conversación en la isla de Cheung Chau, donde vivimos los dos. Una vez, cuando
Ming demandó a una de las marisquerías del pueblo, después de caerse al suelo
al tropezar con una silla, los propietarios se desquitaron poniendo carteles de
su hermano en el escaparate hasta que el caso se solventó de mutuo acuerdo. Ahora
Ming estaba abierta e inequívocamente contento de que su hermano hubiera
muerto. Me enseñó un ejemplar del Hoy,
uno de los periódicos chinos menos malos.
—Aquí no viene nada todavía.
Saldrá en los periódicos de la tarde —dijo, igual de radiante.”
El puerto de los aromas
John Lanchester
Anagrama, 2004
páginas 13-14
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