31 d’oct. 2020

castanyada 2020

 

Roald Dahl (1916 -1990). Escritor británico conocido especialmente como autor de narraciones infantiles y juveniles, pese a que su producción para adultos fue también de destacable calidad. Muchos de sus relatos se han convertido en películas de gran éxito internacional.

Su padre, de origen noruego, murió cuando el futuro escritor sólo tenía tres años. Esta desaparición dejó en apuros económicos a la familia, que hubo de trasladarse a una casa más pequeña. La madre prefirió seguir viviendo en Inglaterra antes que regresar a Noruega, cumpliendo con ello el deseo de su marido de educar a sus hijos en escuelas británicas.

Fue precisamente la estricta educación inglesa, que incluía fuertes castigos, lo que menos agradaba al pequeño Roald. Sus momentos más felices los vivía en verano, cuando viajaba con su madre y sus hermanos a Noruega. No brilló especialmente en sus estudios, aunque destacó en actividades deportivas como el boxeo.

Más interesado por la acción y la aventura que por el esfuerzo intelectual, al cumplir los dieciocho años se hizo explorador, en lugar de matricularse en la Universidad, como quería su madre. Luego trabajó como vendedor hasta que, a los veintitrés años de edad, se alistó como aviador para luchar en la Segunda Guerra Mundial, y sirvió en las Fuerzas Aéreas Reales en Libia, Grecia y Siria. En las campañas del continente africano su avión fue alcanzado en varias ocasiones por los disparos del enemigo, y en una ocasión llegó a ser derribado. Dahl salvó la vida de milagro, aunque tenía heridas tan graves que fue enviado a casa.

Su primera recopilación de relatos (Over to You; 10 Stories of Flyers and Flying, 1946) evocaría los horrores vividos en la guerra. Recuperado de sus heridas, en 1942 fue destinado a Washington como experto en asuntos de aviación de guerra; hasta 1945 trabajó para la Seguridad británica en Estados Unidos. Fue allí donde empezó a hacerse famoso como escritor, al ponerse a narrar en periódicos y revistas su visión de la guerra.

Dahl alternó tempranamente estas ocupaciones con su dedicación a la literatura infantil y juvenil, que se intensificaría a partir de la década de los sesenta. Casado en 1953, fue padre de cuatro hijos a los que acostumbraba a contar cuentos que a menudo se convertían en novelas. Su primer libro para niños habia sido Los gremmlins (1943). Pronto obtuvo grandes éxitos con títulos como James y el melocotón gigante (1961) y Charlie y la fábrica de chocolate (1964).

Por esa época sufrió también graves reveses: vio morir a su pequeña hija Olivia en 1962, y, tres años después, su esposa Patricia Neal sufrió una peligrosa enfermedad que estuvo a punto de dejarla ciega e inválida. Para colmo de males, su hijo Theo sufrió un grave accidente de carretera que le causó daños en el cerebro cuando sólo tenía tres años. Dahl pasó muchos meses trabajando en una válvula especial que servía para sacar líquidos de la cabeza de su hijo y permitía a éste vivir con normalidad, sin tener que permanecer conectado a una máquina.

A pesar de estas desgracias, Dahl logró salir adelante y continuó escribiendo obras que le hacían cada vez más famoso en todo el mundo. Con Matilda, uno de sus últimos libros (convertido también en película de gran éxito), batió todos los records de ventas. No hay que olvidar, sin embargo, la importancia de su narrativa para adultos, en la que cultivó variados géneros. También fueron frecuentes sus colaboraciones con el cine; escribió, entre otros muchos, varios guiones para la serie de películas de James Bond.

Aunque es recordado especialmente por sus narraciones para niños y jóvenes, Roald Dahl escribió numerosas obras para adultos de indudable interés y calidad, entre las que sobresale Relatos de lo inesperado, una brillantísima colección de cuentos de intriga y humor negro. Mi tío Oswald (1979) se halla muy cercano a la ficción futurista: trata sobre la venta de espermatozoides de los hombres más brillantes del planeta. Otras obras destacadas fueron La venganza es mía, Génesis y catástrofe, Historias extraordinarias y El gran cambiazo. Sobresalió especialmente en el cuento corto, con historias mordaces e impactantes rayanas en la irrealidad y lo morboso o macabro en muchos casos; en ellas creó un clima amenazante, extraño, vinculado a la irracionalidad, combinando agudamente el humor negro con el suspense.

Sin embargo, en sus historias para jóvenes late la fábula moral. Algunas de sus obras en el campo de la narrativa infantil y juvenil están consideradas entre las mejores de todos los tiempos. De hecho, sus relatos gustan tanto a los niños como a los mayores, ya que, en medio de sus historias protagonizadas por jóvenes, hay humor y crítica a la sociedad contemporánea. Junto a la magia y la fantasía, en sus libros aparece también la maldad y otros defectos del ser humano.

Charlie y la fábrica de chocolate (1964) fue la novela que le hizo famoso entre los jóvenes de todo el mundo; llegó incluso a ser elegida número uno en una encuesta realizada por el prestigioso diario Sunday Times para seleccionar las diez mejores obras infantiles. En Charlie y el ascensor de cristal continuó con el mismo personaje. Otros libros célebres son James y el melocotón gigante (1961), que cuenta la historia de un niño huérfano que vive con sus malvadas tías; Las brujas, que narra el enfrentamiento de un niño y su abuela con la terrible Asociación de Brujas de Inglaterra; y Los cretinos, que recoge historias de una pareja de viejos refunfuñones que odian a los niños.

Autor prolífico, la lista de obras memorables es extensísima: Danny, el campeón del mundo, El dedo mágico o la ya citada Matilda, la historia de una niña enamorada de los libros. Las novelas Boy y Volando solo se basaron en la vida del propio autor. Y todavía merecen destacarse Qué asco de bichos, El superzorro, La maravillosa medicina de Jorge, El gran gigante bonachón, Cuentos en verso para niños perversos, El vicario que hablaba al revés, Mi año, Los Mimpis y Agu Trot.”

 

Extraído de Ruiza, M., Fernández, T. y Tamaro, E. (2004).

Biografia de Roald Dahl.

En Biografías y Vidas.

La enciclopedia biográfica en línea.

Barcelona (España). 


La patrona

Relato de Roald Dahl:

 

Billy Weaver había salido de Londres en el cansino tren de la tarde, con cambio en Swindon, y a su llegada a Bath, a eso de las nueve de la noche, la luna comenzaba a emerger de un cielo claro y estrellado, por encima de las casas que daban frente a la estación. La atmósfera, sin embargo, era mortalmente fría, y el viento, como una plana cuchilla de hielo aplicada a las mejillas del viajero.

—Perdone —dijo Billy—, ¿sabe de algún hotel barato y que no quede lejos?

—Pruebe en La Campana y el Dragón —le respondió el mozo al tiempo que indicaba hacia el otro extremo de la calle—. Quizá allí. Está a unos cuatrocientos metros en esa dirección.

Billy le dio las gracias, volvió a cargar la maleta y se dispuso a cubrir los cuatrocientos metros que le separaban de La Campana y el Dragón. Nunca había estado en Bath ni conocía a nadie allí; pero el señor Greenslade, de la central de Londres, le había asegurado que era una ciudad espléndida.

«Búsquese alojamiento —dijo—, y, en cuanto se haya instalado, preséntese al director de la sucursal.» Billy contaba diecisiete años. Llevaba un sobretodo nuevo, color azul marino, un sombrero flexible nuevo, color marrón, y un traje también marrón y nuevo, y se sentía la mar de bien. Caminaba a paso vivo calle abajo. En los últimos tiempos trataba de hacerlo todo con viveza. La viveza, había resuelto, era, por excelencia, característica común a cuantos hombres de negocios conocían el éxito. Los jefazos de la casa matriz se mostraban en todo momento dueños de una absoluta, fantástica viveza. Eran asombrosos. No había tiendas en la anchurosa calle por donde avanzaba, sólo una hilera de altas casas a ambos lados, idénticas todas ellas dotadas de pórticos y columnas, y de escalinatas de cuatro o cinco peldaños que daban acceso a la puerta principal, era evidente que en otros tiempos habían sido residencias de mucho postín.

Ahora sin embargo, observó Billy pese a la oscuridad, la pintura de puertas y ventanas se estaba descascarillando y las hermosas fachadas blancas tenían manchas y resquebrajaduras debidas a la incuria. De pronto, en una ventana Billy percibió un rótulo impreso que, apoyado en el cristal de uno de los cuarterones altos, rezaba:

ALOJAMIENTO Y DESAYUNO.

Justo debajo del cartel había un hermoso y alto jarrón con amentos de sauce. Billy se detuvo. Se acercó un poco. Cortinas verdes (una especie de tejido como aterciopelado) pendían a ambos lados de la ventana. Junto a ellas, los amentos de sauce quedaban maravillosos. Aproximándose ahora hasta los mismos cristales, Billy echó una ojeada al interior. Lo primero que distinguió fue el alegre fuego que ardía en la chimenea. En la alfombra, delante del hogar, un bonito y pequeño perro dormía ovillado, el hocico prieto contra el vientre. La estancia, en cuanto le permitía apreciar la penumbra, estaba llena de muebles de agradable aspecto: un piano de media cola, un amplio sofá y varios macizos butacones. En una esquina, en su jaula, advirtió un loro grande.

En lugares como aquél, la presencia de animales era siempre un buen indicio, se dijo Billy; y le pareció que la casa, en conjunto, debía de resultar un alojamiento harto aceptable. Y a buen seguro más cómodo que La Campana y el Dragón. Una taberna, por otra parte, resultaría más simpática que una pensión: por la noche habría cerveza y juego de dardos y cantidad de gente con quien conversar; y además era probable que el hospedaje fuese allí mucho más barato. En otra ocasión había parado un par de noches en una taberna, y le gustó. En casas de huéspedes, en cambio, no se había alojado nunca, y. para ser del todo sincero, le asustaban una pizca. Su propio título le evocaba imágenes de aguanosos guisos de repollo, patronas rapaces y, en el cuarto de estar, un fuerte olor a arenques ahumados. Tras unos minutos de vacilación, expuesto al frío, Billy resolvió llegarse a La Campana y el Dragón y echarle un vistazo antes de decidirse. Se dispuso a marchar. Y, en ese instante, le ocurrió una cosa extraña: a punto ya de retroceder y volverle la espalda a la ventana, súbitamente y de forma en extremo singular vio atraída su atención por el rotulito que allí había.

ALOJAMIENTO Y DESAYUNO

ALOJAMIENTO Y DESAYUNO

ALOJAMIENTO Y DESAYUNÓ

ALOJAMIENTO Y DESAYUNO

Las tres palabras eran como otros tantos grandes ojos negros que, mirándole de hito en hito tras el cristal, le sujetaran, le obligasen, le impusieran permanecer donde estaba, no alejarse de aquella casa; y, cuando quiso darse cuenta, ya se había apartado de la ventana y, subiendo los escalones que le daban acceso, se encaminaba hacia la puerta principal y alcanzaba el timbre. Pulsó el llamador, cuya campanilla oyó sonar lejana, en algún cuarto trasero; y enseguida —tuvo que ser enseguida, pues ni siquiera le había dado tiempo a retirar el dedo apoyado en el botón—, la puerta se abrió de golpe y en el vano apareció una mujer.

En condiciones ordinarias, uno llama al timbre y dispone al menos de medio minuto antes de que la puerta se abra. Pero de aquella señora se hubiera dicho que era un muñeco de resorte comprimido en una caja de sorpresas: él apretaba el botón del timbre y… ¡hela allí! La brusca aparición hizo respingar a Billy. La mujer, de unos cuarenta y cinco años, le saludó apenas verle, con una afable sonrisa acogedora.

—Entre, por favor —le dijo en tono agradable según se hacía a un lado y abría de par en par la puerta.

Y, de forma automática, Billy se encontró trasponiendo el umbral. El impulso, o, para ser más precisos, el deseo de seguirla al interior de aquella casa, era poderosísimo.

—He visto el anuncio que tiene en la ventana —dijo conteniéndose.

 —Sí, ya lo sé.

—Andaba en busca de una habitación.

—Lo tiene todo preparado, joven —dijo ella. Tenía la cara redonda y rosada, y los ojos, azules, eran de expresión muy amable.

—Me dirigía a La Campana y el Dragón —explicó Billy—, pero, casualmente, me llamó la atención el cartel que tiene en la ventana.

—Mi querido muchacho —repuso ella—, ¿por qué no entra y se quita de ese frío?

—¿Cuánto cobra usted?

—Cinco chelines y seis peniques por noche, incluido el desayuno.

Era prodigiosamente barato: menos de la mitad de lo que estaba dispuesto a pagar.

—Si lo encuentra caro —continuó ella—, quizá pudiera ajustárselo un poco. ¿Desea un huevo con el desayuno? Los huevos están caros en este momento. Sin huevo, le saldría seis peniques más barato.

 —Cinco chelines y seis peniques está muy bien —contestó Billy—. Me gustaría alojarme aquí.

—Estaba segura de ello. Entre, entre usted.

Parecía tremendamente amable: ni más ni menos como la madre de un condiscípulo, nuestro mejor amigo, al acogerle a uno en su casa cuando llega para pasar las vacaciones de Navidad. Billy se quitó el sombrero y traspuso el umbral.

—Cuélguelo ahí —dijo ella—, y permítame que le ayude a quitarse el abrigo.

No había otros sombreros ni abrigos en el recibidor; tampoco paraguas ni bastones: nada.

—Tenemos toda la casa para nosotros dos —comentó ella con una sonrisa, la cabeza vuelta, mientras le precedía por las escaleras hacia el piso superior—. Muy rara vez tengo el placer de recibir huéspedes en mi pequeño nido, ¿sabe?

Está un poco chalada, la pobre, se dijo Billy; pero, a cinco chelines y seis peniques por noche, ¿qué puede importarle eso a nadie?

—Yo hubiera pensado que estaría usted lo que se dice asediada de demandas —apuntó cortés.

—Oh, y lo estoy, querido, lo estoy; desde luego que lo estoy. Pero la verdad es que tiendo a ser un poquitín selectiva y exigente…, no sé si me explico.

—Oh, sí.

—De todas formas, siempre estoy a punto. En esta casa está todo a punto, noche y día, ante la remota posibilidad de que se me presente algún joven caballero aceptable. Y resulta un placer tan grande, realmente tan inmenso, cuando, de tarde en tarde, abro la puerta y me encuentro con la persona verdaderamente adecuada. Se encontraba a mitad de la escalera, y allí se detuvo, apoyando la mano en la barandilla, para volverse y ofrecerle la sonrisa de sus pálidos labios.

—Como usted —concluyó al tiempo que sus ojos azules recorrían lentamente el cuerpo de Billy de la cabeza a los pies y, luego, en dirección inversa. Al alcanzar el primer descansillo, agregó:—Esta planta es la mía. Y tras subir otro piso: —Y ésta es enteramente suya —proclamó—. Su cuarto es éste. Espero que le guste.

Y le condujo al interior de una reducida pero seductora habitación delantera cuya luz encendió al entrar.

—El sol de la mañana da de pleno en la ventana, señor Perkins. Porque se llama usted Perkins, ¿no es así?—No, me llamo Weaver.

—Weaver. Un apellido muy bonito. He puesto una botella de agua caliente, para quitarle la humedad de las sábanas, señor Weaver. Encontrar una botella de agua caliente entre las limpias sábanas de una cama desconocida es tan placentero, ¿no le parece? Y, si siente frío, puede encender el gas de la chimenea cuando le apetezca.

—Muchas gracias —respondió Billy—. Muchísimas gracias.

Advirtió que la colcha había sido retirada y que el embozo aparecía pulcramente doblado a un lado: todo listo para acoger a quien ocupara el lecho.

—Celebro infinito que haya aparecido —dijo ella, mirándole con intensidad el rostro—. Comenzaba a preocuparme.

—Descuide —respondió Billy, muy animado—. No tiene por qué preocuparse por mí.

Y, colocada la maleta encima de la silla, empezó a abrirla.

—¿Y la cena, querido joven? ¿Ha podido cenar algo por el camino?

—No tengo nada de hambre, muchas gracias —contestó él—. Lo que voy a hacer, creo, es acostarme lo antes posible, pues mañana he de madrugar un poco; debo presentarme en la oficina.

—Pues conforme. Le dejaré solo, para que pueda deshacer su equipaje. De todas formas, ¿tendría la bondad, antes de retirarse, de pasar un instante por el cuarto de estar, en la planta, y firmar el registro? Es una formalidad que rige para todos, pues así lo establecen las leyes del país, y no es cosa de que contravengamos ninguna ley en estafase del trato, ¿no le parece?

Y, tras agitar la mano a modo de breve saludo, salió presurosa de la habitación y cerró la puerta. Pues bien, el hecho de que su patrona diese la impresión de estar un poco chiflada no le preocupaba a Billy en lo más mínimo. Comoquiera que se mirase, no sólo era inofensiva —ese extremo estaba fuera de duda—, sino que se trataba, bien a las claras, de un alma generosa y amable. Era posible, conjeturó Billy, que hubiese perdido un hijo en la guerra, o algo parecido, y que no hubiera llegado a recuperarse del golpe.

De manera que, pasados unos minutos, después de deshacer la maleta y lavarse las manos, trotó escaleras abajo y, llegado a la planta, entró en la sala de estar. No se encontraba allí la patrona, pero el fuego ardía en la chimenea y el pequeño perro continuaba durmiendo frente al hogar. La estancia estaba magníficamente caldeada y acogedora. Soy un tipo con suerte, se dijo frotándose las manos. Esto está requetebién. Como encontrara el registro encima del piano y abierto, sacó la pluma y anotó su nombre y dirección. La página sólo tenía dos inscripciones anteriores, y, como siempre hacemos en tales casos, se puso a leerlas. La primera era de un tal Christopher Mulholland, de Cardiff. La otra, de Gregory W. Temple, de Bristol. Qué curioso, pensó de pronto. Christopher Mulholland. Ese nombre me suena. Y bien, ¿dónde diablos habría oído aquel apellido un tanto insólito? ¿Correspondería a un condiscípulo? No. ¿Se llamaría así alguno de los muchos pretendientes de su hermana, o, tal vez, un amigo de su padre? No, no, ni lo uno ni lo otro. Echó una nueva ojeada al libro.

Christopher Mulholland 231 Cathedral Road, Cardiff

Gregory W. Temple 27 Sycamore Drive, Bristol

A decir verdad, y ahora que se detenía a pensarlo, no estaba muy seguro de que el segundo nombre no le sonase casi tanto como el primero.

—Gregory Temple —dijo en voz alta mientras exploraba en su memoria—.Christopher Mulholland…

—Encantadores muchachos —apuntó una voz a su espalda.

Al volverse vio a su patrona, que entraba en la sala como flotando, cargada con una gran bandeja de plata para el té. La sostenía muy en alto, como si fueran las riendas de un caballo retozón.

—No sé de qué, pero esos nombres me suenan —dijo Billy.

—¿De veras? Qué interesante.

—Estoy casi convencido de haberlos oído ya en alguna parte. ¿No es extraño? Quizá los leyese en el periódico. No serían famosos por algo, ¿verdad? Quiero decir, famosos jugadores de cricket o de fútbol, o algo por el estilo…

—¿Famosos? —repitió ella al dejar la bandeja en la mesita que daba frente al hogar —. Oh, no, no creo que fueran famosos. Pero, de eso sí puedo darle fe, ambos eran extraordinariamente guapos: altos, jóvenes, apuestos…, justo como usted, querido joven. Una vez más, Billy ojeó el registro.

—Pero oiga —dijo al reparar en las fechas—, esta última anotación tiene más de dos años.

—¿En serio?

—Desde luego. Y Christopher Mulholland le precede en casi un año. Hace, pues, más de tres años de eso.

—Santo cielo —exclamó ella meneando la cabeza y con un pequeño suspiro melifluo—. Nunca lo hubiera pensado. Cómo vuela el tiempo, ¿verdad, señor Wilkins?

—Weaver —corrigió Billy—. Me llamo W-e-a-v-e-r.

—¡Oh, por supuesto! —gritó al tiempo que se sentaba en el sofá—. Qué tonta soy. Mil perdones. Las cosas, señor Weaver, me entran por un oído y me salen por el otro. Así soy yo.

—¿Sabe qué hay de verdaderamente extraordinario en todo esto? —replicó Billy.

—No, mi querido joven, no lo sé.

—Pues verá usted… estos dos apellidos, Mulholland y Temple, no sólo me da la impresión de recordarlos separadamente, por así decirlo, sino que, por el motivo que sea, y de forma muy singular, parecen, al mismo tiempo, como relacionados entre sí. Corno si ambos fuesen famosos por un misino motivo, no sé si me explico… como… bueno… como Dempsey y Tunney, por ejemplo, o Churchill y Roosevelt.

—Qué divertido —respondió ella—; pero acérquese, querido, siéntese aquí a mi lado en el sofá, y tome una buena taza de té y una galleta de jengibre antes de irse a la cama.

—No debería molestarse, de veras —dijo Billy—. No había necesidad de preparar tantas cosas.

Lo dijo plantado en pie junto al piano, observándola conforme manipulaba ella las tazas y los platillos. Reparó en sus manos, que eran pequeñas, blancas, ágiles, de uñas esmaltadas de rojo.

—Estoy casi seguro de que ha sido en los periódicos donde he visto esos nombres —insistió el muchacho—. Lo recordaré en cualquier momento. Estoy seguro. No hay mayor tormento que esa sensación de un recuerdo que nos roza la memoria sin penetrar en ella. Billy no se avenía a desistir.

—Un momento —dijo—, espere un momento… Mulholland… Christopher Mulholland… ¿No se llamaba así aquel colegial de Eton, que recorría a pie el oeste del país, cuando, de pron…?

—¿Leche? —preguntó ella—. ¿Azúcar también?

—Sí, gracias. Cuando, de pronto…

—¿Un colegial de Eton? —repitió la patrona—. Oh, no, imposible, querido; no puede tratarse, en forma alguna, del mismo señor Mulholland: el mío, cuando vino a mí, no era ciertamente un colegial de Eton sino un universitario de Cambridge. Y ahora, venga aquí, siéntese a mi lado y entre en calor frente a este fuego espléndido. Vamos. Su té le está esperando.

Y, con unas palmaditas en el asiento que quedaba libre a su lado, sonrió a Billy a la espera de que se acercase. El muchacho cruzó lentamente la estancia y se sentó en el borde del sofá. Ella le puso delante la taza de té, en la mesita.

—Bueno, pues aquí estamos —dijo ella—. Qué agradable, qué acogedor resulta esto, ¿verdad?

Billy dio un primer sorbo a su té. Ella hizo otro tanto. Por espacio, quizá, de medio minuto, ambos guardaron silencio. Billy, sin embargo, se daba cuenta de que ella le miraba. Parcialmente vuelta hacia él, sus ojos, así lo percibía, le observaban por encima de la taza, fijos en su rostro. De vez en cuando el muchacho sentía hálitos de un peculiar perfume que parecía emanar directamente de ella. De forma algo desagradable, le recordaba…, bueno, no hubiera sabido decir a qué le recordaba. ¿Las castañas confitadas? ¿El cuero por estrenar? ¿O sería, acaso, los pasillos de los hospitales?

—El señor Mulholland —comentó ella por fin— era un extraordinario bebedor de té. En la vida he conocido a nadie que bebiera tanto té como el adorable, encantador señor Mulholland.

—Imagino que marcharía hace no mucho —dijo Billy, que continuaba devanándoselos sesos en relación con ambos apellidos.

Ahora tenía ya la absoluta certeza de haberlos leído en la prensa, en los titulares.

—¿Marchar, dice? —contestó ella arqueando las cejas—. Pero querido joven, el señor Mulholland jamás hizo tal cosa. Sigue aquí. Como el señor Temple. Están los dos en el tercer piso, juntos.

Billy depositó con cuidado la taza en la mesa y miró de hito en hito a su patrona. Ella le sonrió, avanzó una de sus blancas manos y le dio unas confortables palmaditas en la rodilla.

—¿Qué edad tiene usted, mi querido muchacho? —quiso saber.

—Diecisiete años.

—¡Diecisiete años! —exclamó la patrona—. ¡Oh, la edad ideal! La misma que tenía el señor Mulholland. Aunque él, diría yo, era un poquitín más bajo; lo que es más, lo aseguraría; y no acababa de tener tan blancos los dientes. Sus dientes son una preciosidad, señor Weaver, ¿lo sabía usted?

—No están tan sanos como parecen —respondió Billy—. Tienen montones de empastes detrás.

—El señor Temple era, desde luego, algo mayor —continuó ella, pasando por alto la observación—. La verdad es que tenía veintiocho años. Pero, de no habérmelo dicho él, yo nunca lo hubiera imaginado. Jamás en la vida. No tenía una mácula en el cuerpo.

—¿Una qué?

—Que su piel era lo mismito que la de un bebé.

Siguió un silencio. Billy recuperó la taza, sorbió de nuevo y volvió a depositarla cuidadosamente en el plato. Esperó a que su patrona interviniera de nuevo; pero ella daba la impresión de haberse sumido en otro de aquellos silencios suyos. Billy se quedó mirando con fijeza hacia el rincón opuesto, los dientes clavados en el labio inferior.

—Ese loro —dijo finalmente—, ¿sabe que me engañó por completo, cuando lo vi desde la calle? Hubiera jurado que estaba vivo.

—Ay, ya no.

—La disección es habilísima —añadió él—. No se le ve nada muerto. ¿Quién la hizo?

—La hice yo.

—¿Usted?

—Claro está. Y ya se habrá fijado, también, en mi pequeño Basil —dijo, señalando con la cabeza al perro tan plácidamente ovillado ante el hogar.

Vueltos hacia él los ojos, Billy se percató, de repente, de que el perro había permanecido todo el rato tan inmóvil y silencioso como el loro. Extendió una mano y le palpó suavemente lo alto del lomo. Lo encontró duro y frío, y, al peinarle el pelo con los dedos, vio que la piel, de un negro ceniciento, estaba seca y perfectamente conservada.

—Por todos los santos —exclamó—, esto es de todo punto fascinante.

Olvidando al perro, observó con profunda admiración a la mujer menudita que ocupaba el sofá a su lado y añadió:

—Un trabajo como éste debe de resultarle dificilísimo.

—En absoluto —replicó ella—. Diseco personalmente a todas mis mascotas cuando pasan a mejor vida. ¿Le apetece otra taza de té?

—No, gracias —respondió Billy.

Tenía la infusión un cierto sabor a almendras amargas y no le atraía demasiado.

—Ha firmado usted el registro, ¿verdad?

—Sí, claro.

—Buena cosa. Lo digo porque, si más adelante llego a olvidar cómo se llamaba usted, siempre me queda la solución de bajar y consultarlo. Lo sigo haciendo, casi a diario, en cuanto al señor Mulholland y el señor… el señor…

—Temple —apuntó Billy—. Gregory Temple. Perdone la pregunta, pero ¿acaso no ha tenido, en estos últimos dos o tres años, más huéspedes que ellos?

Con la taza de té en una mano y sostenida en alto, la cabeza ligeramente ladeada a la izquierda, la patrona le miró de soslayo y, con otra de aquellas amables sonrisitas, dijo:

 

Sólo usted.

 

Roald Dahl, 

Relatos de lo inesperado

1979.


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