1 d’oct. 2020

la extraña desaparición de Esme Lennox, tres

 

Canty Bay

“Esme se impulsa por el agua, luchando contra las subidas y bajadas, respirando entrecortadamente, resollando. Está más allá de la línea de rompiente de las olas, en esa extraña tierra de nadie sin espuma. Nota en torno a las piernas el tirón frío del agua profunda y poderosa. 

Da la vuelta para mirar hacia la playa. La curva de Canty Bay, el marrón amarillento de la arena, sus padres en una manta, su abuela sentada muy tiesa en una silla plegable, Kitty junto a ellos, mirando alrededor haciéndose visera con la mano. Su padre está haciendo un gesto, indicando que debería acercarse. Esme finge no verlo. 

Viene una ola haciendo acopio de fuerza, acumulando agua. Avanza hacia ella en silencio, un risco impasible en el mar. La niña se prepara y disfruta del delicioso impulso que la eleva, la acerca al cielo y luego pasa, bajándola suavemente. Ella se queda quieta, flotando en el agua, mientras la ola estalla y rompe, precipitándose en un blanco frenesí contra la arena. Kitty saluda a alguien con la mano y Esme advierte que se le han escapado unos mechones de pelo del gorro de baño. 

Han alquilado una casa en North Berwick para pasar el verano. Eso es lo que hace la gente, les ha contado su abuela. Es responsabilidad suya, declaró, asegurarse de que ambas hermanas se relacionen «con las personas adecuadas». Las llevan a clases de golf, que Esme detesta con todo su corazón, a bailes en el Pabellón, a los que siempre procura llevar algún libro, y todas las tardes la abuela las obliga a ponerse de punta en blanco y recorrer el paseo marítimo saludando a todo el mundo, sobre todo a las familias con hijos varones. A Esme no le gusta participar en esas ridículas excursiones. Se siente como un caballo en un mercado. Curiosamente, a Kitty le encantan. Se pasa horas arreglándose, cepillándose el pelo, poniéndose crema en la cara, cosiéndose cintas en los guantes. ¿Por qué haces eso?, le había preguntado Esme el día anterior, al verla sentada delante del espejo pellizcándose una y otra vez las mejillas. Y la hermana mayor se levantó y salió de la habitación sin contestar. Su abuela asegura que la pequeña nunca encontrará marido si no cambia de actitud. No hace mucho lo dijo durante el desayuno y Esme replicó: Pues mejor. Y la mandaron a terminar de comer en la cocina. 

Viene otra ola, y luego otra. Esme ve que su abuela ha sacado la labor de punto, que su padre está leyendo el periódico. Su hermana habla con alguien, una madre y sus dos hijos, al parecer. Los chicos son rechonchos, de manos grandes, y se muestran poco comunicativos ante las ansiosas preguntas de Kitty. Esme se enfurruña. No entiende qué le ha pasado a su hermana. No se imagina cómo puede encontrar algo que decirles. Está a punto de gritarle que vaya a bañarse con ella, cuando algo cambia. El agua fría bajo ella se mueve, tirándole de las piernas. La está arrastrando hacia abajo muy deprisa, la corriente que la rodea se precipita hacia mar abierto. Esme intenta nadar contra esa fuerza y regresar a la orilla, pero es como si tuviera los miembros encadenados. Se oye un fuerte bramido, como antes de una tormenta. La niña se da la vuelta. 

A sus espaldas avanza una pared verde de agua, la parte superior ya rizándose, volcándose. Ella abre la boca para gritar, pero en ese momento algo muy pesado le golpea la cabeza, la hunde, la arrastra. Sólo ve un borrón verdoso y de repente nota la boca y los pulmones llenos de agua amarga. Manotea, se agita desesperadamente, pero no tiene ni idea de dónde está la superficie, hacia dónde debería dirigirse. Algo le golpea la cabeza, algo duro, rígido, le hace apretar los dientes y comprende que ha chocado contra el fondo, que está cabeza abajo, como santa Catalina en su rueda, pero la desorientación sólo dura un segundo, porque se ve lanzada hacia delante, hacia abajo, arrastrada al interior de la ola por la fuerza de la misma. Luego siente en el vientre el arañazo de la arena y las piedras, empuja con fuerza con las manos y milagrosamente consigue emerger. 

La luz es blanca e hiriente. Oye los lamentos de las gaviotas y a su madre diciendo algo sobre una loncha de jamón. Esme aspira grandes bocanadas de aire. Se descubre arrodillada en la orilla; ha perdido el gorro de baño y el pelo se le pega a la espalda como una cuerda mojada. Pequeñas olas pasan de largo para chapotear en la arena. Le duele la frente. Se la toca con los dedos y se le manchan de sangre. 

Se levanta tambaleante. Las piedras angulosas le pinchan los pies. Casi se cae, pero consigue seguir erguida. Alza la cabeza, mira hacia la playa. ¿Se enfadarán con ella? ¿La regañarán porque ya le habían advertido que no se alejara tanto? 

Su familia está en la arena, pasándose bocadillos y lanchas de carne fría. Las agujas de punto de su abuela entrechocan, enroscando el hilo de lana. Y allí, sentada en la manta, se descubre a sí misma. Ahí está Kitty, con su bañador a rayas, el gorro bien calado, y allí está también ella, Esme, sentada junto a su hermana, con un bañador igualito, aceptando un muslo de pollo frío que le ofrece la madre. 

Se queda observando la escena, que parece vibrar y desintegrarse. Tiene la sensación de que una fuerza la empuja, la atrae como un imán, como si siguiera en el remolino de la ola, pero sabe que está quieta, en la orilla. Se presiona los ojos con la mano y mira de nuevo. 

Ella, o la persona que se parece a ella, se sienta con las piernas cruzadas. El bañador tiene el mismo cierre en el hombro, y Esme sabe cómo es el lanoso y áspero tacto de la manta en la piel, cómo los dedos ganchudos del carrizo atraviesan el tejido. Se da cuenta de que lo siente en ese mismo instante. Pero ¿cómo es posible, si está en el agua? 

Baja la vista, como para asegurarse de que sigue allí, para comprobar si de alguna forma se ha cambiado por otra persona. Está pasando una ola, lamiéndole las piernas, diminuta, intrascendente. Y cuando vuelve a alzar la cabeza, la visión ha desaparecido. 

Si se ha metido en el mar, ¿qué está haciendo allí en la manta? ¿Se habrá ahogado con la ola? En ese caso, ¿quién es esa persona? 

Estoy aquí, quiere gritar, ésta soy yo. 

Y ahora, en el tiempo real, se encuentra allí de nuevo. En Canty Bay, con el cielo sobre ella, la arena debajo, y delante el extenso mar. La escena es muy sencilla, presenta el hecho de sí misma, ineludible, inequívoco. 

El mar se encuentra en calma, una calma casi sobrenatural. Pequeñas olas verdes rompen y remolinean en la orilla, y más allá la superficie se mueve y se estira, como si muy abajo algo se agitara. 

En un minuto, piensa Esme, me daré la vuelta y miraré hacia tierra. Pero vacila, porque no está segura de lo que verá. ¿Será su familia, en la manta de cuadros? ¿O será la niña, Iris, sentada en la arena, mirándola? ¿Será ella misma? ¿Y cuál «ella»? Es difícil saberlo. 

Se da la vuelta. El viento le alborota el pelo, sacudiéndolo sobre su cabeza, extendiéndolo sobre la cara. Ahí está la niña, sentada como ya sabía que estaría, en la arena, con las piernas cruzadas. La mira con esa expresión suya ceñuda y ansiosa al mismo tiempo. Pero no, se equivoca. No la está mirando. Mira más allá, hacia el horizonte. Esme advierte que está pensando en el amante. 

La niña es sorprendente para ella. Es una maravilla. De toda su familia, ella y Kitty y Hugo y todos los otros niños y sus padres, de todos ellos, sólo queda esta niña. Es la única. Todos han quedado reducidos a esta chica de pelo oscuro sentada en la arena, que no tiene ni idea de que sus manos y sus ojos y el gesto de la cabeza y la caída de su pelo pertenecen a la madre de Esme. Sólo somos recipientes a través de los que pasan las identidades, decide la anciana. Somos rasgos prestados, gestos, hábitos, que luego transmitimos a otra persona. Nada es nuestro. Venimos a este mundo como anagramas de nuestros antecesores. 

Se vuelve de nuevo hacia el mar, hacia los afanes de las gaviotas, hacia la cabeza del monstruo de Bass Rack, que son las únicas cosas que no han cambiado. Arrastra los pies por la arena, creando valles y cordilleras en miniatura. Lo que más le gustaría es nadar, comprobar que, tal como dicen, eso nunca se olvida. Sumergirse en las frías e inmutables aguas del fiordo de Forth. Le encantaría sentir el incesante tirón de las corrientes bajo ella, pero no quiere asustar a la niña. Esme da miedo, eso sí lo ha aprendido. Tal vez debería conformarse con quitarse los zapatos.” 

La extraña desaparición de Esme Lennox

Maggie O’Farell

Salamandra, 2009

Pág. 109-113


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