“Roald
Dahl (1916 -1990). Escritor
británico conocido especialmente como autor de narraciones infantiles y
juveniles, pese a que su producción para adultos fue también de destacable
calidad. Muchos de sus relatos se han convertido en películas de gran éxito
internacional.
Su
padre, de origen noruego, murió cuando el futuro escritor sólo tenía tres años.
Esta desaparición dejó en apuros económicos a la familia, que hubo de
trasladarse a una casa más pequeña. La madre prefirió seguir viviendo en
Inglaterra antes que regresar a Noruega, cumpliendo con ello el deseo de su
marido de educar a sus hijos en escuelas británicas.
Fue
precisamente la estricta educación inglesa, que incluía fuertes castigos, lo
que menos agradaba al pequeño Roald. Sus momentos más felices los vivía en verano,
cuando viajaba con su madre y sus hermanos a Noruega. No brilló especialmente
en sus estudios, aunque destacó en actividades deportivas como el boxeo.
Más
interesado por la acción y la aventura que por el esfuerzo intelectual, al
cumplir los dieciocho años se hizo explorador, en lugar de matricularse en la
Universidad, como quería su madre. Luego trabajó como vendedor hasta que, a los
veintitrés años de edad, se alistó como aviador para luchar en la Segunda
Guerra Mundial, y sirvió en las Fuerzas Aéreas Reales en Libia, Grecia y Siria.
En las campañas del continente africano su avión fue alcanzado en varias
ocasiones por los disparos del enemigo, y en una ocasión llegó a ser derribado.
Dahl salvó la vida de milagro, aunque tenía heridas tan graves que fue enviado
a casa.
Su
primera recopilación de relatos (Over to You; 10 Stories of Flyers and
Flying, 1946) evocaría los horrores vividos en la guerra. Recuperado de sus
heridas, en 1942 fue destinado a Washington como experto en asuntos de aviación
de guerra; hasta 1945 trabajó para la Seguridad británica en Estados Unidos.
Fue allí donde empezó a hacerse famoso como escritor, al ponerse a narrar en
periódicos y revistas su visión de la guerra.
Dahl
alternó tempranamente estas ocupaciones con su dedicación a la literatura
infantil y juvenil, que se intensificaría a partir de la década de los sesenta.
Casado en 1953, fue padre de cuatro hijos a los que acostumbraba a contar
cuentos que a menudo se convertían en novelas. Su primer libro para niños habia
sido Los gremmlins (1943). Pronto obtuvo grandes éxitos con títulos como
James y el melocotón gigante (1961) y Charlie y la fábrica de
chocolate (1964).
Por
esa época sufrió también graves reveses: vio morir a su pequeña hija Olivia
en 1962, y, tres años después, su esposa Patricia Neal sufrió una
peligrosa enfermedad que estuvo a punto de dejarla ciega e inválida. Para colmo
de males, su hijo Theo sufrió un grave accidente de carretera que le
causó daños en el cerebro cuando sólo tenía tres años. Dahl pasó muchos meses
trabajando en una válvula especial que servía para sacar líquidos de la cabeza
de su hijo y permitía a éste vivir con normalidad, sin tener que permanecer
conectado a una máquina.
A
pesar de estas desgracias, Dahl logró salir adelante y continuó escribiendo
obras que le hacían cada vez más famoso en todo el mundo. Con Matilda,
uno de sus últimos libros (convertido también en película de gran éxito), batió
todos los records de ventas. No hay que olvidar, sin embargo, la importancia de
su narrativa para adultos, en la que cultivó variados géneros. También fueron
frecuentes sus colaboraciones con el cine; escribió, entre otros muchos, varios
guiones para la serie de películas de James Bond.
Aunque
es recordado especialmente por sus narraciones para niños y jóvenes, Roald Dahl
escribió numerosas obras para adultos de indudable interés y calidad, entre las
que sobresale Relatos de lo inesperado, una brillantísima colección de
cuentos de intriga y humor negro. Mi tío Oswald (1979) se halla muy
cercano a la ficción futurista: trata sobre la venta de espermatozoides de los
hombres más brillantes del planeta. Otras obras destacadas fueron La
venganza es mía, Génesis y catástrofe, Historias extraordinarias
y El gran cambiazo. Sobresalió especialmente en el cuento corto, con
historias mordaces e impactantes rayanas en la irrealidad y lo morboso o
macabro en muchos casos; en ellas creó un clima amenazante, extraño, vinculado
a la irracionalidad, combinando agudamente el humor negro con el suspense.
Sin
embargo, en sus historias para jóvenes late la fábula moral. Algunas de sus
obras en el campo de la narrativa infantil y juvenil están consideradas entre
las mejores de todos los tiempos. De hecho, sus relatos gustan tanto a los
niños como a los mayores, ya que, en medio de sus historias protagonizadas por
jóvenes, hay humor y crítica a la sociedad contemporánea. Junto a la magia y la
fantasía, en sus libros aparece también la maldad y otros defectos del ser
humano.
Charlie y la fábrica de
chocolate (1964) fue la novela que le hizo
famoso entre los jóvenes de todo el mundo; llegó incluso a ser elegida número
uno en una encuesta realizada por el prestigioso diario Sunday Times
para seleccionar las diez mejores obras infantiles. En Charlie y el ascensor
de cristal continuó con el mismo personaje. Otros libros célebres son James
y el melocotón gigante (1961), que cuenta la historia de un niño huérfano
que vive con sus malvadas tías; Las brujas, que narra el enfrentamiento de un
niño y su abuela con la terrible Asociación de Brujas de Inglaterra; y Los
cretinos, que recoge historias de una pareja de viejos refunfuñones que
odian a los niños.
Autor
prolífico, la lista de obras memorables es extensísima: Danny, el campeón
del mundo, El dedo mágico o la ya citada Matilda, la historia de una
niña enamorada de los libros. Las novelas Boy y Volando solo se
basaron en la vida del propio autor. Y todavía merecen destacarse Qué asco
de bichos, El superzorro, La maravillosa medicina de Jorge, El gran gigante
bonachón, Cuentos en verso para niños perversos, El vicario que hablaba al
revés, Mi año, Los Mimpis y Agu Trot.”
Extraído de Ruiza, M., Fernández, T. y Tamaro, E. (2004).
Biografia de Roald Dahl.
En Biografías y Vidas.
La enciclopedia biográfica en línea.
Barcelona (España).
La patrona
Relato
de Roald Dahl:
Billy Weaver había salido de Londres
en el cansino tren de la tarde, con cambio en Swindon, y a su llegada a Bath, a
eso de las nueve de la noche, la luna comenzaba a emerger de un cielo claro y
estrellado, por encima de las casas que daban frente a la estación. La
atmósfera, sin embargo, era mortalmente fría, y el viento, como una plana
cuchilla de hielo aplicada a las mejillas del viajero.
—Perdone —dijo Billy—, ¿sabe de algún hotel
barato y que no quede lejos?
—Pruebe en La Campana y el Dragón —le
respondió el mozo al tiempo que indicaba hacia el otro extremo de la calle—.
Quizá allí. Está a unos cuatrocientos metros en esa dirección.
Billy le dio las gracias, volvió a
cargar la maleta y se dispuso a cubrir los cuatrocientos metros que le
separaban de La Campana y el Dragón. Nunca había estado en Bath ni conocía a
nadie allí; pero el señor Greenslade, de la central de Londres, le había
asegurado que era una ciudad espléndida.
«Búsquese alojamiento —dijo—, y, en
cuanto se haya instalado, preséntese al director de la sucursal.» Billy contaba
diecisiete años. Llevaba un sobretodo nuevo, color azul marino, un sombrero
flexible nuevo, color marrón, y un traje también marrón y nuevo, y se sentía la
mar de bien. Caminaba a paso vivo calle abajo. En los últimos tiempos trataba
de hacerlo todo con viveza. La viveza, había resuelto, era, por excelencia,
característica común a cuantos hombres de negocios conocían el éxito. Los
jefazos de la casa matriz se mostraban en todo momento dueños de una absoluta,
fantástica viveza. Eran asombrosos. No había tiendas en la anchurosa calle por
donde avanzaba, sólo una hilera de altas casas a ambos lados, idénticas todas
ellas dotadas de pórticos y columnas, y de escalinatas de cuatro o cinco peldaños
que daban acceso a la puerta principal, era evidente que en otros tiempos
habían sido residencias de mucho postín.
Ahora sin embargo, observó Billy pese
a la oscuridad, la pintura de puertas y ventanas se estaba descascarillando y
las hermosas fachadas blancas tenían manchas y resquebrajaduras debidas a la
incuria. De pronto, en una ventana Billy percibió un rótulo impreso que,
apoyado en el cristal de uno de los cuarterones altos, rezaba:
ALOJAMIENTO Y DESAYUNO.
Justo debajo del cartel había un
hermoso y alto jarrón con amentos de sauce. Billy se detuvo. Se acercó un poco.
Cortinas verdes (una especie de tejido como aterciopelado) pendían a ambos
lados de la ventana. Junto a ellas, los amentos de sauce quedaban maravillosos.
Aproximándose ahora hasta los mismos cristales, Billy echó una ojeada al
interior. Lo primero que distinguió fue el alegre fuego que ardía en la
chimenea. En la alfombra, delante del hogar, un bonito y pequeño perro dormía
ovillado, el hocico prieto contra el vientre. La estancia, en cuanto le
permitía apreciar la penumbra, estaba llena de muebles de agradable aspecto: un
piano de media cola, un amplio sofá y varios macizos butacones. En una esquina,
en su jaula, advirtió un loro grande.
En lugares como aquél, la presencia de
animales era siempre un buen indicio, se dijo Billy; y le pareció que la casa,
en conjunto, debía de resultar un alojamiento harto aceptable. Y a buen seguro
más cómodo que La Campana y el Dragón. Una taberna, por otra parte, resultaría
más simpática que una pensión: por la noche habría cerveza y juego de dardos y
cantidad de gente con quien conversar; y además era probable que el hospedaje
fuese allí mucho más barato. En otra ocasión había parado un par de noches en
una taberna, y le gustó. En casas de huéspedes, en cambio, no se había alojado
nunca, y. para ser del todo sincero, le asustaban una pizca. Su propio título
le evocaba imágenes de aguanosos guisos de repollo, patronas rapaces y, en el
cuarto de estar, un fuerte olor a arenques ahumados. Tras unos minutos de
vacilación, expuesto al frío, Billy resolvió llegarse a La Campana y el Dragón
y echarle un vistazo antes de decidirse. Se dispuso a marchar. Y, en ese
instante, le ocurrió una cosa extraña: a punto ya de retroceder y volverle la
espalda a la ventana, súbitamente y de forma en extremo singular vio atraída su
atención por el rotulito que allí había.
ALOJAMIENTO Y DESAYUNO
ALOJAMIENTO Y DESAYUNO
ALOJAMIENTO Y DESAYUNÓ
ALOJAMIENTO Y DESAYUNO
Las tres palabras eran como otros
tantos grandes ojos negros que, mirándole de hito en hito tras el cristal, le
sujetaran, le obligasen, le impusieran permanecer donde estaba, no alejarse de
aquella casa; y, cuando quiso darse cuenta, ya se había apartado de la ventana
y, subiendo los escalones que le daban acceso, se encaminaba hacia la puerta
principal y alcanzaba el timbre. Pulsó el llamador, cuya campanilla oyó sonar
lejana, en algún cuarto trasero; y enseguida —tuvo que ser enseguida, pues ni
siquiera le había dado tiempo a retirar el dedo apoyado en el botón—, la puerta
se abrió de golpe y en el vano apareció una mujer.
En condiciones ordinarias, uno llama
al timbre y dispone al menos de medio minuto antes de que la puerta se abra.
Pero de aquella señora se hubiera dicho que era un muñeco de resorte comprimido
en una caja de sorpresas: él apretaba el botón del timbre y… ¡hela allí! La
brusca aparición hizo respingar a Billy. La mujer, de unos cuarenta y cinco
años, le saludó apenas verle, con una afable sonrisa acogedora.
—Entre, por favor —le dijo en tono agradable
según se hacía a un lado y abría de par en par la puerta.
Y, de forma automática, Billy se
encontró trasponiendo el umbral. El impulso, o, para ser más precisos, el deseo
de seguirla al interior de aquella casa, era poderosísimo.
—He visto el anuncio que tiene en la ventana
—dijo conteniéndose.
—Sí, ya
lo sé.
—Andaba en busca de una habitación.
—Lo tiene todo preparado, joven —dijo ella.
Tenía la cara redonda y rosada, y los ojos, azules, eran de expresión muy
amable.
—Me dirigía a La Campana y el Dragón —explicó
Billy—, pero, casualmente, me llamó la atención el cartel que tiene en la
ventana.
—Mi querido muchacho —repuso ella—, ¿por qué
no entra y se quita de ese frío?
—¿Cuánto cobra usted?
—Cinco chelines y seis peniques por noche,
incluido el desayuno.
Era prodigiosamente barato: menos de
la mitad de lo que estaba dispuesto a pagar.
—Si lo encuentra caro —continuó ella—, quizá
pudiera ajustárselo un poco. ¿Desea un huevo con el desayuno? Los huevos están
caros en este momento. Sin huevo, le saldría seis peniques más barato.
—Cinco
chelines y seis peniques está muy bien —contestó Billy—. Me gustaría alojarme
aquí.
—Estaba segura de ello. Entre, entre usted.
Parecía tremendamente amable: ni más
ni menos como la madre de un condiscípulo, nuestro mejor amigo, al acogerle a
uno en su casa cuando llega para pasar las vacaciones de Navidad. Billy se
quitó el sombrero y traspuso el umbral.
—Cuélguelo ahí —dijo ella—, y permítame que le
ayude a quitarse el abrigo.
No había otros sombreros ni abrigos en
el recibidor; tampoco paraguas ni bastones: nada.
—Tenemos toda la casa para nosotros dos
—comentó ella con una sonrisa, la cabeza vuelta, mientras le precedía por las
escaleras hacia el piso superior—. Muy rara vez tengo el placer de recibir
huéspedes en mi pequeño nido, ¿sabe?
Está un poco chalada, la pobre, se
dijo Billy; pero, a cinco chelines y seis peniques por noche, ¿qué puede
importarle eso a nadie?
—Yo hubiera pensado que estaría usted lo que
se dice asediada de demandas —apuntó cortés.
—Oh, y lo estoy, querido, lo estoy; desde
luego que lo estoy. Pero la verdad es que tiendo a ser un poquitín selectiva y
exigente…, no sé si me explico.
—Oh, sí.
—De todas formas, siempre estoy a punto. En
esta casa está todo a punto, noche y día, ante la remota posibilidad de que se
me presente algún joven caballero aceptable. Y resulta un placer tan grande,
realmente tan inmenso, cuando, de tarde en tarde, abro la puerta y me encuentro
con la persona verdaderamente adecuada. Se encontraba a mitad de la escalera, y
allí se detuvo, apoyando la mano en la barandilla, para volverse y ofrecerle la
sonrisa de sus pálidos labios.
—Como usted —concluyó al tiempo que sus ojos
azules recorrían lentamente el cuerpo de Billy de la cabeza a los pies y,
luego, en dirección inversa. Al alcanzar el primer descansillo, agregó:—Esta
planta es la mía. Y tras subir otro piso: —Y ésta es enteramente suya
—proclamó—. Su cuarto es éste. Espero que le guste.
Y le condujo al interior de una
reducida pero seductora habitación delantera cuya luz encendió al entrar.
—El sol de la mañana da de pleno en la
ventana, señor Perkins. Porque se llama usted Perkins, ¿no es así?—No, me llamo
Weaver.
—Weaver. Un apellido muy bonito. He puesto una
botella de agua caliente, para quitarle la humedad de las sábanas, señor
Weaver. Encontrar una botella de agua caliente entre las limpias sábanas de una
cama desconocida es tan placentero, ¿no le parece? Y, si siente frío, puede
encender el gas de la chimenea cuando le apetezca.
—Muchas gracias —respondió Billy—. Muchísimas
gracias.
Advirtió que la colcha había sido
retirada y que el embozo aparecía pulcramente doblado a un lado: todo listo
para acoger a quien ocupara el lecho.
—Celebro infinito que haya aparecido —dijo
ella, mirándole con intensidad el rostro—. Comenzaba a preocuparme.
—Descuide —respondió Billy, muy animado—. No
tiene por qué preocuparse por mí.
Y, colocada la maleta encima de la
silla, empezó a abrirla.
—¿Y la cena, querido joven? ¿Ha podido cenar
algo por el camino?
—No tengo nada de hambre, muchas gracias
—contestó él—. Lo que voy a hacer, creo, es acostarme lo antes posible, pues
mañana he de madrugar un poco; debo presentarme en la oficina.
—Pues conforme. Le dejaré solo, para que pueda
deshacer su equipaje. De todas formas, ¿tendría la bondad, antes de retirarse,
de pasar un instante por el cuarto de estar, en la planta, y firmar el
registro? Es una formalidad que rige para todos, pues así lo establecen las
leyes del país, y no es cosa de que contravengamos ninguna ley en estafase del
trato, ¿no le parece?
Y, tras agitar la mano a modo de breve
saludo, salió presurosa de la habitación y cerró la puerta. Pues bien, el hecho
de que su patrona diese la impresión de estar un poco chiflada no le preocupaba
a Billy en lo más mínimo. Comoquiera que se mirase, no sólo era inofensiva —ese
extremo estaba fuera de duda—, sino que se trataba, bien a las claras, de un
alma generosa y amable. Era posible, conjeturó Billy, que hubiese perdido un
hijo en la guerra, o algo parecido, y que no hubiera llegado a recuperarse del
golpe.
De manera que, pasados unos minutos,
después de deshacer la maleta y lavarse las manos, trotó escaleras abajo y,
llegado a la planta, entró en la sala de estar. No se encontraba allí la
patrona, pero el fuego ardía en la chimenea y el pequeño perro continuaba
durmiendo frente al hogar. La estancia estaba magníficamente caldeada y
acogedora. Soy un tipo con suerte, se dijo frotándose las manos. Esto está
requetebién. Como encontrara el registro encima del piano y abierto, sacó la
pluma y anotó su nombre y dirección. La página sólo tenía dos inscripciones
anteriores, y, como siempre hacemos en tales casos, se puso a leerlas. La
primera era de un tal Christopher Mulholland, de Cardiff. La otra, de Gregory
W. Temple, de Bristol. Qué curioso, pensó de pronto. Christopher Mulholland.
Ese nombre me suena. Y bien, ¿dónde diablos habría oído aquel apellido un tanto
insólito? ¿Correspondería a un condiscípulo? No. ¿Se llamaría así alguno de los
muchos pretendientes de su hermana, o, tal vez, un amigo de su padre? No, no,
ni lo uno ni lo otro. Echó una nueva ojeada al libro.
Christopher Mulholland
231 Cathedral Road, Cardiff
Gregory W. Temple 27
Sycamore Drive, Bristol
A decir verdad, y ahora que se detenía
a pensarlo, no estaba muy seguro de que el segundo nombre no le sonase casi
tanto como el primero.
—Gregory Temple —dijo en voz alta mientras
exploraba en su memoria—.Christopher Mulholland…
—Encantadores muchachos —apuntó una voz a su
espalda.
Al volverse vio a su patrona, que
entraba en la sala como flotando, cargada con una gran bandeja de plata para el
té. La sostenía muy en alto, como si fueran las riendas de un caballo retozón.
—No sé de qué, pero esos nombres me suenan
—dijo Billy.
—¿De veras? Qué interesante.
—Estoy casi convencido de haberlos oído ya en
alguna parte. ¿No es extraño? Quizá los leyese en el periódico. No serían
famosos por algo, ¿verdad? Quiero decir, famosos jugadores de cricket o de
fútbol, o algo por el estilo…
—¿Famosos? —repitió ella al dejar la bandeja
en la mesita que daba frente al hogar —. Oh, no, no creo que fueran famosos.
Pero, de eso sí puedo darle fe, ambos eran extraordinariamente guapos: altos,
jóvenes, apuestos…, justo como usted, querido joven. Una vez más, Billy ojeó el
registro.
—Pero oiga —dijo al reparar en las fechas—,
esta última anotación tiene más de dos años.
—¿En serio?
—Desde luego. Y Christopher Mulholland le
precede en casi un año. Hace, pues, más de tres años de eso.
—Santo cielo —exclamó ella meneando la cabeza
y con un pequeño suspiro melifluo—. Nunca lo hubiera pensado. Cómo vuela el
tiempo, ¿verdad, señor Wilkins?
—Weaver —corrigió Billy—. Me llamo
W-e-a-v-e-r.
—¡Oh, por supuesto! —gritó al tiempo que se
sentaba en el sofá—. Qué tonta soy. Mil perdones. Las cosas, señor Weaver, me
entran por un oído y me salen por el otro. Así soy yo.
—¿Sabe qué hay de verdaderamente
extraordinario en todo esto? —replicó Billy.
—No, mi querido joven, no lo sé.
—Pues verá usted… estos dos apellidos,
Mulholland y Temple, no sólo me da la impresión de recordarlos separadamente,
por así decirlo, sino que, por el motivo que sea, y de forma muy singular,
parecen, al mismo tiempo, como relacionados entre sí. Corno si ambos fuesen
famosos por un misino motivo, no sé si me explico… como… bueno… como Dempsey y
Tunney, por ejemplo, o Churchill y Roosevelt.
—Qué divertido —respondió ella—; pero
acérquese, querido, siéntese aquí a mi lado en el sofá, y tome una buena taza
de té y una galleta de jengibre antes de irse a la cama.
—No debería molestarse, de veras —dijo Billy—.
No había necesidad de preparar tantas cosas.
Lo dijo plantado en pie junto al
piano, observándola conforme manipulaba ella las tazas y los platillos. Reparó
en sus manos, que eran pequeñas, blancas, ágiles, de uñas esmaltadas de rojo.
—Estoy casi seguro de que ha sido en los
periódicos donde he visto esos nombres —insistió el muchacho—. Lo recordaré en
cualquier momento. Estoy seguro. No hay mayor tormento que esa sensación de un
recuerdo que nos roza la memoria sin penetrar en ella. Billy no se avenía a desistir.
—Un momento —dijo—, espere un momento…
Mulholland… Christopher Mulholland… ¿No se llamaba así aquel colegial de Eton,
que recorría a pie el oeste del país, cuando, de pron…?
—¿Leche? —preguntó ella—. ¿Azúcar también?
—Sí, gracias. Cuando, de pronto…
—¿Un colegial de Eton? —repitió la patrona—.
Oh, no, imposible, querido; no puede tratarse, en forma alguna, del mismo señor
Mulholland: el mío, cuando vino a mí, no era ciertamente un colegial de Eton
sino un universitario de Cambridge. Y ahora, venga aquí, siéntese a mi lado y
entre en calor frente a este fuego espléndido. Vamos. Su té le está esperando.
Y, con unas palmaditas en el asiento
que quedaba libre a su lado, sonrió a Billy a la espera de que se acercase. El
muchacho cruzó lentamente la estancia y se sentó en el borde del sofá. Ella le
puso delante la taza de té, en la mesita.
—Bueno, pues aquí estamos —dijo ella—. Qué
agradable, qué acogedor resulta esto, ¿verdad?
Billy dio un primer sorbo a su té.
Ella hizo otro tanto. Por espacio, quizá, de medio minuto, ambos guardaron
silencio. Billy, sin embargo, se daba cuenta de que ella le miraba.
Parcialmente vuelta hacia él, sus ojos, así lo percibía, le observaban por
encima de la taza, fijos en su rostro. De vez en cuando el muchacho sentía
hálitos de un peculiar perfume que parecía emanar directamente de ella. De
forma algo desagradable, le recordaba…, bueno, no hubiera sabido decir a qué le
recordaba. ¿Las castañas confitadas? ¿El cuero por estrenar? ¿O sería, acaso,
los pasillos de los hospitales?
—El señor Mulholland —comentó ella por fin—
era un extraordinario bebedor de té. En la vida he conocido a nadie que bebiera
tanto té como el adorable, encantador señor Mulholland.
—Imagino que marcharía hace no mucho —dijo
Billy, que continuaba devanándoselos sesos en relación con ambos apellidos.
Ahora tenía ya la absoluta certeza de
haberlos leído en la prensa, en los titulares.
—¿Marchar, dice? —contestó ella arqueando las
cejas—. Pero querido joven, el señor Mulholland jamás hizo tal cosa. Sigue
aquí. Como el señor Temple. Están los dos en el tercer piso, juntos.
Billy depositó con cuidado la taza en
la mesa y miró de hito en hito a su patrona. Ella le sonrió, avanzó una de sus
blancas manos y le dio unas confortables palmaditas en la rodilla.
—¿Qué edad tiene usted, mi querido muchacho?
—quiso saber.
—Diecisiete años.
—¡Diecisiete años! —exclamó la patrona—. ¡Oh,
la edad ideal! La misma que tenía el señor Mulholland. Aunque él, diría yo, era
un poquitín más bajo; lo que es más, lo aseguraría; y no acababa de tener tan
blancos los dientes. Sus dientes son una preciosidad, señor Weaver, ¿lo sabía
usted?
—No están tan sanos como parecen —respondió
Billy—. Tienen montones de empastes detrás.
—El señor Temple era, desde luego, algo mayor
—continuó ella, pasando por alto la observación—. La verdad es que tenía
veintiocho años. Pero, de no habérmelo dicho él, yo nunca lo hubiera imaginado.
Jamás en la vida. No tenía una mácula en el cuerpo.
—¿Una qué?
—Que su piel era lo mismito que la de un bebé.
Siguió un silencio. Billy recuperó la
taza, sorbió de nuevo y volvió a depositarla cuidadosamente en el plato. Esperó
a que su patrona interviniera de nuevo; pero ella daba la impresión de haberse
sumido en otro de aquellos silencios suyos. Billy se quedó mirando con fijeza
hacia el rincón opuesto, los dientes clavados en el labio inferior.
—Ese loro —dijo finalmente—, ¿sabe que me
engañó por completo, cuando lo vi desde la calle? Hubiera jurado que estaba
vivo.
—Ay, ya no.
—La disección es habilísima —añadió él—. No se
le ve nada muerto. ¿Quién la hizo?
—La hice yo.
—¿Usted?
—Claro está. Y ya se habrá fijado, también, en
mi pequeño Basil —dijo, señalando con la cabeza al perro tan plácidamente
ovillado ante el hogar.
Vueltos hacia él los ojos, Billy se
percató, de repente, de que el perro había permanecido todo el rato tan inmóvil
y silencioso como el loro. Extendió una mano y le palpó suavemente lo alto del
lomo. Lo encontró duro y frío, y, al peinarle el pelo con los dedos, vio que la
piel, de un negro ceniciento, estaba seca y perfectamente conservada.
—Por todos los santos —exclamó—, esto es de
todo punto fascinante.
Olvidando al perro, observó con
profunda admiración a la mujer menudita que ocupaba el sofá a su lado y añadió:
—Un trabajo como éste debe de resultarle
dificilísimo.
—En absoluto —replicó ella—. Diseco
personalmente a todas mis mascotas cuando pasan a mejor vida. ¿Le apetece otra
taza de té?
—No, gracias —respondió Billy.
Tenía la infusión un cierto sabor a
almendras amargas y no le atraía demasiado.
—Ha firmado usted el registro, ¿verdad?
—Sí, claro.
—Buena cosa. Lo digo porque, si más adelante
llego a olvidar cómo se llamaba usted, siempre me queda la solución de bajar y
consultarlo. Lo sigo haciendo, casi a diario, en cuanto al señor Mulholland y el
señor… el señor…
—Temple —apuntó Billy—. Gregory Temple.
Perdone la pregunta, pero ¿acaso no ha tenido, en estos últimos dos o tres
años, más huéspedes que ellos?
Con la taza de té en una mano y sostenida en
alto, la cabeza ligeramente ladeada a la izquierda, la patrona le miró de
soslayo y, con otra de aquellas amables sonrisitas, dijo:
Sólo usted.
Roald Dahl,
Relatos de lo inesperado,
1979.
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