"Íbamos de Kampala hacia el norte de Uganda, en dirección a la frontera con Sudán. Encabezaba la columna de vehículos un jeep con una ametralladora asomando de la cabina, tras él iba un camión con un pelotón de soldados; luego, varios turismos y, al final, una camioneta japonesa descapotable descubierta en la que íbamos nosotros, tres periodistas. Hacía tiempo que no había viajado en unas condiciones tan confortables: protegido por un pelotón del ejército y, por si fuera poco, ¡por una ametralladora! Pero, evidentemente, no lo hacían por mí. Se trataba de una misión conciliatoria de tres ministros del gobierno de Museveni que se dirigían al norte para negociar con los rebeldes, que se habían adueñado de la zona. El presidente Joveri Museveni, entonces con dos años en el poder, es decir, desde 1986, acababa de proclamar una amnistía para aquellos que se rindiesen y depusiesen las armas voluntariamente. Se trataba de miembros de los ejércitos de Idi Amín, de Milton Obote y de Tito Okel o, los tres dictadores que se habían sucedido y que en los años precedentes se habían refugiado en el extranjero. Todos, sin embargo, habían abandonado sus unidades militares y ahora, cada uno de ellos, por su cuenta y riesgo, saqueaba y mataba, quemaba aldeas y robaba ganado, aterrorizando y asolando las provincias del norte o, lo que es lo mismo, casi la mitad del país. Los destacamentos de Museveni eran demasiado débiles para acabar con los rebeldes por las armas. Así que el presidente había lanzado la consigna de reconciliación. En aquel país era el primer mandatario, en veinticinco años, que se dirigía a sus adversarios con palabras de acuerdo, reconciliación y paz.
En nuestro coche, aparte de dos reporteros locales y de mí, también viajan tres soldados. Han colgado sus kaláshnikov sobre sus hombros desnudos (hace mucho calor, así que se han quitado las camisas). Se llaman Onom, Semakula y Konkoti. El mayor de ellos, Onom, tiene diecisiete años. Leo a veces que en América o en Europa un niño ha disparado sobre otro niño. Que ha matado a uno de su misma edad o a un adulto. Este tipo de información suele ir acompañado de expresiones de estupefacción y espanto. Pues bien, en África los niños llevan años, muchos, mucho tiempo, matando a otros niños, y en masa. A decir verdad, las guerras contemporáneas que se libran en este continente son guerras de niños.
Allí donde los combates se prolongan desde hace décadas (como en Angola o Sudán), la mayoría de adultos ha muerto hace ya tiempo, por el hambre o las epidemias; quedan los niños, y son ellos los que continúan las guerras. En el sangriento caos que arrasa diferentes países de África, han aparecido decenas de miles de huérfanos, hambrientos y sin techo. Buscan quien los alimente y acoja. Allá donde hay ejército es donde resulta más fácil encontrar comida, pues los soldados son los que más oportunidades tienen para conseguirla: en estos países, las armas no sólo sirven para combatir, también son un medio de supervivencia, a veces el único que existe.
Niños solos y abandonados van allí donde se estacionan las tropas, donde hay cuarteles, campamentos o etapas. A fuerza de ayudar y trabajar, acaban formando parte del ejército: son «hijos del regimiento». Reciben un arma y no tardan en pasar por el bautismo del fuego. Sus colegas mayores (¡también niños!) a menudo se muestran perezosos, y cuando hay una batalla con el enemigo a la vista, mandan a los pequeños al frente, a la primera línea de fuego. Estas escaramuzas armadas de la chiquillería resultan especialmente encarnizadas y sangrientas, porque el niño carece del instinto de conservación, no siente ni comprende el horror de la muerte, desconoce el miedo que sólo la madurez le hará conocer.
Las guerras de niños se han hecho posibles también gracias al desarrollo tecnológico. Hoy las armas de repetición de mano son ligeras y cortas; sus nuevas generaciones se asemejan cada vez más a juguetes infantiles. El viejo máuser era demasiado grande, pesado y largo para un crío. El niño pequeño tenía el brazo demasiado corto para llegar al gatillo sin esfuerzo y, también, el punto de mira resultaba excesivamente lejano para su ojo. Las armas modernas, al eliminar tales inconvenientes, solucionan estos problemas. Su tamaño se ajusta tan perfectamente a la silueta de un niño que más bien causan un efecto infantil y gracioso en manos de un soldado alto y fornido.
El hecho de que el niño sólo sea capaz de usar armas de mano, de alcance corto (pues no sabe dirigir el fuego de una batería de artillería ni tampoco pilotar un bombardero), ha hecho que los combates en las guerras de niños adquieran la forma de un choque directo, de un contacto físico, casi de un cuerpo a cuerpo: los pequeños se disparan a quemarropa, hallándose a un paso los unos de los otros. Los efectos de estos duelos suelen ser aterradores, pues no sólo mueren los que caen fulminados en el campo de batalla. Dadas las condiciones en que se desarrollan aquellas guerras, también pronto acaban muriendo los heridos: de hemorragias, de infecciones y por falta de medicinas."
Ébano
Ryszard Kapuściński
Anagrama, 2009
pàg.: 159-161
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