28 de set. 2024

catedrales, fragment i 3

 




    Creo que cada uno de nosotros llega a la verdad que puede tolerar. Y, parado allí, no se atreve a dar otro paso. Es un límite que pone nuestro propio instinto de conservación. El mío, por más que me queda tan poco de vida, me permitió llegar sólo hasta lo que les cuento. Y no los perdono, ni a Julián ni a Carmen, por nada de lo que pasó antes y después de la muerte de Ana. No les disculpo que no hayan dicho lo que sabían, que hayan permitido que, durante treinta años, me pasara el día y la noche preguntándome quién había matado a mi hija y por qué.

    Permítanme una reflexión más. En la historia de Ana, hay una gran paradoja: para la ley, la única que cometió un delito es ella, porque abortó. Y los médicos que la ayudaron a abortar. Legalmente, yo, su padre, que permití que creciera en un ambiente donde no se podía mencionar la palabra “aborto”, no soy culpable de ningún delito. Ni su madre, que ponía la religión por encima de todo y de todos. Ni Julián, que la dejó morir sola. Ni Carmen.

    Hasta aquí lo que sé de la muerte de Ana. Espero haber hecho bien en contárselo. Sé que ustedes, juntos, podrán con esta verdad.

    Ahora hablemos del amor. Quiero confesarles que, a pocos meses de mi muerte, me enamoré. Creo que me enamoré por primera vez en la vida. Porque lo que siento no es comparable con lo que creí que fueron amores anteriores. Ni siquiera con lo que sentí hace muchos años por tu madre, tu abuela. Cuando Dolores y yo empezamos a estar juntos, éramos dos niños de quince años. Y luego seguimos casi por costumbre, por cariño, por imposibilidad de pensar que el amor era otra cosa. En cambio, ahora sé que sí. Me enamoré de Marcela, la amiga de Ana. Espero que no me reprochen la diferencia de edad. Sé que no lo van a hacer. Marcela no sabe que estoy enamorado de ella. O lo sabe, pero lo olvida. Porque, a partir de un golpe que recibió el día de la muerte de Ana, tiene una amnesia anterógrada que le impide recordar los nuevos sucesos de su vida. Por ejemplo, no puede recordar que ayer, o incluso hace unas horas, un señor mayor le dijo que la amaba. Que se lo dice cada día, cuando nos despedimos: “Yo te amo”. Y se lo seguiré diciendo hasta el día que me muera. A diferencia de otras cosas, le pido que esto no lo anote; anotar en una libreta es la única manera que tiene de “recordar”. Porque siento que así será libre, que cada día podrá decidir si ella también me ama o no, y yo tendré la oportunidad de ver, como un regalo repetido, ese brillo en sus ojos que sólo aparece cuando uno se sabe amado por primera vez.

    Marcela fue quien acompañó a Ana a hacer el aborto. Es en quien mi niña pudo confiar. Y Marcela no la defraudó. Estuvo con ella, le tomó la mano en aquella camilla, la ayudó a volver a casa. Ana murió en sus brazos, en la iglesia, mientras Marcela la acariciaba. Cómo no estar enamorado de ella.

    Y, por último, la fe. Sé que los dos son ateos. Hemos compartido lecturas que yo mismo les recomendé. Me alegro de que hayan tomado la decisión de cortar con las cadenas a las que estaban atados por mandato de una religión que les impuso nuestra familia. Hay que ser valiente para no creer en nada, yo estoy orgulloso de ustedes. Los admiro. Así y todo, antes de partir, debo confesarles que, aunque desde la razón me digo que no existe dios alguno, a veces dudo. O quiero dudar. Tal vez, si tuviera otra edad, o si no me hubieran diagnosticado un cáncer que me acerca cada día un poco más a la muerte, yo también me podría declarar ateo. Pero no lo hice a su tiempo, y hoy tengo ochenta años. Y me voy a morir en pocos días. Entonces, necesito creer. Deseo creer.

    Quizás la fe sea otra trampa ingenua, en una vida sostenida por distintas trampas ingenuas. Quisiera, cuando terminen mis días en la Tierra, sorprenderme con que sí hay algo más. Un lugar creado por el dios que sea, de la religión que sea. O por nosotros. Un lugar donde encontrarnos otra vez y para siempre. Puede ser el aire, o el agua, un atardecer o el corazón de los que quedan vivos. Que a ese “dios”, o como quieran llamarlo, cada uno le construya su propia catedral. Me imagino que la catedral de Marcela sería una construida con mariposas negras. La de Ana, una empapelada con sus dibujos. La de Lía, una catedral en la que los ladrillos de las paredes sean libros; ladrillos móviles, que puedan retirarse para ser leídos sin que la catedral se venga abajo. La de Mateo, una hecha de preguntas, donde un signo de interrogación se engancha con otro en una cadena sin fin. La mía, una catedral levantada con las palabras que quiero llevar conmigo a donde vaya. En las paredes estamparé algunas de las que más me gustan: “santarritas” y “buganvillas”, por ejemplo. Y sus nombres, “Lía”, “Mateo”.

    Allí estaré. Tal vez, algún día, nos encontremos en mi catedral o en la de ustedes. Y ojalá que, convertidos en lo que entonces seamos, podamos reconocernos por nuestra esencia, por lo que fuimos, por lo que siempre seremos.

    Espero volver a verlos. Y a Ana, mi pimpollo, que no mereció morir. Si no, será que ustedes, mis ateos queridos, son los que tienen razón y luego de esta vida, mal que me pese, no hay nada más.

    Los quiero, siempre.

Alfredo"

Cap comentari:

Publica un comentari a l'entrada