“La barca ha estado todo el verano amarrada en el
embarcadero, pero Richard no la ha utilizado ni una sola vez por culpa del
cadáver del lago. En las últimas noches ha llovido fuerte a ratos, por lo que está
llena de agua y poco le falta para hundirse. Los dos hombres tiran del bote
hacia la orilla, como si de una ballena borracha se tratara, lo apoyan en el suelo
y suben a bordo para achicar.
Oye, ¿cuándo naciste exactamente?, pregunta Richard.
En 1991, dice Apolo.
Richard ya se lo había imaginado.
¿En qué mes?
El 1 de enero.
Ocho meses después de la masacre con la que se sofocó la rebelión
de los tuareg en Níger, esa que les contó ayer a sus amigos. Lo piensa, pero no
lo dice. Dice:
Puntual para los fuegos artificiales de Año Nuevo, qué
suerte.
Cuando no existe ningún documento, la fecha la deciden los italianos.
Ya, dice Richard.
Empiezan a achicar.
Oye, retoma Richard al cabo de un rato, he visto en
internet que caváis unos pozos muy profundos y un burro tira de la cuerda para subir
el cubo de agua. ¿Es verdad?
Sí, dice Apolo, el burro tiene que andar una distancia
equivalente a la longitud del cable que sostiene el cubo. Y luego lo mismo al revés.
Así todos los días durante tres o cuatro horas.
Pero eso es muy cansado.
El ganado necesita agua.
¿Por qué no enrolláis la cuerda con un armazón y una
manivela?
En la arena no se sostiene.
Entonces debe de ser peligroso cavar esos pozos.
Sí, muchos han quedado sepultados.
Ahora hacen avanzar la barca por encima de la hierba sobre unas
maderas cilíndricas de un árbol serrado hasta llevarla al borde del prado. Ayer
Richard leyó que, debido a las enormes cantidades de agua que se necesitan para
extraer el uranio de la roca, el nivel de las aguas subterráneas que rodean las
minas ha disminuido mucho.
¿Conoces Arlit?
Claro. Es mi región, dice Apolo.
«Muy pronto el mundo volverá a tener ocasión de hablar de
los tuareg, pues el ministro francés tiene intención de dar un vigoroso impulso
a la obra iniciada. Tarde o temprano, cuando se haga realidad el proyecto de
tren transahariano y el resollante caballo de vapor compita con el ágil camello
a la hora de surcar las arenas del Sáhara, los hijos del desierto pasarán sin
duda malos momentos. Querrán conservar su cultura, pero sus ataques serán
respondidos con fuego de pelotón y aguardiente, hasta que, como los indios americanos,
entreguen su tierra a los civilizados.» Esto se escribió en 1881 en la revista Die Gartenlaube, poco después de la invención
del periodismo. El tren transahariano quedó en agua de borrajas, pero al cabo
de cien años los franceses emprendieron, con no menos ímpetu, la extracción de
uranio en su antigua colonia.
Cultura, piensa Richard. Progreso, piensa.
Dice: Vale, ahora vuelca la barca y yo la sujeto por el
otro lado.
Mientras Richard sostiene la embarcación, Apolo coloca bien
las maderas cilíndricas y entre los dos apoyan con cuidado el bote boca abajo.
Pero en Arlit no trabajaste en una mina, ¿verdad?
No, nosotros teníamos camellos.
¿Ibas con la caravana?
Sí.
¿Con qué comerciabais?
Vendíamos los camellos en Libia.
¿A qué edad empezaste?
A los diez años. A partir de los diez, un niño va con los
hombres.
¿Cuánto tiempo viaja una caravana de esas?
Unos meses, a veces un año.
¿A través del desierto?
Sí.
¿Y cómo encontráis el camino?
Lo conocemos.
Sí, pero ¿cómo?
El joven tuareg se encoge de hombros.
Lo conocemos.
A Richard le gustaría entenderlo. Está ahí, de pie, junto
al bote volcado, con ese muchacho que ha recorrido tres mil quinientos kilómetros
para ayudarlo a arreglar el jardín.
¿Os guiáis por las estrellas?
Sí.
¿Y durante el día, cuando no hay estrellas?
Los hombres saben lo que ha pasado en el camino.
Lo que ha pasado en el camino ¿cuándo?
Siempre.
¿Siempre?
Sí.
¿Y lo cuentan?
Sí.
¿Mientras andáis?
No andamos, montamos en camello.
Ya, claro.
Las historias se cuentan al anochecer.
Pero ¿reconocen el camino por las historias?
Sí.
¿Lo reconocen por los recuerdos?
Sí.
Richard enmudece. Por supuesto, siempre ha sabido que la Odisea o la Ilíada, por ejemplo, eran relatos de transmisión oral antes de que Homero — o quien fuera— los pusiera por escrito. Pero nunca hasta este momento ha vislumbrado con tanta claridad la relación entre el espacio, el tiempo y la poesía. Con el trasfondo de un desierto podía entenderse de un modo especialmente diáfano, pero en principio no era distinto en ningún otro lugar del mundo: sin el recuerdo, el ser humano no es más que un pedazo de carne sobre un planeta.
Y luego rastrillan el prado, meten los muebles de jardín en el cobertizo, deshinchan el bote neumático, que este verano Richard no ha utilizado ni una sola vez, recogen en el bosque las ramas que puedan servir para leña y las dejan junto a la chimenea, y por último desmontan la barbacoa. Luego Richard le paga cincuenta euros al refugiado que es exactamente como siempre se ha imaginado a Apolo.”
Yo voy, tú vas. Él va
Jenny Erpenbeck
traducción: Francesc Rovira
Anagrama, 2018
Pág: 176-179
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