28 de set. 2024

catedrales, fragment i 3

 




    Creo que cada uno de nosotros llega a la verdad que puede tolerar. Y, parado allí, no se atreve a dar otro paso. Es un límite que pone nuestro propio instinto de conservación. El mío, por más que me queda tan poco de vida, me permitió llegar sólo hasta lo que les cuento. Y no los perdono, ni a Julián ni a Carmen, por nada de lo que pasó antes y después de la muerte de Ana. No les disculpo que no hayan dicho lo que sabían, que hayan permitido que, durante treinta años, me pasara el día y la noche preguntándome quién había matado a mi hija y por qué.

    Permítanme una reflexión más. En la historia de Ana, hay una gran paradoja: para la ley, la única que cometió un delito es ella, porque abortó. Y los médicos que la ayudaron a abortar. Legalmente, yo, su padre, que permití que creciera en un ambiente donde no se podía mencionar la palabra “aborto”, no soy culpable de ningún delito. Ni su madre, que ponía la religión por encima de todo y de todos. Ni Julián, que la dejó morir sola. Ni Carmen.

    Hasta aquí lo que sé de la muerte de Ana. Espero haber hecho bien en contárselo. Sé que ustedes, juntos, podrán con esta verdad.

    Ahora hablemos del amor. Quiero confesarles que, a pocos meses de mi muerte, me enamoré. Creo que me enamoré por primera vez en la vida. Porque lo que siento no es comparable con lo que creí que fueron amores anteriores. Ni siquiera con lo que sentí hace muchos años por tu madre, tu abuela. Cuando Dolores y yo empezamos a estar juntos, éramos dos niños de quince años. Y luego seguimos casi por costumbre, por cariño, por imposibilidad de pensar que el amor era otra cosa. En cambio, ahora sé que sí. Me enamoré de Marcela, la amiga de Ana. Espero que no me reprochen la diferencia de edad. Sé que no lo van a hacer. Marcela no sabe que estoy enamorado de ella. O lo sabe, pero lo olvida. Porque, a partir de un golpe que recibió el día de la muerte de Ana, tiene una amnesia anterógrada que le impide recordar los nuevos sucesos de su vida. Por ejemplo, no puede recordar que ayer, o incluso hace unas horas, un señor mayor le dijo que la amaba. Que se lo dice cada día, cuando nos despedimos: “Yo te amo”. Y se lo seguiré diciendo hasta el día que me muera. A diferencia de otras cosas, le pido que esto no lo anote; anotar en una libreta es la única manera que tiene de “recordar”. Porque siento que así será libre, que cada día podrá decidir si ella también me ama o no, y yo tendré la oportunidad de ver, como un regalo repetido, ese brillo en sus ojos que sólo aparece cuando uno se sabe amado por primera vez.

    Marcela fue quien acompañó a Ana a hacer el aborto. Es en quien mi niña pudo confiar. Y Marcela no la defraudó. Estuvo con ella, le tomó la mano en aquella camilla, la ayudó a volver a casa. Ana murió en sus brazos, en la iglesia, mientras Marcela la acariciaba. Cómo no estar enamorado de ella.

    Y, por último, la fe. Sé que los dos son ateos. Hemos compartido lecturas que yo mismo les recomendé. Me alegro de que hayan tomado la decisión de cortar con las cadenas a las que estaban atados por mandato de una religión que les impuso nuestra familia. Hay que ser valiente para no creer en nada, yo estoy orgulloso de ustedes. Los admiro. Así y todo, antes de partir, debo confesarles que, aunque desde la razón me digo que no existe dios alguno, a veces dudo. O quiero dudar. Tal vez, si tuviera otra edad, o si no me hubieran diagnosticado un cáncer que me acerca cada día un poco más a la muerte, yo también me podría declarar ateo. Pero no lo hice a su tiempo, y hoy tengo ochenta años. Y me voy a morir en pocos días. Entonces, necesito creer. Deseo creer.

    Quizás la fe sea otra trampa ingenua, en una vida sostenida por distintas trampas ingenuas. Quisiera, cuando terminen mis días en la Tierra, sorprenderme con que sí hay algo más. Un lugar creado por el dios que sea, de la religión que sea. O por nosotros. Un lugar donde encontrarnos otra vez y para siempre. Puede ser el aire, o el agua, un atardecer o el corazón de los que quedan vivos. Que a ese “dios”, o como quieran llamarlo, cada uno le construya su propia catedral. Me imagino que la catedral de Marcela sería una construida con mariposas negras. La de Ana, una empapelada con sus dibujos. La de Lía, una catedral en la que los ladrillos de las paredes sean libros; ladrillos móviles, que puedan retirarse para ser leídos sin que la catedral se venga abajo. La de Mateo, una hecha de preguntas, donde un signo de interrogación se engancha con otro en una cadena sin fin. La mía, una catedral levantada con las palabras que quiero llevar conmigo a donde vaya. En las paredes estamparé algunas de las que más me gustan: “santarritas” y “buganvillas”, por ejemplo. Y sus nombres, “Lía”, “Mateo”.

    Allí estaré. Tal vez, algún día, nos encontremos en mi catedral o en la de ustedes. Y ojalá que, convertidos en lo que entonces seamos, podamos reconocernos por nuestra esencia, por lo que fuimos, por lo que siempre seremos.

    Espero volver a verlos. Y a Ana, mi pimpollo, que no mereció morir. Si no, será que ustedes, mis ateos queridos, son los que tienen razón y luego de esta vida, mal que me pese, no hay nada más.

    Los quiero, siempre.

Alfredo"

cuines literàries

 


Salsa Carina

Los primeros sábados de cada mes eran sagrados y ella preparaba una esmerada comida. Vendrían sus hijos, Marcela y Tomás, que ya vivían solos

por Claudia Piñeiro
El País
29/07/2013

    "Se detiene frente a la góndola de conservas. Quiere hacer una rica salsa, la mejor que haya hecho. Aunque sea la misma de siempre. No cocina bien, pero sabe que preparando buenos acompañamientos cualquier plato mejora. Tres recetas alternó hasta el hartazgo en estos veinticuatro años de matrimonio. Veinticuatro años. Salsa de champiñones para las carnes, crema de puerros para los pescados y salsa de tomate Carina para las pastas. Se apropió de una receta de un viejo libro de cocina y la bautizó con su propio nombre, Carina. Una mentira piadosa. Se agrega al tomate vegetales picados en trozos muy pequeños: zanahorias, puerro, alcaparras. Ya los había cortado esa mañana, lo estaba haciendo cuando apareció Arturo en la cocina. Como todos los primeros sábados de cada mes, vendrían sus hijos, Marcela y Tomás, que ya vivían solos. Luego de varios desencuentros habían llegado a ese arreglo: el almuerzo del primer sábado del mes era sagrado. Por eso su asombro cuando Arturo le dijo que se iba. Por muy importante que fuera lo que tenía que hacer, nada cambiaba que lo hubiera dejado para después de comer.

    Carina elige dos latas de tomate y las pone dentro del carro donde ya están el frasco de alcaparras, dos botellas del vino tinto que le gusta a Arturo y las cajas de ravioles. Mira las latas dentro del chango, levanta una y después de inspeccionarla la descarta porque tiene una pequeña abolladura. La cambia por otra. Por qué escoger una lata abollada si la cobran igual que las sanas. Recuerda una frase que solía usar Arturo: no pagar gato por liebre. Pobre Arturo. Va hacia la línea de cajas, se para en aquella donde hay menos hombres. Los hombres hacen mal las compras, piensa, cargan de más y cuando pasan por la caja dudan, se dan cuenta de que no pesaron algunos alimentos, van a buscar algo que se olvidaron. Arturo nunca hizo las compras. Ni ella le reclamó. Ella no le reclamó nada en veinticuatro años de matrimonio. Él tampoco hasta esa mañana. Aunque lo de Arturo tampoco fue un reclamo. Reclama quien pide un cambio, una modificación. Él apenas informó, dijo pero no pidió nada. Ojalá hubiera pedido.

    La última mujer delante de ella avanza y empieza a descargar sus compras. Carina mira la hora. A pesar de que le llevó tiempo limpiar la cocina, va a llegar bien. Los chicos no vendrán antes de las dos. Le dijo a Arturo: “¿Y qué les digo a los chicos?”. “Yo les voy a explicar”, le contestó él, “después”. Sí, claro, Arturo siempre después. Pero antes ella tendría que enfrentarlos y decirles por qué su padre había faltado al almuerzo de todos los primeros sábados. Trató de convencerlo de que se fuera después de comer. Pero él dijo que no, que ya tenía la valija lista. Ese no fue el punto, ni la valija lista, ni el almuerzo al que no asistiría. Hasta ahí ella estaba aturdida, pero entera. Él agregó que lo estaban esperando. Otra mujer. Y ese tampoco fue el punto porque siempre hay otra mujer. Pero entonces ella quiso saber qué. No le importaba ni quién ni por qué ni cómo. Qué. “¿Cómo qué?”, preguntó él. Carina le explicó: “¿Qué cosa de mí te hizo buscar otra mujer, alejarte?”. Él habló de generalidades, el tiempo que pasa, el amor que se desvanece, la cotidianeidad que arrasa con lo que se ponga delante. Sin embargo ella insistió, qué. No lo dejaría ir sin que él diera un motivo concreto. Y por fin él dijo, para que lo dejara ir. “Tu olor, olés mal”. Ella sintió un hachazo en el cuerpo. “Huele mal tu aliento, tu piel, tu pelo”. Esa confesión fue la que cortó el hilo que sostiene a las personas para que no pasen del deseo al acto. Así como ella sintió un hachazo en el cuerpo, tuvo el deseo de que un hachazo lo atravesara a él. Y aún empuñaba la cuchilla con la que acababa de cortar los vegetales.

    Paga la cuenta, mete las bolsas en el chango y va al estacionamiento. No puede recordar dónde dejó su auto. Recorre la playa en un sentido y en otro. Un vigilador se le acerca: “¿La ayudo?, no se inquiete le pasa a mucha gente”. Pero ella claro que está inquieta, porque tiene que ir a su casa, terminar la salsa, decirle a sus hijos que su padre no almorzará con ellos. No quiere que ese hombre la acompañe. Él le pide las llaves, casi se las saca de las manos. Apunta a un lado y al otro hasta que por fin oyen el sonido de una alarma que se desactiva y ven luces titilando a unos metros de ellos. Carina da las gracias y se dispone a irse pero el hombre no deja que empuje el carro. Mientras avanzan, ella puede ver el hilo de sangre que chorrea del baúl. La sangre de Arturo. Mira al vigilador que todavía no parece haberse dado cuenta. “La ayudo a cargar”. Carina sabe que es en vano negarse. “En el baúl no, cargue todo en el asiento de atrás”, dice ella y se para sobre una pequeña mancha en el piso, ahí donde caen las gotas de sangre. El hombre baja la mirada: “¿Qué hizo señora?”. Ella está a punto de confesar, o de empujar el carro sobre él y salir corriendo, o de clavarle la cuchilla con la que mató a Arturo y lleva en la cartera. Pero entonces el hombre se sonríe y agrega: “Se ve que estaba muy distraída esta mañana”, mientras señala los pies de Carina. Recién entonces ella nota que lleva puesto un zapato marrón y otro negro."

27 de set. 2024

catedrales, fragment 2

 




    "Somos una cicatriz. Mi familia es la cicatriz que dejó un asesinato. Unos años antes de que yo naciera, descuartizaron y quemaron —en ese orden— a mi tía Ana. A pesar de que no la conocí, a pesar de que no había fotos de ella por la casa, a pesar de que mis padres evitaban mencionar aquel hecho brutal con la ridícula idea de que lo que no se nombra no existe, desde que supe que mi tía había sido quemada y descuartizada me convencí de que al hablar con alguien debía contarlo inmediatamente, advertirle al otro que en mi familia había habido una muerte violenta, salvaje. Me había acostumbrado a mostrar mi cicatriz familiar casi como carta de presentación. Más aún si se trataba de una chica, y en sus ojos descubría que yo le gustaba. En ese caso, sentía que no sólo debía contarle, sino advertirle: “Ojo que no soy lo que ves, ¿querés escuchar mi historia?”. Y si decía que sí —siempre decían que sí—, le describía en detalle la cicatriz familiar. No porque de ella pudiera resultar ningún riesgo para terceros, sino porque sentía que no había manera de soslayarla al hablar de mí. No podía callar ni la cicatriz ni la historia que se escondía detrás de esa marca. La muerte de Ana forma parte, irremediablemente, de lo que yo soy. De lo que somos. Tal vez, mis padres no me habrían criado con los miedos con que me criaron, si la vida de Ana no hubiera terminado de ese modo. Tal vez, mi abuela no habría sido el ser amargo y dañino que fue hasta sus últimos días, si no hubiera muerto su hija. Tal vez, mi abuelo no habría tenido esa luz triste en los ojos, si su niña menor aún viviera y su niña del medio no se hubiera ido a vivir a otro continente. Sin nuestra cicatriz, tampoco habrían existido las tres cartas que yo llevaba en mi mochila el domingo en que llegué a Santiago de Compostela, dispuesto a encontrar a Lía.

    A fuerza de rechazos, aprendí a simular. Poco a poco logré postergar el anuncio, no contar lo de la muerte de Ana de inmediato. Sobre todo después de aquella cita con una ex compañera del colegio secundario que me gustaba mucho, muchísimo. Me había tomado un largo tiempo antes de invitarla a salir, me sonrojé al hacerlo pero, cuando lo hice, ella dijo: “Sí, salgamos”, casi sin pensarlo, y yo fui feliz. La invité a tomar una cerveza y, antes de que el mozo trajera los balones, en lugar de intentar darle un beso como hubiera hecho alguno de mis amigos, le estampé mi cicatriz sin ningún tipo de advertencia, amortiguación o rodeo. “A mi tía Ana la quemaron y descuartizaron cuando tenía diecisiete años, nadie supo nunca quién ni por qué.” No podía estar frente a ella y no decirlo. Callar me hacía sentir sucio. Por un momento, pensé que sus ojos se ponían más verdes, que algo le hacía ganar intensidad a un tono que yo pocas veces había visto tan de cerca. Pero no se trataba de que los ojos de mi amiga ganaban color, sino que la piel de su cara lo perdía. La chica se había puesto pálida, la frente se le llenó de sudor, se paró torpemente, me dijo que iba al baño un instante y no volvió más. Ahí quedé yo, toda la noche con las dos cervezas frente a mí, sin poder tomar la mía y sin entender qué era lo que había hecho mal.

    Crecer rodeado de adultos a los que un día les cambió la vida por una muerte con descuartizamiento e incineración no puede ser igual a crecer en otro sistema familiar. La familia es un sistema. “Un objeto complejo cuyas partes o componentes se relacionan con al menos alguno de los demás componentes”; según se define “sistema” en el Diccionario de Filosofía, de Mario Bunge. Yo me relacionaba con mi abuelo, hasta que murió. Mis padres se relacionaban entre sí. Mi abuelo se relacionaba con todos. Aunque en los últimos tiempos su trato con mis padres fue cada vez más distante. En ese entonces, pensé que era porque el abuelo guardaba su energía para él y para mí, para las cartas que se escribían con Lía y no mucho más. A partir de su muerte, el sistema quedó trunco, faltaron enlaces y empezó a dar “error”. Mis padres quedaron haciendo loop entre ellos. Yo desconectado, out of system, excluido.

    Soy hijo de un ex seminarista y una profesora de Teología. Hay que remontar ese barrilete. Los ingresos que nos permitieron tener una vida más holgada fueron producidos por la casa de electrodomésticos que mi padre heredó de su familia. Los dos son activistas católicos y están relacionados íntimamente con la Iglesia de muchos modos: retiros, cursillos, novenas, colectas, comedores, misionar —lo que significa convencer a otros de que crean en aquello en lo que ellos creen—. Durante mucho tiempo dieron cursos prenupciales en los que explicaban cómo tener un matrimonio que durara toda la vida, condición de extra large que parecía definir el éxito del sacramento. De hecho, aún deben de estar convencidos de que su propio matrimonio es exitoso. En cambio a mí, imaginarme casado, si estar casado es vivir como viven ellos, me parece un fracaso absoluto, el más grande al que uno puede aspirar."

26 de set. 2024

catedrales, fragment 1

 



    "No creo en Dios desde hace treinta años. Para ser precisa, debería decir que hace treinta años me atreví a confesarlo. Tal vez no creía desde tiempo antes. No se abandona “la fe” de un día para otro. Al menos no fue así para mí. Aparecieron algunas señales, síntomas menores, detalles que, al principio, preferí ignorar. Como si estuviera germinando dentro de mí una semilla que, tarde o temprano, reventaría y abriría la tierra para salir a la superficie como un tallo verde, tierno, débil aún, pero decidido a crecer y gritar a quien quisiera oírlo: “No creo en Dios”.

    Al principio, cuando la idea se me presentó, sentí un malestar que luego reconocí como miedo. ¿Qué podía pasar si asumía mi falta de fe? ¿Qué tendría que dar a cambio? Aquellos primeros pensamientos los eliminaba como un mal sueño del que era mejor despertar, o como una idea irreverente que debía descartar de plano a la espera de que llegara la próxima, un poco más sensata. Hasta que, un día, recibí un mazazo que me dejó aturdida, desnuda frente al mundo, incapaz de entender qué estaba sucediendo a mi alrededor y sobre todo los porqués; entonces, la incomodidad fue tan evidente que no pude seguir fingiendo una fe que no tenía. Ya no creía en Dios. Lo confirmé en el instante en que me anunciaron que había aparecido el cuerpo sin vida de mi hermana menor, Ana. Lo dije al día siguiente, en su velorio.

    Ana, “el pimpollo” —como le decía papá—, la que dormía en mi mismo cuarto, la que me robaba la ropa, la que se metía en mi cama para contarme secretos que nadie más que yo podía conocer. A media tarde, llegó el párroco a dar el pésame y a rezar por ella; lo acompañaba Julián, que entonces era seminarista. Mis padres me invitaron a unirme en la oración junto al cajón cerrado. Me negué. Insistieron, me dijeron que me haría bien, me preguntaron por qué no quería rezar. Evité una o dos veces la pregunta hasta que por fin respondí: “Porque no creo en Dios”. Lo dije muy bajo y con la cabeza gacha. Levanté la mirada, todos tenían los ojos clavados en mí: lo repetí en voz alta. Mi madre se acercó, me tomó del mentón, me forzó a mirarla a los ojos y me hizo decirlo una vez más. Como Pedro, pero convencida y sin vuelta atrás, negué mi fe por tercera vez. “Entonces Pedro se acordó de las palabras de Jesús, que le había dicho: Antes de que cante el gallo, me negarás tres veces”, Mateo 26:75. Treinta años de ateísmo asumido y todavía puedo repetir pasajes de los evangelios de memoria. Como si me los hubiesen tatuado en la piel con un hierro caliente. El número del capítulo y el versículo no los recuerdo, eso lo busco en el propio texto cuando quiero citar, prefiero pensar que por deformación profesional y no por trastorno obsesivo compulsivo. ¿Por qué aún los recuerdo? ¿Con qué amenaza me los grabaron? “Y saliendo fuera, lloró amargamente”. A diferencia de Pedro, yo no lloré. Me temblaron las piernas pero, a pesar de eso, me sentí poderosa, dueña de mí a una edad en que todo eran dudas."

25 de set. 2024

catedrales, i 3

 



Catedrales, de Claudia Piñeiro:
el parentesco traumático

por Azucena Garza
en revista de la UNAM
Julio de 2021

    "El hallazgo de una adolescente descuartizada en un terreno baldío es la premisa de Catedrales, la novela más reciente de Claudia Piñeiro. En una de sus obras anteriores, Elena sabe, la protagonista padece Parkinson y rechaza el aparente suicidio de su hija después de que la encuentran colgada del campanario de la iglesia local. Esta vez son los miembros carbonizados y embolsados de Ana Sardá, una joven de diecisiete años de la ciudad de Adrogué, en Buenos Aires, los que echan a andar el relato. Al adentrarnos en la lectura de una novela negra, al atisbar el título de una nota roja en cualquier puesto de revistas, literatura y periodismo despiertan la misma comezón por conocer al culpable. Y si un mal encabezado disimula la responsabilidad de los asesinos con su abuso de la voz pasiva, el género literario promete desenmascararlos. En Catedrales esta curiosidad no puede satisfacerse con simpleza ni prontitud, pues a la resolución del feminicidio se añaden un aborto clandestino, padres ausentes, fanatismo religioso, estupro y abuso de confianza. Seguramente al leer la novela habrá lectores que disientan sobre quién ha de cargar con el cadáver de Ana en la conciencia. Piñeiro pinta el desastroso cuadro familiar que dejó la pérdida de la hija menor tres décadas después de esta tragedia. El hogar de los Sardá era católico, formal, sofocante. Según el padre, Alfredo, profesor de historia y lector asiduo, en su casa “aborto” no era una mala palabra: era una palabra prohibida. Carmen, la hermana mayor y también la más religiosa, que ejercía su autoridad sobre Lía y Ana con rigidez, se alió silenciosamente con su progenitora hasta usurpar su lugar frente a la muda contemplación del padre. Así, brotó la desconfianza entre las Sardá, como dejan ver las palabras de Carmen:

    Dicen que es entre hermanos donde los niños y las niñas se entrenan para afrontar las mismas dificultades y conflictos que les presentará la vida. […] Practicando con ellas, con Lía y Ana, aprendí a negociar, a defender mi opinión, a imponerme, a ganar o perder. Nuestra hermandad fue un campo de batalla.

    Treinta años más tarde del asesinato de Ana, en el presente de la historia, Carmen es profesora de teología y está casada con Julián, su novio de la juventud, un exseminarista con inacabable deseo sexual. Lía vive en Santiago de Compostela e intercambia cartas esporádicas con Alfredo; su condición para retomar contacto con el resto de su familia es que tengan noticias del asesino. Seis voces narrativas, y una séptima en el epílogo, van dejando caer secretos como guijarros. Marcela, la mejor amiga de Ana, perdió la capacidad de almacenar recuerdos el mismo día de la tragedia; su memoria encandilada transita largos espacios en blanco para arribar, dubitativa, a un vago pensamiento. A modo de premonición, la joven elaboró una inocente lista de “sospechosos” porque Ana se negó a revelar el nombre de su novio. Élmer —personaje que es un guiño apreciativo al escritor Élmer Mendoza— es el detective que desempolva la raquítica carpeta de investigación y ata los últimos cabos. Los flujos de conciencia borbotean con lamentos, excusas o sólidos mea culpa que podrían escucharse en un confesionario. Sería un error asumir que son todos de fiar. La intriga en torno a Ana redirigió o truncó las ya endebles relaciones de parentesco entre los miembros de la familia Sardá. Es la herencia sombría de Mateo, un estudiante inadaptado, ávido de intimidad, que menciona a su tía descuartizada en sus citas románticas con penosos resultados. Es la tristeza crónica de Alfredo y el trauma de Lía, quien huyó de Argentina y de su pasado. El crimen tiró por la ventana la historia familiar, la desnudó y refundó; acaso la concretó. Hay en el libro una ambición por nutrir el trasfondo de la crueldad, sus deslices y motivaciones. Los fragmentos más nauseabundos describen el esfuerzo mecánico de la cuchilla, el despedazamiento del cuerpo cual pollo crudo, el olor penetrante de la carne, ennegrecida y chamuscada —aquí, pienso, es donde más luce la prosa—, y perfilan lo que debe ser no uno, sino varios trastornos mentales. Aquella voz terrorífica exhibe su apatía ante la existencia de Ana y la despedaza. Piñeiro, sin embargo, no ronda en exceso la cámara de la personalidad ni ofrece diatribas en una cansada jerga psicológica. Está igualmente interesada en la religión como institución política y “delirio colectivo”, que en el encendido discurso sobre el aborto en Argentina. Vale la pena recordar que Claudia Piñeiro ha sido una activista visible, vocal e incansable de la Marea Verde, y que en su obra se encapsulan, si no la protesta, sí las atrocidades e injusticias que la animan. Por ella aprendí que el progreso del síndrome de Mondor tras un aborto séptico puede contarse en una rápida secuencia de colores: blanco, amarillo, azul (anemia, ictericia, cianosis). El acercamiento de la autora a la religión se entiende por el obstinado papel antagónico que ha tenido la iglesia católica en el movimiento por el derecho a decidir, por su respuesta juiciosa, impasible, muy vigente, ante el aborto. En este sentido, Catedrales ensancha una crítica ya insinuada en Tuya y Elena sabe, y expone el predicamento de una menor de edad que debe abortar en condiciones precarias. El fanatismo religioso nubla la razón y empuja a la indiferencia ante el dolor de los demás. La centralidad del mecanismo oculto de la religión es tal que la escritora zurce una lista de lecturas para el tímido aprendiz de ateo: El espejismo de Dios de Richard Dawkins; Religión, delirio colectivo de Fritz Erik Hoevels; El malestar en la cultura de Freud. “No creo en Dios desde hace treinta años”, afirma Lía en la primera línea. Tras un periodo de culpable vacilación, ella renunció a su fe en cuanto le informaron que Ana había sido violada, asesinada, desmembrada e incendiada. En el velorio se aproxima al ataúd y recita un anticredo furioso y contundente:

    No creo en el fruto del vientre de ninguna mujer virgen, no creo que haya un Cielo y un Infierno, no creo que Jesús haya resucitado, no creo en los ángeles ni en el Espíritu Santo.

    Un discurso así es capaz de ponerle los pelos de punta a un feligrés y el suyo consigue que el cura se persigne en el acto, horrorizado. En el último capítulo, cuando Carmen toma las riendas de la narración, su personaje se presenta de inmediato en clara oposición al de Lía: “Creo en Dios. Soy creyente de una manera cabal, íntegra, apasionada”. Todo elemento de su carácter se deriva de aquella distinción moral. Así se quiebra la familia Sardá, compuesta por fanáticos y escépticos. En “Catedral”, el cuento de Raymond Carver, un hombre reprime sus prejuicios contra el viejo amigo ciego de su esposa. La pareja recibe al ciego con manteles largos, whisky, tabaco y mota. El narrador no sabe cómo tratar a su invitado hasta que enciende la televisión y ambos escuchan un programa nocturno sobre catedrales; entonces dibuja una catedral, con la mano del ciego sobre la suya, para que él la imagine; lo acompaña con sus propios ojos cerrados mientras traza. Al fin comprende la mirada del ciego y descubre una nueva y vigorosa sensibilidad: “Mis ojos seguían cerrados. Estaba en mi casa, lo sabía. Pero no sentía que estuviera en ningún lado”. El homenaje al cuento de Carver está presente en el título y en varios pasajes de la novela de Piñeiro. También palpita en el tono subyacente a las voces de Lía, Alfredo y Mateo: el anhelo desesperado por una conexión significativa y tierna, por reconciliarse con la familia elemental y con la ausencia divina. Catedrales es una obra sobre el parentesco traumático o las batallas que estallan al interior del núcleo, pero la autora, como Carver, frena en seco antes de cometer una transgresión severa; no desecha la posibilidad del vínculo ni la de erigir, cada quien, lo sagrado."

24 de set. 2024

catedrales, 2

 

La muerte, el amor y la fe.
Catedrales, de Claudia Piñeiro


por Fernando Gómez Redondo
en Contrapunto,
revista de crítica literaria y 
cultural de la Universidad de Alcalà
21/01/2022

    En una nota final, explica la autora que extrae el título de la obra de un cuento de Raymond Carver, “Catedral”, al que se remite en el primer capítulo con un breve extracto de su contenido: un ciego le pide a su anfitrión que le explique cómo es una catedral; ante la imposibilidad de encontrar las palabras precisas, el ciego le sugiere que se la dibuje y que le deje poner su mano sobre la suya mientras la va trazando; ya al final, el vidente cierra los ojos y alcanza a trascender aquello que no podía describir. Se desvela, así, uno de los niveles de significación con que esta novela será construida: “hay mucha gente que no es ciega y, de todos modos, no quiere ver” (p. 43). Catedrales, al hilo de esta cita, se arma con continuas paradojas y es posible que la principal de ellas sea el modo en que Piñeiro logra subvertir los tradicionales esquemas de la novela negra, para obligar al lector a buscar más allá de las manidas pesquisas con que los más variopintos investigadores acaban descubriendo al culpable de un homicidio. Aquí habrá, sí, un criminalista al que se le otorgará voz en medio de una trama polifónica constituida por siete personajes que, treinta años después, irán evocando los hechos que cambiaron radicalmente sus vidas. Todos ellos se enfrentan al dilema o de buscar la verdad, huyendo de un mundo que ha quedado hecho trizas, o de tergiversarla, sirviéndose de falsos subterfugios para acallar su conciencia. Al lector se lo sitúa en un presente muy alejado del principal suceso, al que se remitirá una y otra vez desde la memoria de las figuras cuyas vidas habían quedado deshechas, tras aparecer, en un baldío, el cuerpo calcinado y descuartizado de Ana Sardá; la investigación llevada a cabo se había cerrado enseguida por presiones para no comprometer el buen nombre de la familia; todo parecía indicar que la joven de diecisiete años había sido violada y que el agresor había intentado destruir el cuerpo de la víctima para destruir cualquier prueba. Frente a esa versión oficial de los hechos, se alzarán las voces de los personajes que habían sentido de un modo más profundo esa terrible tragedia; impelidos a reaccionar, se apartan de quienes los apremian a asumir con resignación esa pérdida y a consolarse con razones religiosas que, para ellos, dejan de tener sentido. Rompen con un “peculiar sistema familiar” (p. 65) asentado en los dogmas inquebrantables de una fe vivida con obsesivo fanatismo. Lía, la segunda de las tres hermanas Sardá, lo proclama sin tapujos en el velorio con el que la familia y los allegados, entre rezos y silencios, se disponían a despedirse de Ana: “No creo en Dios” (p. 13). Movida por ese imprevisto resorte –una suerte de “llamado” o vocación a la inversa– rompe con todas las relaciones que la unían a ese mundo, trasladándose desde Buenos Aires a Santiago de Compostela, porque las dos hermanas –en sueños compartidos en el mismo cuarto– habían hablado en una ocasión de recorrer ese camino de peregrinación. Lía, instalada, al frente de una librería, rehecha en parte su existencia, mantenía una intermitente correspondencia con su padre, Alfredo, profesor de Historia, al que había prometido que regresaría en cuanto fuera descubierto el causante de aquel horror. No quería que le contara nada de su familia. Sin embargo, un día se verá sorprendida por la aparición de la hermana mayor, Carmen, y de su marido, Julián, un exseminarista. La tensa relación con que se trataban las tres hermanas vuelve de golpe a su memoria: “Carmen no sólo era la mayor, sino aquella persona a la que Ana y yo más temíamos en esa casa; un miedo que no sentimos por nuestros padres, ni siquiera por nuestra madre, que hacía muchos méritos para espantarnos” (p. 24). Pero ante los demás Carmen cambiaba: era agradable, cariñosa, seductora. Irrumpe este singular matrimonio en el espacio que Lía había logrado construir para apartarse de la “neurosis colectiva” (p. 20) en la que había crecido y en la que se enraizaba su familia, esa fe forjada con dogmas absolutos con los que comulgaban Dolores, su madre, y Carmen, su hermana mayor. Habían llegado hasta allí para buscar a su hijo, Mateo, que había desaparecido de repente, sin dar explicación alguna, rompiendo también, como Lía, con un mundo en el que se sentía asfixiado, por la continua catequesis a que sus padres lo habían sometido para educarlo; se sentían incapaces de entender los motivos de su huida. Carmen, la madre, se esfuerza por comprender ese hecho: “Es un chico muy sensible. Y a veces la gente demasiado sensible camina por una cornisa muy fina entre la realidad y sus pensamientos” (p. 32). Son casi proféticas estas palabras, aunque se hallen muy desviadas de la realidad. Cuando Mateo cobre vida a través de su voz, en la segunda sección de la obra, sus razones permitirán unir el presente con el pasado, además de ofrecer una valiosa clave para interpretar los hechos: “Somos una cicatriz. Mi familia es la cicatriz que dejó un asesinato. Unos años antes de que yo naciera, descuartizaron y quemaron –en ese orden– a mi tía Ana” (p. 66). En el párrafo anterior lo había precisado con mayor crudeza; piensa en hipotéticos lugares en los que resultaría difícil sobrevivir y no lo duda: “En mi familia” (p. 65). Sólo lo habían salvado las conversaciones con su abuelo y las lecturas con que lo animaba a buscar otras verdades para poder descubrir su verdadero camino, no el de las vocaciones –religiosas o académicas– que sus padres procuraban inculcarle. Había llegado a Santiago, porque con su abuelo había trazado una singular ruta de peregrinación que, en ningún caso, sería religiosa, sino vital, que habría de dotarlo de la libertad de pensar por sí mismo, de permitirle desviarse de las imposturas y de las imposiciones con que había sido criado. Había además otro propósito: “El abuelo me hizo prometerle que, cuando él no estuviera, yo cumpliría el recorrido que dibujamos juntos, el de las catedrales más lindas de Europa. Ese camino me llevaría hacia donde él quería que fuera: al encuentro con la hija que más extrañaba” (p. 73). Viajaba Mateo con tres cartas que el abuelo le había entregado pocos días antes de morir: una para él, otra para Lía y la tercera para que la leyeran juntos, porque en ella les revelaba la verdad que, por fin, había logrado descubrir sobre la muerte de Ana. No toda, porque aun conociendo detalles significativos y el nombre de uno de los responsables no había podido llegar al verdadero fondo de las inicuas razones que habían precipitado aquellos terribles acontecimientos.

    La verdad pendía del delicado hilo de una memoria perdida. La tercera voz de la novela corresponde a Marcela, la mejor amiga de Ana, que la había acompañado en todos los pasos del amargo camino de purgación a que se había visto arrastrada por un impulsivo amor de adolescente. Marcela sabía todo lo que había ocurrido, pero nadie le había hecho caso. No se cansaba de repetir lo que había sucedido y con esas palabras se abre el fragmentario relato de sus evocaciones: “Ana murió en mis brazos. No es posible matar a un muerto. Nadie muere dos veces” (p. 103). O lo que es lo mismo: Ana no había sido asesinada. Lo que afirma Marcela es enteramente cierto: Ana, en el límite de sus fuerzas, había ido a buscarla a casa y le había pedido que le acompañara a la iglesia parroquial. Aguardaba al hombre al que amaba, para que viniera a salvarla y que nunca apareció. Cada vez se encuentra peor, lentamente se va extinguiendo, pero poco antes de morir le obliga a Marcela a jurarle, delante del altar, que no revelara a nadie qué es lo que le había pasado, porque ante todo quería proteger a esa persona a quien amaba con tanto fervor. Marcela se encuentra, así, apresada por su juramento. Pero no por ello deja de insistir en la verdad en la que todos habían dejado de creer: “Nadie puede morir dos veces, ni nadie puede matar a un muerto. Buscaban a un asesino que no existía. Sin embargo, todos tenían respuestas. Las lagunas las completaban los otros, los que no querían ver. A mí no se me permitía inventar, o se me permitía pero subestimando mi relato, porque era la “amnésica”. O ‘la loquita’” (p. 127). Una nueva paradoja condena a Marcela a un mundo de sombras que la excluye como testigo fiable de los hechos que conocía porque los había vivido. Nadie podía creerla, porque diez horas después el cuerpo de Ana había aparecido quemado y troceado en un baldío. En la iglesia no quedaba rastro de la presencia de las dos jóvenes. Además, asustada por lo que había ocurrido, Marcela se había precipitado en busca de ayuda con la mala fortuna de derribar la estatua del arcángel San Gabriel y de recibir un fuerte golpe en la cabeza. A partir de ese momento, su vida se detuvo. Los especialistas le diagnosticaron “amnesia anterógrada”. Sólo podía recordar lo que había vivido antes de ese fatídico trance. Todo lo demás quedaba condenado al olvido. Anotaba en libretas lo más importante y su padre le había enseñado a guardar en el ordenador los datos más necesarios y a buscarlos para mantener una mínima trama de recuerdos referidos a su presente. Piñeiro con acierto ajusta la construcción del relato de esta tercera voz a estas circunstancias: sus evocaciones son apuntes muy breves, párrafos cortos, que se corresponden a lo que lee en sus cuadernos y a las dudas continuas con las que su pensamiento logra avanzar. Nunca está segura de qué es lo que ha contado y tampoco de si conoce o ha visto antes a las personas que la rodean. Pero no duda sobre la verdad fundamental sobre la que la novela gravita: Ana no había sido asesinada, había muerto en sus brazos, había sentido cómo dejaba de respirar. Pero lo que no sabe es a quién protegía Ana. Y ése será el hilo de la trama principal de la obra, el que otorga a la novela su principal valor: no se había cometido un asesinato –nadie había violado a la joven ni la había matado–, pero sí se habían perpetrado dos crímenes para acabar con ella. El primero la había arrastrado hasta aquel altar para convertirla en víctima propiciatoria de un sacrificio inmolado en nombre de una fe absoluta, que exigía, y sería el segundo delito, que ese cuerpo fuera descuartizado y quemado. O al menos, así lo sentía alguien que pensaba que sólo de esa manera tan “brutal” (p. 275) –término al que su conducta se ajusta– podría salvar las creencias que alentaban su vida.

    Siete voces, en suma, se suceden en este itinerario de caminos que conducen a catedrales no levantadas por los humanos, sino por las mentiras o las verdades con las que cada cual forja sus vidas. El orden en la disposición de esos relatos posee una precisión asombrosa y faculta al lector para entrar y salir de las conciencias de esos personajes con el fin de descubrir no tanto a los autores de ese doble crimen –nunca asesinato-, sino de desvelar las falacias con las que justificaban sus actos. En última instancia, Ana había sido sacrificada en nombre de una fe que precisaba cobrarse una víctima para seguir erigiéndose –falsa catedral– como única e inquebrantable realidad. No extraña, en fin, que la novela, subvertiendo los principios canónicos del género en el que se inscribe, haya ganado, en julio de 2021, el premio Dashiell Hammett de la Semana Negra de Gijón."

23 de set. 2024

catedrales, 1



Claudia Piñeiro:
“En Catedrales hay un tema con la religión 
y eso sí tiene que ver con mi activismo”


    Una entrevista con la escritora argentina a propósito de su último libro, su activismo feminista y, por supuesto, la pandemia.

por Katherine Subirana Abanto
El Comercio
13/10/2020

    "Escritora, lectora, periodista, activista, feminista, Claudia Piñeiro no solo es reconocida por su talento con las novelas negras, sino también por su activismo feminista, frontal y valiente, que se mantiene a pesar de los ataques. Su última novela, Catedrales, se enmarca muy bien en aquello que defiende el movimiento feminista, pero no es un libro panfletario, sino una historia honesta y cruda sobre el aborto, la religión, las convenciones sociales y el silencio.

    La pandemia la obligó que la promoción de Catedrales sea totalmente virtual, pues este salió a librerías apenas unos días antes del toque de queda y cierre de fronteras. Sin embargo, esta situación también le ha traído gratas sorpresas. “Antes te enterabas de lo que pensaban los lectores cuando ibas a las ferias de libros, hoy recibo mensajes todos los días de lectores que se han acompañado en cuarentena con el libro. El hecho de estar encerrados también hizo que las lecturas que iban haciendo los atravesaran más y me llegan mensajes larguísimos contando las distintas dimensiones de su experiencia lectora. Para mí fue una gran experiencia, pues en medio de esta pandemia me he sentido acompañada, sostenida por los lectores”, dice desde su casa en Buenos Aires.

PREGUNTA: ¿Qué opinas de Louise Glück, la ganadora del Nobel de Literatura de este año?

RESPUESTA: Me parece muy interesante que el Nobel premie a la poesía. Leí poco a Glück hasta ahora, pero lo que había leído me gustó muchísimo. Y mis consultores de cabecera en poesía son fans de ella así que no dudo de que el premio es merecido.

P: ¿Consideras que los reconocimientos literarios internacionales tienen una carga política? ¿Cómo ves la idea de “separar la obra del autor” cuando se trata de un autor cuya vida tiene algún aspecto polémico?

R: Algunos sí y otros no. El Nobel siempre lo ha tenido. De hecho, en Argentina siempre corre el mito de que a Borges no se le dio porque no fue enfático en oponerse a la dictadura militar en la Argentina. Creo que lo que debe estar es claro en las bases y en la publicidad del premio entonces quienes se postulan y quiénes confían en ese premio saben si las razones de otorgamiento son solamente literarias o no. Como lectores, Creo que tenemos el derecho de leer a quien queramos y en ese deseo a veces se mezclan temas no estrictamente literarios.

P: Hablemos de tu última novela, Catedrales, que tiene una carga bastante feminista, ¿fue concebida de ese modo?

R: Mira, cuando escribo una novela, escribo una historia. Aparece una imagen a partir de la cual los personajes empiezan a hablar, a mostrar sus conflictos para que la gente sepa quiénes son. La imagen disparadora de Catedrales tiene que ver con la portada del libro, donde está la joven sentada en el último banco de la iglesia esperando un reparo que no recibe. El tema del feminismo, el tema de la agenda de mujeres, está presente en mi literatura siempre. No de una manera tan brutal como en Catedrales, pero está desde la primera novela, Tuya, porque se tiene el tema del aborto, de la religión; lo mismo que en Betibú, donde una mujer separada y sus amigas se cuestionan muchas cosas que tienen que ver con el mundo de los hombres, con respecto a trabajar en ese mundo y tomar un lugar en él, en ese caso en el periodismo. Entonces, estos temas estaban dentro de mis obsesiones literarias.

P: Encontré una correlación en la estructura de Catedrales con las consignas del feminismo. Ana, cuya muerte inicia la historia, es la mujer silenciada. Son sus amigas las que hablan por ella, como diciendo “Somos la voz de las que ya no están” o “Tocan a una, respondemos todas”.

R: Sí, hay una cuestión con la amistad muy fuerte y que habla mucho del estado real de los problemas que aborda el feminismo. Aquí el movimiento feminista y el apoyo a las mujeres que sufren violencia es muy fuerte. Y sobre el silencio, te cuento: hablaba yo con Dolores Reyes —una escritora argentina que tiene un libro que se llama Cometierra, y que iba a presentar Catedrales en la Filba—, y ella me hablaba sobre cómo mi libro juega en pared con el suyo. Cometierra es un texto donde la protagonista es una mujer que tiene visiones tras comer la tierra de los lugares donde aparecieron cuerpos de mujeres muertas. Tiene algo de rulfiano y de realismo mágico, es una novela extraordinaria, y es como la contracara de mi novela. Ambas presentan a mujeres que quedaron sin voz y que la recuperan por medio de otras mujeres que hablan por ellas. En Catedrales son las amigas, en Cometierra es una médium.

P: Tu activismo feminista y a favor del aborto libre, seguro y gratuito es muy frontal. ¿Te ha enfrentado eso con el público?

R: He tenido agresiones de todo tipo a través de las redes, hasta amenazas de muerte. Te contaré, cuando Leonardo Padura vino en 2018 yo lo tenía que presentar, y un grupo de anti derechos hizo toda una campaña para que me bajaran de esa presentación. Como llamaron muy insistentemente a quien organizaba la charla, pidiendo que yo no participe, los medios argentinos llamaron a Leonardo Padura a Cuba y le preguntaron qué opinaba del lío que se había armado. Su respuesta fue: “¿Qué, en la Argentina no hay aborto legal? Porque en Cuba sí hay". Pero yo no iba a hablar del aborto, iba a hablar de las novelas de Padura. De todas maneras, las cosas buenas que han pasado son muchas más que las malas, y yo no me arrepiento de nada. Si yo no hiciera lo que hago, me sentiría muy mal.

P: ¿Han cuestionado tu literatura por tu militancia?

R: Me han dicho muchas veces “no te voy a leer más”, pero quienes me leen, si siguen un poco en las notas periodísticas o en mis redes, saben además cómo pienso. A lo mejor quien leyó mi novela Tuya, donde el personaje adolescente decide no hacerse un aborto, no se pone a pensar qué pienso yo con respecto al aborto, en cambio hoy, quien lee Catedrales, sabe ya lo que yo pienso y el papel que tomé en el activismo por esos derechos. Mi literatura refleja algunas de mis obsesiones, y creo que el debate sobre el aborto en Argentina, que se da fuerte a partir del 2018, y el movimiento #NiUnaMenos hace que el tema feminista sea mucho más visible para la gente. En Catedrales sí hay un tema con la religión y eso sí tiene que ver con mi activismo, pues yo he ido con muchas mujeres a hablar de aborto legal, seguro y gratuito a muchos espacios, como a las cámaras de Senadores y Diputados. Y yo iba a explicar por qué esto era una necesidad de salud pública para las mujeres y muchas veces me encontraba del otro lado con alguien que te decía “Yo estoy totalmente de acuerdo con ustedes, pero si voto a favor cuando vuelva a mi provincia el obispo me reta”. O “Sí, yo estoy de acuerdo, pero no voto a favor porque cuando en mi provincia voy a la misa con mis hijos, el cura habla mal de mí”, o “Sí, yo pienso lo mismo pero a mí me votan muchos evangelistas y me dijeron que ya no me van a votar si yo voto por el aborto”, y entonces ahí empiezas a sentir una bronca terrible porque los intereses políticos hacen que esta gente negocie con el cuerpo de las mujeres…y creo que eso sí se nota en Catedrales a diferencia de mis textos donde trato también estos temas.

P: El movimiento feminista en Latinoamérica estaba levantando fuerte, pero la pandemia nos metió a casa. ¿Crees que la pandemia frenará al feminismo?

R: Nosotros tenemos que estar muy atentas, pues, como dijo Virginia Woolf, siempre que el feminismo está a punto de conseguir algo viene alguna crisis y lo baja, pero creo que hoy, a diferencia de otros tiempos, estamos muy atentas, alertas y conectadas entre todos los países. Yo no creo que se pueda volver atrás. Nosotras vamos a seguir con fuerza en esta lucha, porque no estamos solas. No es solo mi generación, es la tuya, son las generaciones que vienen y que ya nacen con otras ideas. Ya me parece imposible que mi hija o mis sobrinas se dejen manejar de la manera en la que nos dejamos manejar nosotras durante tanto tiempo.

P: En ese sentido, la virtualidad nos ayuda a estar conectadas y a que el movimiento no se frene.

R: Sí, totalmente. Yo siempre tuve mucha actividad en las redes, y por supuesto que con la pandemia esto se exacerbó, y tiene sus cosas buenísimas, porque permitió ir a lugares más lejanos. Igual tenemos un gran inconveniente en Argentina, pues que gran parte de lo que logramos las mujeres en el movimiento feminista fue en la calle, #NiUnaMenos y la vigilia a favor del aborto fueron en la calle, y hoy no podemos ir a la calle a pelear por estos derechos y todavía no encontramos una forma de reemplazar el peso que tiene la calle: esa marea verde, esa cantidad de pañuelos verdes y de mujeres cantando, pidiendo la ampliación de derechos…todo eso es muy difícil de equiparar."

22 de set. 2024

cinefòrum, primera sessió, i 2

 

La cultura del càstig: una mirada crítica

Entrevista amb Howard Zehr, referent de la justícia restaurativa

per Sandra Martínez Domingo i Eugènia Riera Casals
Institut Català Internacional per la Pau

    Howard Zehr, professor emèrit de Justícia Restaurativa al Center for Justice and Peacebuilding de l’Eastern Mennonite University, és un referent en el camp de la justícia restaurativa. És autor de nombroses publicacions, d’entre les quals Cambiando de lente: Un nuevo enfoque para el crimen y la justícia, considerat un clàssic d’aquest paradigma, i Justícia restauradora: principis i pràctiques (ICIP i Icària editorial, 2011). Aquest 2023 acaba de publicar Restorative Justice – Insights and Stories from my Journey.

PREGUNTA: Des de la justícia penal retributiva s’entén que els delictes són una violació de les lleis i dels Estats. Però des de l’òptica de la justícia restaurativa, els delictes es veuen com una violació de les persones i les relacions interpersonals. La primera posa l’accent en “qui ha comès el delicte”, mentre que la segona se centra en “qui ha rebut el dany”. Amb tot, vostè afirma que una i altra no són visions oposades com sovint assumim. Per què?

RESPOSTA: Des del punt de vista filosòfic, la retribució i la restauració tenen moltes coses en comú. Ambdues argumenten que hem de tractar les persones que han causat el dany com a agents morals. També totes dues al·leguen que “l’agressor” està en deute amb la “víctima” i les dues intueixen que d’alguna manera cal restablir l’equilibri perdut. La diferència principal és com restaurar aquest equilibri. La retribució sosté que el càstig —el fet d’infringir un dany— restaurarà l’equilibri; en canvi, la justícia restaurativa ens diu que sovint el càstig és contraproduent i genera insatisfacció, de manera que només un procés de restauració produirà l’equilibri. Això normalment implica que la persona responsable del dany se’n responsabilitzi i faci un esforç per “solucionar les coses”, encara que només ho pugui fer de manera simbòlica.

    Estic convençut que la necessitat de “posar el comptador a zero” és un valor intrínsec de les persones i que hi ha maneres saludables (i no saludables) d’intentar assolir aquest equilibri. Si els esforços per a la construcció de pau no tenen en compte aquests factors, es possible que fracassin.

P: Sovint es titlla les pràctiques restauratives d’utòpiques. S’acostuma a creure que la justícia restaurativa busca rehabilitar l’agressor o evitar la presó, i també se sol dir que aquest plantejament només és adequat en el cas dels delictes “menors”. En aquest monogràfic analitzem què és la justícia restaurativa, però ens agradaria que ens parlés del què “no” és. Quines són les assumpcions errònies més habituals?

R: Una confusió habitual a l’hora de pensar la justícia restaurativa prové dels mitjans de comunicació, que sovint la presenten com un acte de perdó. Tot i que els estudis suggereixen que, després d’un procés restauratiu, les “víctimes” i els agressors” generalment són menys hostils entre si i mal interpreten l’altre en menor grau, l’objectiu d’una pràctica restaurativa respectable no implica necessàriament avançar en el perdó, perquè això ho decidiran només els protagonistes. En el cas d’un crim, per exemple, es pot proposar un procés de justícia restaurativa com una oportunitat perquè les víctimes s’expressin i identifiquin les seves necessitats, i per estimular els agressors de manera que entenguin el que han fet i se’n responsabilitzin. Aquest procés també es pot pensar com una manera d’empoderar les persones que hi participen perquè exposin la seva història, ens expliquin com se senten i decideixin quin resultat volen obtenir. Si volen o no abordar un camí que s’assembli al perdó, això ho hauran de decidir individualment.

    Un altre error habitual és creure que és fàcil compartir un espai de justícia restaurativa amb la persona a qui has fet mal. No ho és gens, de fàcil, i molts agressors han admès que és més senzill anar a presó que no pas haver de trobar-se cara a cara amb la persona que ha patit el dany i escoltar com l’ha afectat.

    Una tercera equivocació és pensar que els processos de justícia restaurativa només són viables en el cas dels delictes menors. De fet, els processos que sovint tenen un impacte més significatiu i eficaç són els que aborden violacions greus.

    A l’altre extrem, alguns defensors de la justícia restaurativa pensen que és un mètode magnífic, sense inconvenients, que funciona com una solució per a tots els mals. Sí que pot servir com a resposta a molts problemes, però sens dubte encara no s’ha desenvolupat prou perquè es pugui proposar com un plantejament sistèmic integral. Ho repeteixo també al meu llibre: com passa amb totes les idees, algunes persones poden segrestar i abusar d’aquest concepte (i ho estan fent).

P: Precisament el vostre darrer llibre "Restorative Justice: Insights and Stories from my Journey", publicat al febrer del 2023, és una guia útil per demostrar com es poden integrar les pràctiques de la justícia restaurativa en les interaccions humanes —mitjançant el respecte, les relacions i la responsabilitat, i amb una actitud d’humilitat i reflexió. De fet, a "The Little Book of Restorative Justice" (2002), traduït al català com a "Justícia restauradora: Principis i pràctiques" (ICIP, 2011), desenvolupa deu principis per aplicar una òptica restaurativa en el dia a dia. Quins creu que tenen més dificultat i, per contra, quins són més fàcils?

R: Jo diria que el punt més difícil d’entendre, d’assumir i de practicar és el número 10: “Afrontar amb sensibilitat les injustícies diàries, inclosos el sexisme, el racisme i el classisme”. Són aspectes que tenim molt integrats en el nostre comportament i per això són molt difícils de reconèixer i de tractar. Potser la orientació més fàcil i accessible, almenys per a mi, és la número 9, que tracta sobre no imposar la meva “veritat” als altres. En general, però, probablement el principi número 1,“Prendre’s les relacions seriosament”, és la més accessible.

    La justícia restaurativa és una visió de la justícia des del punt vista relacional i se centra en les persones; assumeix que cadascun de nosaltres és una peça d’una xarxa de relacions amb la resta d’individus. D’aquesta manera, el nostre comportament afecta els altres i el que fan els altres també ens afecta a nosaltres. Aquesta idea ens motiva per tractar les persones amb respecte i per fer-nos càrrec de les nostres accions. La justícia restaurativa tracta totes les parts implicades de manera respectuosa i busca l’equilibri entre les qüestions que ens preocupen.

P: Vostè afirma que les lleis per abordar la criminalitat sovint provoquen un augment de la violència, reclusió en massa i un elevat cost humà. Per què, doncs, no s’aposta més per la justícia restaurativa? Quins obstacles impedeixen superar la justícia punitiva?

R: Als Estats Units, per exemple, tot s’ha polititzat tant que és molt difícil abordar de manera respectuosa qualsevol debat per molt senzill que sembli. Segons alguns investigadors, tenim el sistema de justícia penal més polititzat d’Occident. En part, perquè els actors que hi intervenen (fiscals i jutges) són càrrecs electes. Alhora, com que la lluita contra la delinqüència és un recurs dels partits polítics per competir entre ells, això és un obstacle per deixar enrere el punitivisme.

P: En canvi, quines experiències o països destacaria com a bon exemple de model restauratiu?

R: Jo ja estic jubilat i no estic al dia dels esdeveniments més actuals, de manera que no m’atreveixo a destacar cap innovació recent. Però sí que et puc dir que un dels projectes més fascinants que s’estan aplicant dintre del sistema de la justícia penal en algunes comunitats dels Estats Units procedeix d’una aproximació a la justícia juvenil innovadora, original de Nova Zelanda. En lloc d’anar a judici, el cas es gestiona a través d’una conferència restaurativa on es convida la persona que ha provocat el dany, les víctimes i també persones importants del seu entorn. Aquí la intenció és abordar els problemes i les necessitats sense estigmatitzar i recórrer a mètodes negatius que es donen en el sistema penal.

    Alhora, hi ha aplicacions molt interessants fora de l’àmbit de la justícia penal, per exemple, en l’àmbit escolar, laboral o sanitari. En aquest sentit, destacaria una experiència cultural en la qual m’hi he involucrat recentment i que té per objectiu reparar danys en els museus d’història. S’està convidant comunitats històricament marginades a participar en debats i reivindicar el seu rol, i se’ls està retornant objectes que els van ser espoliats. En definitiva, es corregeixen històries alterades per dinàmiques de poder i alhora es modifiquen les pròpies pràctiques dels museus.

P: Vostè sempre destaca que la justícia restaurativa no és cap invent nord-americà i que en bona mesura prové d’antigues tradicions culturals i religioses. En aquest sentit, com es pren que l’anomenin “l’avi” de la justícia restaurativa?



R: Un cop vaig parlar amb la persona que em va batejar així i li vaig preguntar per què ho havia fet. Es va justificar dient que tinc tendència a donar suport i a fer suggeriments quan em demanen opinions, en lloc d’imposar les meves idees i la meva voluntat. En aquest sentit, li va semblar que l’apel·latiu “avi” era més oportú que “pare”. En qualsevol cas, sens dubte hauria rebutjat que m’identifiquessin com a “pare” perquè jo no vaig inventar la justícia restaurativa. Jo només vaig sintetitzar un conjunt d’idees i d’experiències d’altres i vaig intentar divulgar-les perquè fossin fàcils d’entendre. De fet, en els inicis en sabia molt poc d’altres tradicions més enllà de la meva visió occidental. Va ser més endavant que em vaig adonar que la justícia restaurativa és un plantejament occidentalitzat, i potser modernitzat, del que han estat aplicant moltes tradicions i cultures, com a mínim, durant mil·lennis.

    Al principi jo recorria molt a la tradició cristiana, a la història europea, i també a moviments com ara els dels drets civils i de les víctimes dels Estats Units, però també als moviments pels drets dels presos i les mediacions comunitàries. Però quan vaig començar a impartir classes al Center for Justice and Peacebuilding, vaig veure que aquestes idees ressonaven entre els meus alumnes universitaris internacionals, que les vinculaven a les seves pròpies històries, cultures i tradicions religioses. Hi ha tantes arrels que és impossible resumir-les aquí!

P: El 1996 va publicar "Doing Life", un àlbum de retrats de persones condemnades a cadena perpètua a Pennsilvània sense possibilitat de llibertat condicional. Amb aquesta obra i amb altres com "Transcending" ha volgut humanitzar les persones mitjançant entrevistes i fotografies perquè poguéssim observar-les i sentir-les sense deixar-nos endur pels estereotips. Com explicaria aquesta experiència amb una lent restaurativa? Com ha contribuït la fotografia en la seva concepció de la justícia restaurativa, i viceversa?

R: El diàleg és un concepte intrínsec de la justícia restaurativa i jo entenc aquesta idea com una invitació perquè les comunitats encetin un diàleg sobre qui som, sobre els valors i tradicions que tenim i sobre les nostres necessitats. La justícia restaurativa també reconeix el valor terapèutic i relacional de la narrativa i dels relats.

    Els projectes fotogràfics i les entrevistes que he fet tenen com a finalitat aconseguir que les persones —tant és si són les víctimes, els agressors o i fins i tot els propietaris d’una camioneta, com apareix al meu llibre "Pickups: A Love Story")— es puguin presentar de manera respectuosa i expliquin la seva història a una persona que no els coneix de res ni sap res de la seva situació. He intentat abordar aquests projectes amb els mateixos valors que promoc per a la justícia restaurativa: el respecte, la responsabilitat i les relacions interpersonals. La raó de ser és la mateixa que persegueixo amb el meu treball sobre la justícia restaurativa; és a dir, fomentar la reflexió i el diàleg mitjançant una conversa amb persones reals i no pas a través de símbols o estereotips.

    Des d’una perspectiva “restaurativa”, he comprovat que la fotografia ens pot ajudar a reconèixer-nos els uns als altres com a persones, a crear vincles, i fins i tot pot fer que les persones fotografiades tinguin una perspectiva més profunda de qui són. Tal com passa amb els processos de la justícia restaurativa, aquestes experiències fotogràfiques representen, en el millor dels casos, una col·laboració entre el fotògraf i la persona fotografiada. Estic convençut —i així ho afirmen els estudis— que la comunicació és més eficaç quan les paraules es connecten amb imatges.

P: Vint-i-cinc anys després, amb "Still Doing Fine" (2022), va tornar a visitar molts dels mateixos protagonistes fotografiats amb la mateixa posa. Quin era l’objectiu d’aquest projecte?

R: Tenia moltes ganes de saber què havia passat amb totes aquestes persones, com ho portaven, com havien canviat o no i què havien après vint-i-cinc anys després d’haver parlat per últim cop. M’agrada molt explorar com canviem i com seguim igual visualment i psicològicament a mesura que ens fem grans. Aquestes visites també m’han permès recuperar antigues amistats i coneguts, parlar sobre les qüestions que ens interpel·len i, finalment, representar-los amb una posa semblant a la dels retrats originals.

    Quan els vaig tornar a visitar, no m’imaginava que d’aquí sortiria un llibre. Però gràcies a la complicitat de la meva amiga Barb Toews, i al suport incondicional de l’editor, vàrem poder donar forma a un llibre que ajuda a humanitzar les persones condemnades a cadena perpètua. La idea era que això contribuís a entendre com afronten la seva situació i facilitar un diàleg sobre les polítiques carceràries. Una cosa que em va emocionar és que el primer seminari online sobre el llibre el va patrocinar un despatx de representants de víctimes i que es presentessin les veus i fotografies dels meus llibres, tant del de presos condemnats a cadena perpètua com del de víctimes.

    El record més emocionant que en tinc d’aquests dos llibres, és que qualsevol pot trobar la manera d’emergir i d’aflorar en circumstàncies summament difícils. L’esperança és cabdal.

P: En aquest monogràfic reflexionem sobre la relació que hi ha (o que hi hauria d’haver) entre pau, seguretat i justícia. Què li sembla aquesta intersecció?

R: La justícia restaurativa és, essencialment, un plantejament de la construcció de pau aplicat a la justícia. Els meus antics companys del Center for Justice and Peacebuilding, la Lisa Schirch i Barry Hart, han escrit sobre com la construcció de pau és primordial per a la seguretat, i com la justícia restaurativa i la gestió del trauma hi juguen un paper important. De fet, al Center for Justice and Peacebuilding entenem la construcció de pau com una roda que està formada per diferents ”radis”, com la gestió de traumes, la transformació de conflictes, la justícia restaurativa i també el desenvolupament comunitari i organitzatiu.

    La construcció de pau es basa en la creació i manteniment de relacions positives, però també en la seva reparació quan aquestes es trenquen o es veuen amenaçades. La justícia restaurativa és una filosofia, un conjunt de principis i valors que ens serveixen de guia per afrontar moltes situacions, fins i tot quan no podem dur a terme un procés completament restauratiu o quan no hi ha cap “programa”. Com sempre he defensat, es tracta d’una “lent” a través de la qual podem decidir com volem viure en comunitat en una xarxa de relacions sanes.”


21 de set. 2024

cinefòrum, primera sessió, 1

 



    El proper divendres, 27 de setembre de 2024, de 17:30 a 21:00h, el Cinefórum de Vespres Literaris presenta la pel·lícula «Maixabel», de la directora Icíar Bollaín, una trobada en la qual tractarem el tema de la justícia restaurativa.

    Maixabel Lasa defineix la pel·lícula com un cant a la necessitat de convivència de totes les persones, de viure entre diferents però respectant-nos i un cant a la deslegitimació de l’ús de la violència.

    La pel·lícula mostra com van ser les trobades restauratives, perquè molta gent les desconeix i hi ha hagut moltes faules durant aquests anys.

    La ponència i moderació anirà a càrrec de Robert Manrique, supervivent de l’atemptat d’Hipercor, expresident de l’Associació Catalana de Víctimes d’Organitzacions Terroristes (ACVOT) i actualment, assessor de la Unitat d’Atenció i Valoració a Afectats per Terrorisme (UAVAT).

    L’any 2011 Rafael Caride Simón, un dels condemnats per l’atemptat d’Hipercor va demanar en Rober Manrique una trobada a la presó de Vitòria. Al juny de 2012 es van reunir i en Robert ens explicarà com va anar.

    L’acte tindrà lloc a la AA. VV. Les Fontetes, Carrer dels Reis, 30 de Cerdanyola del Vallès.


20 de set. 2024

claudia piñeiro, obra i 9

 

El tiempo de las moscas

Claudia Piñeiro


Alfaguara, 2023

páginas: 408



FRAGMENTO:



    "Un pasillo la conduce a otro. Cada tanto, Inés escucha que alguien la saluda, pero ella no mira, no se da vuelta, sólo levanta la mano a la altura de su cabeza y luego la baja. Repite ese mínimo gesto cada vez que escucha su nombre, intentando ser amable. Sospecha que si mirara podría quebrarse y no quiere que la última imagen que quede de ella en ese lugar sea esa: la de una mujer que llora. Prefiere que la recuerden como una mujer amable. Temprano, por la mañana, ya se despidió de la Manca. Y en el almuerzo volvieron a estar juntas, pero en silencio, porque todo lo que tenían para decirse lo habían dicho en privado, o no lo dirían, al menos por el momento: Inés, porque para poder decir algo hay que atreverse a pensarlo; la Manca, porque sabe que hay temas que a su amiga le asustan, y si hay algo que ella no quiere es asustarla.

    Inés avanza escoltada por una agente penitenciaria a la que apenas conoce. A ella le habría gustado que hoy la acompañara otra, alguna de aquellas con las que compartió tantos años ahí dentro. Quince. El bolso que carga no llega a pesarle en el hombro. Regaló la mayoría de las pocas cosas que tenía. Siente que está a punto de nacer por tercera vez: la primera, cuando la parió su madre; la segunda, cuando mató a Charo o Tuya; la tercera, en cuanto se abra la puerta y esté libre. Una nace desnuda, así que para qué llevar nada, eso pensó cuando le dijeron que preparara sus cosas, cuando supo que se iba. Eso piensa ahora, una nace desnuda.

    La agente muestra los papeles de salida al llegar al punto que separa el adentro del afuera. Desde algún sitio, quien recibe la orden hace que el portón se abra automáticamente. Inés se queda contemplando la calle, que ya no recordaba, sin atreverse a reiniciar la marcha. Tiene la sensación de que el sol brilla más fuerte de ese otro lado, que para mirar —una vez que atraviese el portal— va a necesitar los anteojos oscuros que ya no usa. El sol adentro y afuera es el mismo, ella lo sabe, pero tampoco tiene dudas de que a partir de este momento le faltarán la sombra de los pabellones, el tumulto de las compañeras, el reparo de su propia celda a pesar de la humedad y del frío. Frunce el entrecejo, cierra apenas los ojos, a media asta, para enfrentar lo que viene. La agente que la acompaña le dice “¡Suerte!”; Inés sabe que no es un deseo sincero, sino que —ante su aparente actitud indecisa— la está invitando a salir de una vez. Por fin, da los tres pasos necesarios para pasar de un lado al otro. Detrás de ella, el portón se cierra. Inés no lo ve porque no quiere darse vuelta, pero lo oye: el motor que pone en marcha el sistema, el recorrido sobre el eje de metal, el golpe cuando la hoja de la puerta hace tope con el marco, el sonido de los engranajes de la cerradura en el movimiento que ejecutan hasta acoplarse. Ese portón ya no puede abrirse; si ella girara sobre sus pasos, asustada, lastimada por un sol más intenso y quisiera abrirlo para pedir refugio, no lograría que la dejaran pasar. Si quisiera volver a entrar, ella lo sabe, debería equivocarse otra vez. ¿Se equivocó? Quince años después, no tiene una respuesta que la satisfaga.

    A su espalda, ahora sólo hay silencio. Entonces, respira hondo, mira a un lado y a otro, se acomoda el bolso en el hombro. La calle está desierta; daría lo mismo que estuviera llena de gente. Lo sabe: está sola. La circunstancia no la decepciona, no pretendía que nadie fuera a esperarla, pero le confirma de manera brutal aquello que pensó cuando supo que saldría de allí: una vez más, Inés nace desnuda."

19 de set. 2024

claudia piñeiro, obra 8

 

Las maldiciones

Claudia Piñeiro


Alfaguara, 2017

páginas: 320



FRAGMENTO:



    "Cada hombre, cada mujer, carga con su propia maldición. Hay quienes dedican toda su vida a desbaratarla, a vencerla; son los que se creen capaces de burlarse de ella, poderosos, y así pelean del primer día al último en una batalla absurda, desigual, inútil. Por otro lado están aquellos que no luchan contra su maldición sino que conviven con ella, los que aprenden a llevarla de paseo, como una mochila, intentando que pese lo menos posible; la observan de reojo, la controlan sin combatirla, saben que está ahí, de principio a fin, y aunque se preocupan por que no se ensañe con ellos, le prestan la mínima atención. Pero hay una tercera categoría, la privilegiada, la que integran los que ni siquiera son conscientes de que esa maldición existe. Román Sabaté es uno de esos privilegiados. Por más que, como todos, también esté maldecido, lo desconoce, y eso lo hace libre. A Román ni se le cruza por la cabeza que su vida esté condicionada por maldición alguna; es ignorante y, por lo tanto, sabio.

    Sin embargo, Román hoy siente náuseas y un fuerte dolor en la boca del estómago. No advierte una relación entre ese dolor y una maldición. Busca su origen en lo que lo rodea. Mira a su alrededor. Huele. Cree que ese malestar que se le instaló en medio de las costillas lo provoca el lugar donde está, a la espera de que salga su ómnibus. Desestima el cansancio y los nervios; no son los que hacen que se sienta mal, menos aún la culpa. Tampoco el miedo. El bar de la terminal de Retiro le resulta un sitio horrendo. Busca otra palabra y no la encuentra; sabe muy bien quién la usa cada dos o tres frases. O solía usarla, se corrige. No quiere recordar esa palabra justo en este momento. Él no la usa, nunca la usó, preferiría no hacerlo ahora pero descarta cualquier otro sinónimo y se le impone a pesar del esfuerzo por evitarla: horrendo. La luz de tubo le lastima los ojos irritados de poco sueño, esa luz blanca y fría se le clava como una aguja justo en el lagrimal izquierdo. Las sillas de caño negro no ayudan; enclenques de tanto que deben de haberlas arrastrado de un lado a otro sobre el mosaico gris, con la cuerina rota que deja ver una goma espuma vieja, sucia, inflada, que se derrama deforme en cada tajo. El olor a comida se mezcla con el de un producto de limpieza indefinido pero potente que llega desde el baño, y el resultado de ese encuentro de olores es peor que el que cada uno de ellos podría producir por separado. Un aparato de televisión de última generación, instalado en un soporte gris que cuelga en un ángulo, casi del techo, está sintonizado en un canal de noticias, sin voz. Román sospecha que ese televisor, que desentona por su modernidad con el resto del mobiliario, debe de estar allí desde el último Mundial de Fútbol. Recuerda dónde vio la mayoría de aquellos partidos, en un LED de 60 pulgadas con HD que parecía un microcine, rodeado de sushi que él no comía ni come, y del equipo. Equipo, otra palabra que quisiera evitar.

    Toma la botella y sirve gaseosa en los dos vasos. Estuvo otras veces en bares así, en terminales así, pero fue hace mucho tiempo. Es joven, no llega a los treinta, por lo que cinco o seis años, para él, es mucho tiempo. Se da cuenta de pronto, ahí, en esa terminal, de cuánto hace que sólo viaja en avión, en coche privado si no había combinación disponible o el tramo era corto, en barco cuando tenía que ir a Colonia o Montevideo a mover dinero en alguna cuenta en la que estaba autorizado, y hasta en helicóptero. En ómnibus no, nunca más. O sí, aquella vez de Cariló que tampoco quiere recordar. Pero ése fue un regreso no previsto —había ido en auto, tendría que haber vuelto en auto—. Y en los viajes de regreso no se hace tiempo en el bar de la terminal, el viajero que vuelve apenas pasa y sigue de largo. Antes sí, antes estuvo muchas veces en lugares como éste, en bares como éste. Cuando iba con sus amigos de vacaciones, cuando vino por primera vez a Buenos Aires, cuando todavía regresaba a Santa Fe a visitar a sus padres. Aquella vez que se lanzó a Mendoza a buscar a Carolina, la novia que cada tanto se le aparece en sueños o cree ver en alguna esquina, cruzando apurada, con una panza de nueve meses. Estuvo muchas veces en sitios así, pero nunca con un niño de apenas tres años que se cae de sueño a esa hora de la noche. Un niño que, vencido de cansancio, apoyó la cabeza sobre la mesa de fórmica sin otra almohada que la parte más mullida de su pequeño brazo, y dormita. Un niño que no da ningún trabajo y que no tiene la culpa de nada, cómo podría tenerla.

    ¿Habrá hecho bien en no decirle ni siquiera a la China adónde está yendo y por qué? Se lo pregunta desde que llegó a ese bar. Tal vez a ella sí. Todavía está a tiempo. La necesita. Toma el celular, busca su nombre entre los contactos, mira su foto y duda una vez más si llamarla o no. Se la queda mirando hasta que se convence de que ese impulso, ese deseo de hablar con ella ahora, es irracional, casi una locura. De inmediato no sólo desestima el llamado sino que además abre el aparato y le quita el chip y la batería; no está seguro de que eso funcione pero es el procedimiento que le dijeron que debía llevar a cabo cuando no quisiera ser rastreado. Es parte del “protocolo”. Él nunca lo aplicó, sin embargo está seguro de que si lo entrenaron para que llegado el caso lo hiciera es porque funciona."

18 de set. 2024

claudia piñeiro, obra 7

 

Una suerte pequeña

Claudia Piñeiro


Alfaguara, 2015

páginas: 240

FRAGMENTO:

    "La barrera estaba baja. Frenó, detrás de otros dos autos. La campana de alerta interrumpía el silencio de la tarde. Una luz roja titilaba sobre la señal ferroviaria. Barrera baja, alerta y luz roja anunciaban que un tren llegaría. Sin embargo, el tren no llegaba. Dos, cinco, ocho minutos y ningún tren aparecía. El primer auto esquivó la barrera y pasó. El siguiente avanzó y tomó su lugar.

    Debería haber dicho que no, que no era posible, que no podía viajar. Decir lo que fuera. Pero no lo dije. Me di explicaciones a mí misma, una y mil veces, acerca de por qué, aunque debería haber dicho que no, terminé aceptando. El abismo atrae. A veces sin que seamos conscientes de esa atracción. Para algunos, atrae como un imán. Son los que pueden asomarse, mirar hacia abajo y sentirse capaces de saltar. Yo soy una de ellos. Capaz de soltarme en el vacío, de caer para ser —al fin— libre. Aunque se trate de una libertad inútil, una libertad que no tendrá después. Libre sólo en el instante que dure la caída.

    Entonces quizá no se trate de que haya aceptado porque no supe decir que no; tal vez, en el fondo, acepté porque quise. En un lugar íntimo y oscuro dentro de mí, allí donde ya no es posible conocerme a mí misma, yo quise. Incluso puede ser que lo haya estado esperando todo este tiempo. Mi propio abismo. Diecinueve años. Más, casi veinte. Esperar que algo, o alguien, que una fuerza a la que no pudiera oponerme, que una circunstancia irremediable e ineludible me obligara a volver. No una decisión propia que no habría podido tomar. El destino o el azar, no yo. Volver. Y volver no sólo a mi país, la Argentina, no sólo a la ciudad donde vivía, Temperley, sino al colegio Saint Peter. El regreso a una especie de mamushka que termina en ese micromundo: un colegio inglés del sur del conurbano, que quise y odié con la misma intensidad.

    El colegio Saint Peter. Todavía me cuesta decir su nombre, me cuesta hasta pensarlo. Sé que quien me importa ya no estará allí. Pero quizá sí alguien que yo conozca, o alguien que me conozca a mí. Y a él. Que sepa de nosotros cuando yo aún vivía en ese barrio. Aunque varios cambios físicos y cierta intervención sobre mi cuerpo me dan tranquilidad. Tengo la convicción de que podré pasar inadvertida. Hace unos cinco años me encontré con Carla Zabala —una madre del colegio que pertenecía al grupo de mis amistades más cercanas en aquellos años y aquel lugar al que me veo obligada a regresar— y no me reconoció. Fue en una de esas grandes tiendas, las dos esperábamos nuestro turno haciendo cola en la línea de cajas, una al lado de la otra. Ella me miró y con un muy mal inglés me preguntó algo sobre el precio de la prenda que llevaba. Yo me quedé muda, no pude responder. Carla esperó unos segundos pero ante mi demora no mostró ninguna reacción, simplemente le hizo la misma pregunta a la persona que estaba detrás de mí. Entonces comprobé lo que sabía por intuición: la que yo había sido ya no estaba, quien ese día hacía cola para pagar en una gran tienda de Boston no había estado nunca en Temperley, no conocía el colegio Saint Peter, no podía ser descubierta ni por Carla Zabala ni por nadie, sencillamente porque era otra.

    Yo misma no me reconozco cuando me busco en las fotos de aquella época. Sólo conservo tres fotos, las tres con él, de tres momentos distintos. Ninguna con Mariano. Ya casi no las miro, dejé de hacerlo para poder curarme. Robert me pidió que no las mirara más, y tenía razón. Un tiempo lo seguí haciendo, a escondidas. Pero una noche, al acostarme, me di cuenta de que se había ido el día entero sin que yo las mirara. Y luego pasaron otros dos días en que tampoco lo hice. Y luego una semana, un mes. Tiempo. Hasta que no las miré más. Sin embargo no me deshice de ellas. Ahora, hoy, en este avión que me devuelve al lugar de donde me fui, llevo cuatro fotos conmigo: aquellas tres y una en la que estoy con Robert, frente a nuestra casa. Pero tampoco las miro. Apenas las llevo, ni siquiera sé bien por qué.

    Ya no soy rubia, como la mayoría de las mujeres que mandaban a sus hijos al Saint Peter, ese colegio que tan bien conocí. Desde hace tiempo mi pelo es rojizo, casi pelirrojo. Bajé de peso, como diez kilos, o incluso un poco más. Nunca fui gorda, pero después de mi partida —de mi huida, debo reconocer— me puse escuálida, transparente, y jamás recuperé los kilos perdidos. No uso la misma ropa que el resto de aquellas mujeres, la que usábamos todas; soy —ahora, el día de mi regreso— una mujer americana, una mujer de Boston. Si hiciera frío podría llevar sombrero, algo impensable en Temperley. Mi voz, aquella voz, quedará oculta bajo las inflexiones de otro idioma que me esforzaré en exagerar cuando esté en zona de peligro. Y se oirá empañada por esta ronquera que me apareció el mismo día en que me fui del país. “Disfonía por estrés traumático”, dijo el médico cuando me hice ver en Boston, varias semanas después. Con los años se convirtió en disfonía crónica por el esfuerzo que suponen para las cuerdas vocales las muchas horas de clase. Ni siquiera mis ojos son los mismos. Y no sólo porque hayan mirado otras cosas, otros mundos. Tampoco porque no hayan mirado más este lugar al que hoy regreso. Si eso los hubiera cambiado, la modificación sería imperceptible. Lo habría notado únicamente yo, tal vez Robert: una cierta tristeza, el brillo más apagado, la demora con la que van los ojos de un objeto mirado a otro. Quizás entre esos cambios también se haya modificado el lugar tan propio de cada persona adonde van los ojos a buscar las palabras que uno no encuentra mientras habla. Mis ojos las buscan en el cielorraso; levanto la vista de costado y se cuelgan del techo, se detienen allí arriba, hasta que la palabra aparece. Robert las buscaba mirando al frente, allí las tenía, siempre a mano; mi madre —hoy lo sé— cerrando los párpados. ¿Dónde irán sus ojos, los de él, a buscar las palabras que no halla? No puedo recordarlo. Sin embargo no me refiero a ninguno de esos cambios sutiles, privados, difíciles de detectar excepto para quien está muy atento a cómo mira el otro. Me refiero a cambios más evidentes y más externos que hoy se le pueden hacer a una mirada, si uno lo desea. En cuanto mi oculista sugirió que me podía poner un color diferente en las lentes de contacto, dije que sí. Robert se espantó cuando me vio. Pero Robert era incapaz de contradecirme en nada, a menos que fuera algo que me hiciera daño. Así que si quería ojos marrones, entonces que los tuviera. Robert. A él le gustaban mis ojos celestes. A mí ya no. “Marrones será perfecto”, me dijo a pesar de su propio gusto. Cruzarme con Robert, contar con él cuando me instalé en Boston como me podría haber instalado en cualquier otro lugar del mundo, fue encontrar una tabla de salvación en el momento justo en que había decidido abandonarme a las olas y las mareas, dejarme ir.

En Boston doy clases de Español. Enseño Español a angloparlantes. "