11 d’oct. 2020

ser escritora

 

Fragmento de la intervención de Carmen Martín Gaite con motivo de la concesión del Premio Príncipe de Asturias de las Letras del año 1988:

“Quien tiene pasión por la palabra y está abierto a ella recibe, tanto de los libros que ha leído como de las conversaciones que ha escuchado, un continuo acicate que le puede tentar a escribir, una especie de savia que le entra por todos los poros y lo encarrila hacia una expresión más eficaz y cuidadosa. Y en este sentido, aunque no pueda decir de forma diáfana cómo hemos aprendido a escribir, sí sabemos que ese misterioso aprendizaje, que se inició en la infancia, siempre se ha visto fomentado por los textos o discursos que nos proponían preguntas que por lo menos nos suministraban infalibles respuestas. ¿Para qué se escribe? Se escribe para lanzar al aire nuevas preguntas, para interrumpir los asertos ajenos, para tratar de entender mejor lo que no está tan claro como dicen. Para distanciarse de la realidad, mirarla como un espectador y convencerse de que nada es lo que parece. Un escritor, aunque haya vislumbrado la inconsistencia de su aportación personal e incluso el aumento de caos que puede suponer, escribe a pesar de todo. ¿Por qué? Porque cree que lo que él va a decir no lo ha dicho nadie todavía desde ese punto de vista. Puede tomarse como un vicio, como una arrogancia o como una defensa, que de todo tendrá.

Pero en cualquier caso, de acuerdo con la famosa frase de Unamuno "creer es crear", me parece que el de la escritura es fundamentalmente un asunto relacionado con la fe, no con el medro ni el negocio.

Y precisamente por ahí derivan las contradicciones de su aprendizaje. Porque, si bien es cierto que cuando nos iniciamos en su ejercicio tenemos mucha menos destreza en el "oficio", la fe y el entusiasmo suelen ser mucho mayores en la primera edad, cuando se inicia la aventura. A medida que van pasando los años y el escritor consigue un mayor o menor reconocimiento por parte del público, se ve forzado a confesarse muchas veces que la fe de los comienzos se le ha venido abajo, y que todo consiste en recuperarla, en revivirla. Si no lo consigue, corre el peligro de estarse metiendo por unos raíles demasiado cómodos, que le van a amortiguar cualquier sobresalto. Y en el fondo de su ser no es eso lo que busca ni lo que quiere.

El de la escritura es un aprendizaje que nunca se cierra,  sino que se está renovando y poniendo en cuestión cada vez que nos vemos frente a un papel en blanco. Un carpintero que ha construido una mesa sólida puede estar relativamente seguro de que ya ha aprendido a hacer mesas, pero a un escritor nadie le garantiza que, porque ha escrito un libro, el próximo que escriba tenga que ser mejor ni tan siquiera bueno.

Es verdad que, una vez alcanzada cierta etapa de su carrera, al escritor pueden ayudarle y servirle de ánimo las opiniones de los demás sobre el resultado de su obra. Pero no debe caer en el halagüeño espejismo de justificar y dar por bueno, en nombre de lo que hizo, todo lo que haga en adelante.

Quienes consideran el oficio de escribir como un camino donde las flores crecen por generación espontánea suelen encarecer la suerte que supone desempeñar un trabajo donde no tenemos por encima de nosotros a nadie que nos mande. Y eso efectivamente es verdad. Si no escribimos no pasa nada grave ni nadie nos riñe ni nos va a echar de la oficina. Pero también es verdad que no se trata de un negocio espectacular sino de una inversión lenta, que bien podría llevar por lema aquella máxima del Eclesiastés: "Echa tu pan a las aguas, que después de mucho tiempo, lo hallarás".

La tarea del escritor es una aventura solitaria y conlleva todos los titubeos, incertidumbres y sorpresas propios de cualquier aventura emprendida con entusiasmo. Pero en un mundo donde se huye cada vez más de la soledad, el escritor desconcierta como un nadador contra corriente, y de todas partes surgen brazos que le quieren anexionar a un determinado grupo y hacerle esclavo de sus normas y de sus reglas. Contra este peligro, no le queda al disidente más remedio que seguir aguantando en su reducto, a partir de cero, invocando aquella fe juvenil de la que hablaba.

Nadie lo ha dicho de forma más emocionante que Teresa de Jesús, cuya escritura ejemplifica ese camino emprendido partiendo de cero y cuya exploración pone en cuestión y en juego la propia vida. Para acometer esa tarea, que a ella se le planteaba como un combate, es menester según sus propias palabras: "Una grande y determinada determinación de no parar hasta llegar, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabaje lo que trabajare, murmure quien murmurare, siquiera me muera en el camino, siquiera se hunda el mundo".”


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