“El catedrático emérito, que en un solo día está aprendiendo tantas cosas que tiene la sensación de haber vuelto a la niñez, comprende de pronto que la Oranienplatz no es solo la plaza concebida en el siglo XIX por el arquitecto paisajista Lenné, no es solo la plaza en la que todos los días una mujer mayor saca a pasear el perro, o en la que una muchacha besa por primera vez a su novio en un banco. Para un chico educado entre nómadas, la Oranienplatz, en la que ha vivido un año y medio, no es más que una estación en un largo camino, un lugar provisional que lleva al siguiente lugar provisional. El desmantelamiento de las tiendas, que para el titular de Interior del de Berlín no ha sido sino una cuestión política, a este chico le ha hecho recordar su vida en el desierto.
Richard recuerda un paseo entre viñedos con un colega de Viena durante un seminario en el sur de Austria. De pronto el colega se quedó inmóvil, aspiró hondo y le preguntó si también él lo olía: el siroco, que llegaba desde África por encima de los Alpes y a veces llegaba a arrastrar la arena del desierto. Y en efecto, sobre las pámpanas de las vides se apreciaba el polvo fino y rojizo que venía de África. Richard pasó un dedo por encima de una de esas hojas y se dio cuenta de que ese pequeño gesto le alteraba de golpe el punto de vista y la medida de las cosas. También ahora vivía uno de esos momentos que le hacían recordar que la mirada de una persona es tan válida como la de cualquier otra. En la mirada no cabe dar ni quitar razones.
En ese momento, alguien llama a la puerta y la entreabre; un rostro que Richard todavía no conoce. Se llama Awad, y ha oído decir que alguien quería escuchar su historia. Se aloja en la habitación 2020, justo al lado. Le estrecha la mano a Richard, saluda con una inclinación de la cabeza y se va.
¿Y ahora?, le pregunta Richard al chico.
Nada, dice él.
¿Os dan dinero?, pregunta.
Sí, desde hace un par de semanas, dice el chico, pero eso no está bien, yo prefiero un trabajo.
Trabajo.
Trabajo.
Richard tiene que irse, esas entrevistas lo agotan más de lo que había imaginado.
Volveré, le dice al chico como se dice a un enfermo del que no se sabe si superará la noche. ¿O acaso es él mismo el enfermo? Del verbo verderben, estropearse: verderben, verdarb, verdorben. Los otros dos hombres siguen durmiendo en sus catres. Se despide del chico que es exactamente como siempre se ha imaginado a Apolo.
A la entrada del supermercado, que en otros tiempos se llamaba Kaufhalle, están las botellas de agua, los refrescos y la cerveza. Luego vienen el pan, la fruta, la verdura. Pepinos, lechuga iceberg. En la nevera, salchichas y queso. Además, salsa de rábano picante, pasta de dientes, papel de cocina y calcetines, pastillas enciendefuegos en la estantería junto a la caja y pilas para la radio del baño, en total, 32,90 euros, espere, tengo cambio, o prefiere la tarjeta, no, tranquilo, ya está bien así. Ese es su mundo, el mundo en el que ahora se sabe desenvolver. Nunca ha comprado comida para dos o tres meses, ni siquiera durante la alerta por la gripe aviar. Siempre anota la lista de la compra en casa siguiendo el orden de los estantes del supermercado conforme avanza por el mismo recorrido que ahora. Hasta en su lecho de muerte recordará en qué palé está la cerveza.”
Yo voy, tú vas. Él va
Jenny Erpenbeck
traducción: Francesc Rovira
Anagrama, 2018
Pág: 69-71
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