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Montevideo, años sesenta |
Sobre las artes poéticas de Mario
Benedetti: evolución y conclusiones
Carmen Alemany Bay
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
“Hablar de la poesía de Mario Benedetti es hablar de una forma de creación poética que se dio de manera coincidente en la década de los 60 en América Latina. Escritores de diferentes países como el cubano Roberto Fernández Retamar, el ecuatoriano Jorge Enrique Adoum, el salvadoreño Roque Dalton, el argentino Juan Gelman, el mexicano José Emilio Pacheco, o el propio Benedetti, por citar sólo algunos casos representativos, coinciden en un tipo de producción poética que ha recibido entre otros posibles nombres el de poesía coloquial. Sin duda, hay un estilo personal que emerge en cada uno de estos autores, pero son múltiples los elementos poéticos que los relacionan: su afán de comunicación directa con el lector, de aludirlo y no eludirlo, si lo decimos en términos benedettianos; la inclusión de temas sociales en sus poemas, sin relegar los íntimos como el amor, las referencias familiares, el tiempo, la nostalgia, la memoria; el común recurso a la introducción de otras voces -citas de diferentes autores, canciones populares, eslóganes publicitarios, etc.- en el texto; la creación de nuevas formas dentro del poema; la utilización del humor y de la ironía como mecanismos articuladores de la crítica social; la desmitificación de la figura del poeta y, en relación con este punto, la reflexión metapoética, centrada en composiciones que aparecerán -o no- bajo el título de «artes poéticas».
Con estos recursos, el afán desmitificador de los poetas coloquiales alcanzará diferentes niveles, no sólo dentro del propio lenguaje, dentro del texto, sino también fuera de éste. Sus actitudes, a la hora de enfrentarse con la poesía, serán muy diversas, pero la búsqueda de diferenciación respecto a poéticas anteriores les llevará lógicamente a intentar reivindicar una propia o a plasmar aspectos de la teoría poética en sus escritos.
A través de sus «artes poéticas» no sólo reclaman un proyecto común, que es la consolidación de una nueva corriente literaria; con la creación de estos poemas, al mismo tiempo y de forma plural, están sustentando su visión sobre la poesía, como ha ocurrido en los sucesivos movimientos poéticos a lo largo de la historia de la literatura. Debemos advertir por ello que algunos de los textos que los autores citan como «artes poéticas» están muchas veces desprovistos de un contenido teórico-literario explícito y remiten a experiencias subjetivas que nacen de su labor como escritores y como lectores. En ocasiones nos encontramos con contribuciones teóricas sobre el lenguaje artístico definitorias para su Poética o para la Poética en general, pero lo más frecuente es hallarnos ante reflexiones poetizadas sobre el lenguaje y que éste pase a ser el centro de la actividad del poeta: la necesidad de escribir se convierte en un acto irrenunciable que va ligado a la propia existencia del escritor. Por ejemplo, por poner algunos casos de poetas coloquiales, Roberto Fernández Retamar, siendo el autor que más se acerca a los cánones poéticos establecidos, también es uno de los que emplean más el humor en la interpretación de la poeticidad, resaltando sobre todo la conmoción reveladora del instante de la creación; para Juan Gelman la poesía será sinónimo de libertad y ella debe convertirse en un testimonio colectivo y denunciar las injusticias. En cambio, para José Emilio Pacheco ésta es fidedignamente efímera y el escritor se encuentra ante la posibilidad de enriquecerla mucho más, de ahí que el cuestionamiento de la figura del poeta y el uso de heterónimos sean cuestiones fundamentales en su interpretación de lo poético.
En cualquier caso, no estamos ante pensadores, ni elaboradores de textos programáticos como ocurrió en la vanguardia, ni quizá éste sea su objetivo. Precisamente, la originalidad de los coloquiales al elaborar sus «artes poéticas» está en que, a diferencia de sus antecesores, las construyen con elementos cotidianos y nombrados de forma igualmente coloquial, lo que les lleva paradójicamente a una interpretación nueva del hecho poético. Estas artes no pretenden ser sólo la desmitificación de la poesía, sino que se llenan de implicaciones: el poema puede ser un elemento de agitación social, una manera de subrayar la importancia de la solidaridad activa, por más que esto no signifique siempre una incursión en ideologías de adscripción política, ni la creación de una teoría del compromiso político, como frecuentemente han hecho los poetas en situaciones de emergencia, entiéndase conflictos bélicos y sociales.
El poeta, al menos el coloquial, se convierte a través de este tipo de composiciones en un mero transmisor de lo que está ocurriendo en la vida cotidiana: el lenguaje y la realidad se imbrican para crear un arte de la poesía que va parejo al arte de la vida. Así, la misma condición singular del poeta queda en entredicho.
Este inmiscuirse en la cotidianidad y en la recuperación del lenguaje cotidiano les lleva a reflexionar sobre la autoría de los poemas: los versos no sólo pertenecen al creador sino que forman parte de la colectividad, como ya dijo Nicanor Parra e insistirá José Emilio Pacheco.
Sin duda, los coloquiales luchan por ver más allá o de otra forma lo que los poetas anteriores, a través de sus «artes poéticas», mostraban a los lectores: sustancialmente, una definición de lo estético. En cambio, para los coloquiales el hecho poético no es algo abstracto o estático, sino que entienden la poesía como algo temporal, que evoluciona al mismo compás que el ser humano y las circunstancias sociales que lo envuelven. No olvidemos que todo poeta, quizá con más intensidad desde la revolución romántica, escribe su poética de forma implícita y si el lector indaga puede encontrar en casi todos los autores elementos susceptibles de reconstrucción teórica.
Pero, lejos del intelectualismo manierista o de los aspectos
programáticos de la vanguardia, que en algunos casos se afincaban en el
hermetismo, los poetas coloquiales huyen de una visión endocéntrica del poema y
sus reflexiones adoptan la forma general de una escritura alusiva y abierta al
universo de la literatura y a sus instrumentos, sin dejar de resaltar las
dificultades del acto poético. De ahí que sometan sus textos a la máxima
austeridad, resaltando la belleza de la simplicidad, buscando la armonía de lo
efímero con un lenguaje directo y claro que paradójicamente resulta más
duradero.
Pero tampoco me tomen (ni nos tomen) al pie de la letra. Las definiciones de los poetas son tan indefinidas que cambian como el tiempo. Algunos días son despejadas, y otros, parcialmente nubosas: a veces llegan con vientos fuertes, y otras, con marejadilla. Pero lo más frecuente es que se formen entre bancos de niebla.
Benedetti se planteaba en este artículo la siguiente pregunta: «¿cómo ven la poesía los propios poetas de América Latina?», y a través de un «limitado inventario», según sus propias palabras, citaba la visión que de ella tenían algunos autores del siglo XX, llegando a la conclusión de que «el poeta, ni siquiera cuando cree que predica, es un predicador».
Pero ¿qué ocurre con el provocador-mentor del análisis que nos ocupa? Lo mejor es que dejemos que él mismo nos cuente cuál es su visión sobre estas «artes poéticas»:
En los últimos veinticinco años he escrito por lo menos tres poemas que pretendían ser otras tantas artes poéticas, pero creo que, después de todo, la que prefiero es la más antigua, tal vez porque es la menos explícita y, para suerte del lector, la más breve:
Que golpee y golpee
hasta que nadie
pueda hacerse
ya el sordo
que golpee y
golpee
hasta que el
poeta
sepa
o por lo menos
crea
que es a él
a quien llaman.
Entre los versos benedettianos, son algunas más las composiciones que a
lo largo de su trayectoria poética intentan definir la poesía o en muchos casos
resaltar su visión particular de ésta.
En términos generales, y ante todo en las composiciones citadas, hay un intento, por otra parte muy propio de los coloquiales, de desdramatizar su visión sobre el hecho poético. Benedetti no es una excepción, sino uno de los creadores de esta desdramatización de lo poético que a él le lleva a entender la poesía como elemento vital y a plantear su percepción de lo poético desde la humildad de quien asume ser «el aguafiestas» de la poesía o el monaguillo de lo que se ha llamado alta poesía, o considerarse a sí mismo, como nos dice en una composición de El olvido está lleno de memoria, un «poeta menor». Un poeta menor, que acaso sea el hermano mayor -diríamos con Borges- de tantos poetas futuros.
Desde la libertad de quien no tiene más pretensiones que escribir lo que siente, surgen unas «artes poéticas» llenas de dinamismo y de anticonvencionalidad. A través de ellas, Mario Benedetti nos va ofreciendo composiciones reflexivas sobre el arte poético donde se parte, sobre todo en las primeras, de presupuestos generales sobre la poesía, hasta una concepción de lo poético mucho más explícita como puede observarse en las últimas.
Respecto a la primera de las artes poéticas citadas, incluida en Contra los puentes levadizos, nos encontramos ante un texto que fue escrito en plena efervescencia de la corriente coloquialista. El autor nos remite a un proceso de metaforización en el que la poesía, en manos del creador, puede ser considerada como un arma social que sirva para remover las conciencias. Benedetti, a través de la personificación de la poesía, insiste en que ésta «golpee y golpee», como entendiendo que nadie la quiere escuchar, y que mediante esta acción el poeta «crea / que es a él / a quien llaman». Él es quien debe tomar esa voz, a la que muchos hacen oídos sordos, para transmitir lo que ella quiere comunicar. Pero al mismo tiempo, el autor nos presenta el hecho poético como un ello, como algo objetivo que se impone al poeta, con el sentimiento de que la poesía está por encima del propio escritor, y éste es un mero transmisor de un mensaje. Sin duda, estamos ya muy lejos del romanticismo becqueriano de «poesía eres tú» y ahora el creador, individualizado en Mario Benedetti, desde una postura en ocasiones inconsciente o conscientemente desubjetivada, debe convertirse en vocal de algo no ya inefable sino decisorio para el pueblo, en la voz de una conciencia que se le impone a él mismo, que no importa por ser suya, sino por su misma fuerza transmisora.
En otro libro que publicará años después, Quemar las naves (1968-1969), y bajo el título de «Semántica», el autor uruguayo volverá a reflexionar sobre la palabra poética, avanzando en su conciencia de poeta coloquial. Mediante una serie de metáforas reflejará ahora su preocupación sobre la importancia de la palabra, y llegará a la conclusión de que «tu única salvación es ser nuestro instrumento», convirtiéndola en un «lindo serrucho». Como en su primer «arte poética», la palabra es considerada como instrumento, pero además, desde estos versos, se hace un alegato a favor de una poesía explícitamente mayoritaria: «tu porvenir es desolimpizarte», requisito éste fundamental para los poetas coloquiales y que nos recuerda al verso parriano, «Los poetas bajaron del Olimpo».
Estamos ante un arte poética mucho más concreta que la anterior; ahora el autor dialoga con la palabra mediante guiños de complicidad: ésta en sí no es nada, es una herramienta que el poeta intenta personalizar. Pero con esta negación doble el autor va mucho más allá, enfrentando dos conceptos de poesía. Por una parte, términos como los de refugio, muro, trinchera, caverna, monasterio, todos ellos vocablos oscuros, palabras graves, nos remiten connotativamente a entender la poesía como algo estático, cerrado, como quizá nos han contado lo que es o debe ser la poesía. Y frente a esta concepción, como antítesis, el poeta nos dirá que «tu única salvación es ser nuestro instrumento / caricia bisturí metáfora fusil ganzúa interrogante tirabuzón / blasfemia candado etcétera», vocablos agudos que evocan sensaciones vivificadoras, palabras que en sí son transformadoras y abiertas, como ese «etcétera» con que termina el último verso citado. El autor propone liberar el lenguaje de sus referencias obligadas, de términos cuyo significado no cambia nada como muro, monasterio, caverna, etc., para convertir la palabra en algo expresivo, porque la poesía no es resistencia pétrea, sino transformación.
Demos un paso más, de la mano del propio poeta, en el proceso de esta arte poética que comentamos. Benedetti es también consciente de que una tentación de la poesía es la de tomarse las palabras en su propia belleza -«la tentación o mejor dicho la orden es que te mire fijo»-; pero él prefiere hacer de la palabra, como dirá al final de este poema, «un lindo serrucho», es decir, hacer del poema una forma simbólica de cortar con el lenguaje viejo y caduco y ofrecer un lenguaje nuevo y transformador, de belleza cotidiana y útil.
Un tono diferente tendrá su tercera arte poética, también titulada «Arte poética», y perteneciente a Preguntas al azar (1986). Más de una década ha pasado ya de la anterior, y también su poesía se ha llenado de otros contenidos y referencias; libros como Cotidianas (1978-1979), Viento del exilio (1980-1981) o Geografías (1982-1984) aparecen poblados por términos como exilio, nostalgia y memoria, convirtiéndose éstos en claves interpretativas de su Poética; al tiempo, sus versos acuden a elementos más intimistas y autoreferenciales. Estamos así ante un texto en el que el escritor uruguayo entiende el arte poética a tenor del cariz que ha tomado su poesía en los últimos poemarios. También aquí la poesía es asumida como un instrumento, pero de salvación para no caer en el solipsismo. Ahora la poesía es «un modo de crecer», «un modo de entender», «un modo de sentir», «un modo de arrojar / por la borda lo prohibido», en definitiva, un modo de «no morir de nostalgia / ni asomarnos al abismo». Es decir, que ésta se ha convertido, «sin saberlo y sin sufrirlo», en un medio de supervivencia que sirve para hacer la vida más llevadera y así sigue siendo interpretada -a diferencia de la concepción de lo poético en el Romanticismo, donde se entendía la poesía como conocimiento individual- como un elemento vital, «un modo de crecer», no sólo de saber. En estos momentos el hecho poético no es únicamente la verdad que se le impone al poeta como transmisor, tal como nos decía en su primera arte poética, ni tampoco obligatoriamente una necesidad instrumental como promulgaba en la segunda; la poesía es entendida ahora como un revulsivo de la vida misma, y con ello el poeta da un paso más en la concepción crítica de lo poético que se mostraba ya en «Semántica», un paso más en la crítica a aquella tradición literaria que sólo se centra en la belleza de la palabra; así lo expresan claramente los siguientes versos: «y aunque extraviemos los nombres / incautarnos de los símbolos»; sobrevivir con la poesía es también vivir el verdadero sentido de la poesía.
En esta trayectoria de reflexión y examen sobre lo poético, el autor uruguayo nos sorprende con un título de bolero, «Sombras nada más o cómo definiría usted la poesía» de Las soledades de Babel (1991). Aquí, como también lo hará en otra arte poética posterior incluida en El olvido está lleno de memoria, el autor llega a la definición de qué es el «arte poética» a través de la negación. A modo de contestación a la pregunta de un presunto interlocutor, Benedetti toma como punto de referencia una de las definiciones que José Emilio Pacheco tiene sobre la poesía, concretamente en su poema «Escrito con tinta roja» perteneciente a Irás y no volverás (1973). El poeta uruguayo nos cuenta que
cuando con
tinta roja definió josé emilio
la poesía como
sombra de la memoria
maravillosamente
dio en la tecla
por eso no
descarta concebirla
también como memoria de la sombra
Si bien José Emilio Pacheco pensaba que la poesía podía ser, entre otras muchas cosas, sombra de la memoria, Mario Benedetti destaca que el escritor mexicano no descartaría que ésta pudiera ser también memoria de la sombra, que en realidad es lo que el poeta uruguayo opina que es poesía. En esta dialéctica de términos semejantes, aparentemente contradictorios, pero muy relacionados, se encuentra implícita una visión diversa de lo poético. Mientras que para Pacheco, fundamentalmente, la memoria es algo vivo, un acto o una serie de actos susceptibles de orientación, que se proyectan -como los actos cuyas sombras eran precisamente las palabras para Demócrito- para Benedetti, la dialéctica es acaso aún más sutil: de lo que uno ha hecho puede quedar sombra y el poeta siempre tiene memoria de esa sombra, y no sólo sombra de esa memoria, porque, como él mismo afirma, «pasa el amor y deja sombra / el odio pasa y deja sombra», y «con la memoria de esas sombras / damos alcance / en ciertas ocasiones / excepcionales ocasiones / a la blindada frágil poesía / o quizá a la memoria de la sombra / de la poesía».
A través de este certero juego de palabras, que es mucho más que un juego, Benedetti está tal vez rescatando a la memoria poética intuiciones artísticas que incorpora a la poética coloquial y que conforman el poema. Por primera vez en las artes poéticas benedettianas el autor se hace explicar mediante recursos como las enumeraciones que ahora son caóticas; precisamente este carácter caótico de las enumeraciones no era frecuente en su creación poética anterior: «en el vacío del delirio / en las hipótesis del sexo / en la ceniza finalista»; asimismo, introduce conceptualizaciones más abstractas: «y con la clave de los cuerpos / y las complicidades de la luna» e incorpora términos muy machadianos -no olvidemos que es uno de sus poetas preferidos- como «la sombra asombra a los olivos / a las glorietas a los campanarios», para terminar la estrofa con un toque de modernidad, «a las antenas parabólicas».
De talante similar será la composición a la que aludíamos como semejante a ésta última en negatividad, «La poesía no es», de su libro El olvido está lleno de memoria (1995); mediante la forma del soneto, Benedetti define aquí la poesía a través de negaciones hasta llegar a identificarla como mecanismo catalizador de la realidad: «la poesía asume su invento de lo real». Es decir que la poesía, asumida en este caso desde una perspectiva bastante generalizadora, hace de la realidad su propio mundo, pero también añade más realidad a lo real. Si el yo o el él poético discurrían de forma disimilada en sus primeras artes poéticas, en las que el autor podía ser fuerza generadora de nuevas esperanzas; en esta última arte poética, sobre todo, encontramos que la singularización del creador -como el llamado, como el inspirador de instrumentos- ha desaparecido. Se diría que ahora, después de una larga trayectoria, la poesía puede ser la única protagonista del poema, sin que el autor necesite nombrarse, ni ser su testigo. Parafraseando a Bécquer, el poeta es aquél que no necesita decirse para que haya siempre poesía; claro está que no estamos ante ningún tipo de hermetismo, sino ante una verdadera liberación de un yo que somos todos.
Tal vez esta exposición, desde una perspectiva general, nos sirva para afirmar que la creación de «artes poéticas» en Mario Benedetti se establece en evolución paralela con su trayectoria poética. Las «artes» son un claro reflejo de las características de su poesía: si en sus primeros libros el escritor es claramente social, la función de la poesía para él también lo será; en cambio, cuando otras palabras se van introduciendo en sus textos, como memoria, exilio, tiempo o soledad, su visión sobre la poesía será otra más adecuada a la temática de sus versos. Pero lo realmente importante es que Mario Benedetti, desde sus artes poéticas, nos convencerá de que la poesía, a pesar de lo que muchos digan, sirve para negar el escepticismo y que la palabra poesía significa libertad estética, es decir, libertad. “
Mario Benedetti, un autor comunicante
por Remedios
Mataix
Biblioteca
Virtual Miguel de Cervantes
“Mario
Benedetti nació para la literatura en 1945 con su libro inicial, La
víspera indeleble, emblema además de la andadura de la generación uruguaya
que lleva el nombre de aquel año (como «la generación crítica», en palabras de Ángel
Rama, se la conoce también), que tiene en nuestro autor una de sus más
altas figuras literarias y que encontró su epicentro en el gran semanario Marcha
de Carlos Quijano. Desde entonces, Benedetti ha desarrollado un
trabajo intelectual que abarca todos los géneros y pone en práctica una amplia
variedad de registros: él es el poeta de Cotidianas, Poemas de otros, Viento
del exilio, Las soledades de Babel y los demás libros reunidos en los
sucesivos volúmenes de Inventario; es el gran novelista de Quién de
nosotros, La tregua, Gracias por el fuego, Primavera con una esquina rota o
La borra del café; el excelente cuentista de Montevideanos, La
muerte y otras sorpresas, Con y sin nostalgia o Geografías, y
el dramaturgo de El reportaje, Ida y vuelta o Pedro y el capitán.
Pero Benedetti es también el escritor político de Crónicas del 71 o Terremoto
y después, el mordaz humorista de Mejor es meneallo, el brillante
ensayista de El escritor latinoamericano y la revolución posible
o La realidad y la palabra, y el intelectual comprometido (en todos los
sentidos: un hombre de su tiempo que se niega a cerrar los ojos y dice lo que
ve) artífice de esa trayectoria de lúcidas reflexiones sobre la literatura y la
realidad que se inició con Peripecia y novela y el polémico El país
de la cola de paja, y se consolidaría con los imprescindibles Articulario,
Literatura uruguaya siglo XX y El ejercicio del criterio,
recopilaciones en las que no está todo, pero está lo que su autor considera
fundamental.
La
variedad de la obra de Benedetti desafía todo intento de clasificar al autor, y
él ha enriquecido cada género que practica con la experiencia ganada en los
demás. Pero en esa variedad de registros palpita una secreta unidad que da
coherencia a su obra y otorga a la poesía, al ensayo, al artículo periodístico,
a la narrativa y hasta a las letras de canciones, un inconfundible «estilo
Benedetti», quizá porque sus diversos itinerarios parten de un mismo lugar:
la vocación comunicante de su labor como escritor; ese término que
-entre otros- la crítica literaria debe a Benedetti y que designa el interés
por establecer un clima en el que el lector se sienta parte de un diálogo con
el autor desarrollado en un plano de confianza mutua y recíproco aprendizaje.
El propio autor dijo: «No escribo para el lector que vendrá, sino para el que
está aquí, poco menos que leyendo el texto sobre mi hombro».
A
ese lector Benedetti lo conquista literariamente para movilizarlo humanamente,
y esa vocación comunicante es, tal vez, la característica que mejor define la
obra del autor, no sólo porque nadie ha apelado con tanta frecuencia y tan
explícitamente como él a ese «lector-mi-prójimo», sino además porque, en justa
correspondencia, pocos poetas disfrutan de un público tan fiel y tan masivo, en
el que se incluyen sectores habitualmente ajenos a la literatura. Y esa amplia
resonancia es, indudablemente, un síntoma de buena comunicación.
Ahora
bien: el empeño confesado por conseguir esa resonancia no se manifiesta a
través de concesiones al facilismo, todo lo contrario. En su relación con el
lector, Benedetti deja claro que el buen escritor ha de ser un «provocador»,
porque «cuando uno quiere a alguien -explica- es lógico que procure elevarlo y
no disminuirlo, abrirle los ojos y no cubrírselos con una venda». Naturalmente,
una comunicación de ese tipo exige utilizar un código fácilmente descifrable
por el destinatario, de ahí que otro de los rasgos más llamativos de su
escritura sea el lenguaje accesible, la sencillez sintáctica y la modalidad
expresiva y estilística cercana al registro conversacional. Pero esa sencillez
del lenguaje, también lo ha dicho Benedetti muchas veces, no es más que el
instrumento de una actitud -lo cual es mucho más que una técnica literaria-
cuyos antecedentes remonta el autor hasta esa obsesión por hablar claro que
detecta en Antonio Machado y que define como «un modo peculiar y
eficacísimo de meterse en honduras y de traernos desde ellas sus convicciones
más lúcidas y conmovedoras».
La
lectura de los numerosos artículos y ensayos que Benedetti ha publicado a lo
largo de treinta años, da pruebas suficientes de cuál es la finalidad de ese
instrumento, es decir, de la comunicación de qué contenidos, de qué honduras,
interesa preocuparse. Pero, como comunicar es también seducir, persuadir, esta
escritura comunicante no se limita a dar testimonio de una determinada
experiencia, sino que, a mi juicio, se sustenta precisamente en la voluntad de
crear las condiciones artísticas necesarias para que en el lector se reproduzca
esa experiencia narrada por el escritor. Algo que Benedetti ha defendido
siempre es que un escritor no termina en su obra, sino en sus actitudes,
naturalmente porque él está moralmente capacitado para hacerlo. Sin duda esta
circunstancia -el respaldo vital de la obra literaria- es otra de las
características que podríamos incluir entre los elementos constitutivos del
éxito del autor, indiscutible casi desde sus comienzos.
Por
eso ya en ensayos tempranos como Ideas y actitudes en circulación
(1963), Benedetti exponía algo así como un programa contra la literatura
falluta (hipócrita, tramposa, servil), que establece la honestidad y la
consecuencia como condiciones imprescindibles de la literatura comunicante. Por
una parte, porque la única autoridad para ejemplarizar y movilizar a través de
la comunicación de determinados mensajes -objetivo del esfuerzo estético- se la
da al escritor una actitud que reafirme sus planteamientos escritos, y no que
los contradiga en la práctica; por otra parte, porque sólo a partir de la
propia experiencia, de las propias dudas y certezas más sinceras, puede
disponer el autor de un registro que no suene escandalosamente a falso y que
sea capaz de interesar a un lector que quizá se hace las mismas preguntas o
trata de explicarse los mismos enigmas.
Estos
mismos temas centran muchas de las reflexiones de los ensayos de Benedetti, en
los que analiza las relaciones entre acción y creación literaria, estudia las
posibilidades y la utilidad de estrechar los vínculos con el lector, y se
plantea inquietudes relacionadas no sólo con el hacer, sino sobre todo con el
querer hacer del escritor, con sus intenciones. Éstas, según sugieren sus
textos, están relacionadas con la práctica de un tipo de comunicación en la que
el escritor debe enfrentar una doble responsabilidad: la artística, es decir,
el compromiso con la calidad estética de su obra, por un lado, y por otro,
inseparable, la responsabilidad que conlleva la presencia ineludible del
prójimo y el compromiso que voluntariamente ha contraído con él, en el que se
reafirma a menudo, por ejemplo, con versos como éstos:
me consta y sé
nunca lo olvido
que mi destino fértil voluntario
es convertirme en ojos boca manos
para otras manos bocas y miradas
Creo
que la confluencia en ese punto de todas las vertientes de su obra es lo que
hace de Benedetti un autor comprometido, sin duda, pero sobre todo
comprometedor. Quiero decir: su obra consigue establecer una situación
interpretativa en la que el registro utilizado elimina las distancias e invita
al lector a sentirse destinatario y conmovido por un mensaje para el que se
produce una inmediata atribución de significados personales; un mensaje que lo
compromete por entero, «en el intelecto y en la entraña», como diría él, porque
el ejercicio de su lectura no sólo pone al lector en comunicación con el autor,
sino especialmente consigo mismo. Y conviene recordar al respecto que esa
noción de compromiso adquiere en la obra de Benedetti proporciones muy amplias,
que abarcan desde el significado más estrictamente político hasta el sentido
más «elemental»; es decir, el compromiso entendido básicamente como la voluntad
de cumplir y exigir cumplimiento de la palabra dada; el compromiso entendido
como deseo de rescatar lo auténtico, oculto a veces bajo diferentes formas de
estafa oficial o individual, porque también el propio individuo con demasiada
frecuencia se estafa a sí mismo. En resumen: el compromiso -ese
«convaleciente»- se traduce en la obra de Benedetti como «un estado de ánimo» y
se ofrece como antídoto contra la instalación del engaño, la frivolidad y la
hipocresía en zonas de importancia vital. Por eso su lección de autenticidad se
aplica, por supuesto, a lo político y lo social, pero se concreta también, o
sobre todo, en la intimidad del ser humano. Surgen entonces los poemas de amor
con trasfondo político y esos otros poemas tan característicos, de un fuerte
contenido político, pero que también acaban siendo canciones de amor. Sobre
estas confluencias bromea (pero opina) el autor:
<No creo que haya en esto una
contradicción, porque la política es también una forma del amor (aunque no
viceversa). Hay que aventar cierta mentirosa imagen que suele presentar al
luchador político como un ser tan riguroso en su disciplina, que es incapaz de
amar como cualquier hijo de vecina, e incluso a la hija del vecino, sobre todo
si está bien de piernas e ideología. El amor no es un artículo suntuario, sino
una necesidad vital del ser humano. Y no pensamos avergonzarnos de semejante
realismo.>
De
semejante realismo surgen también algunas de las más hondas preguntas de
Benedetti, al azar, al lector o a sí mismo; otros temas, como la reivindicación
del optimismo, las diferentes Terapias propuestas contra la tentación del
precipicio, la invitación a rescatar de la clandestinidad esa «vieja
costumbre de sentir» (otro de los derechos humanos fundamentales, recuerda el
autor), y otros muchos temas de difícil clasificación, que responden también a
los presupuestos de una práctica literaria donde todo parece confluir hacia el
reclutamiento del prójimo-lector para un nuevo humanismo practicado sin
rubores, por el que, además de una ideología aceptable, se pueda obtener
conciencia, sensibilidad y osadía suficientes para responder ante cada
coyuntura de la realidad con un sentido más lúcido y más vital de lo que
ocurre. Es lo que él llamó «la reforma anímica (o sea, del ánimo y del ánima)».
El
poder de seducción que ejerce sobre sus lectores esta escritura comunicante a
través del fondo de verdad emocional de sus personajes, de las preguntas que a
menudo plantean sus versos y de la hondura de sus reflexiones, da como
resultado una resonancia que anula distancias geográficas o generacionales. La
obra de Benedetti es esencialmente uruguaya, montevideana, sí, pero no sólo es
eso: ha logrado universalizar la experiencia de un tiempo y un lugar
específicos, partiendo quizá de sus prójimos más próximos, pero ahondando, con
la destreza de quien sabe hacer que nada humano le sea ajeno, en las preguntas
que a todos nos aluden y en los enigmas que a todos nos conciernen: el amor, el
dolor, el miedo, la alegría, el odio, la envidia, la amistad, la soledad, la
plenitud, el tedio. Por eso Benedetti es de los autores más leídos en todos los
países de nuestro idioma, además de en innumerables traducciones: su obra
recorre todas las edades humanas, y ningún sentimiento ni circunstancia son
extraños al poder de su escritura. «Ha escrito lo que muchos sentíamos que
necesitaba ser escrito -resume José Emilio Pacheco-, de ahí la respuesta
excepcional y acaso irrepetible despertada por sus libros».”