"Llegué a Cárdenas a buena hora, pero preferí avisar a Mariola al día siguiente. Ni por asomo quería que pensara que no era capaz de defenderme por mí misma. Junto a la estación de trenes vi filas y filas de taxis que la gente tomaba sin formar cola. Pensé en coger uno; después me dije que no podía malgastar el dinero así como así. También descarté el metro porque temía perderme entre tantas líneas –azules, rojas, grises y verdes, entrecruzándose una vez y otra–. Con la dirección en la mano y consultando los planos que había en las paradas de autobús, anduve unos ocho o diez kilómetros hasta que encontré la calle que buscaba. La pensión ocupaba un bajo húmedo y destartalado de un edificio antiguo. La habitación simple, tal como me había dicho Mariola, costaba treinta euros por noche. La colcha olía a detergente barato, el suelo a lejía y el lavabo estaba más bien roñoso. Para usar la bañera y el retrete había que ir a un cuartucho al final del pasillo, de uso compartido para tres o cuatro habitaciones. Ella aseguraba que por ese precio no se podía encontrar nada mejor. Para mí estaba bien, pero pensé en lo que dirían mis padres si me vieran allí. Quizá ellos creían que Mariola vivía en un ático lujoso o en un moderno estudio en el centro, cuando lo cierto es que ni siquiera tenía una cama en la que alojarme.
Aquella primera noche apenas pegué ojo. Mi ventana estaba frente a la puerta trasera de un garito, un bar de copas que parecía también un salón de juegos. Durante toda la noche tuve que oír la entrada y salida del personal, cómo sacaban contenedores de basura sin dejar de pegar voces y hasta una pelea entre –creo– dos chinos que chillaban como si los estuviesen acuchillando. Me sentía nerviosa y demasiado cansada para poder dormir. Puse el despertador a las ocho, pero no fue necesario. A las siete y media ya había amanecido, yo ya me había vestido y estaba a punto de salir a la calle cuando la encargada de la pensión, una mujerona mulata, me detuvo en el portalillo.
–Ties que pagar antes de irte.
–Vuelvo luego –prometí–. Aún no me voy. Vuelvo luego.
–Ties que pagar antes de irte. Noche que pases aquí, noche que pagas.
La encargada era así de rotunda. La noche anterior ya me había dicho que no podía llevar compañía –«si traes muchacho pagas doble»– y que si quería que me limpiasen la habitación y cambiasen las toallas tenía que pagar cinco euros más por día –«ties que avisar antes de las diez»–. Me escrutaba con sus ojos achocolatados y sanguinolentos, tan fijamente que no quedaba más opción que someterse. Saqué el dinero de mala gana y se lo entregué sin mirarla a los ojos. Ella lo inspeccionó y se lo guardó en uno de los bolsillos de la bata, haciendo un gesto con la cabeza para que saliese de una vez por todas de su vista.
La primera mañana desayuné en el Vips. Era demasiado caro para mi presupuesto, pero también lo suficientemente anónimo, y yo no tenía ganas de que la gente se fijase en mí. Con todo, la camarera que me atendió me miró de arriba abajo, como preguntándose de dónde había salido. Devoré mi tostada protegida por un periódico que alguien había dejado sobre la mesa. De reojo miré a las demás chicas que desayunaban solas. Parecían independientes, seguras de sí mismas, poderosas y también un poco hombrunas. Todas llevaban botas anchas, de piel arrugada y con lazada atrás, sin tacón. Al compararlas con las mías, un malestar se me instaló en mitad del estómago. Cuando terminé de desayunar llamé a Mariola. Me dijo que acababa de levantarse; se sentía pesada y un poco mareada; su chico se había ido a trabajar y no regresaría hasta la tarde; ella había quedado con aquel otro tipo a las doce y media; nosotras podríamos encontrarnos a las once, en la puerta de la pensión. Todavía me sobraban más de dos horas.
Caminé toda la calle Central hacia abajo y después me desvié por la zona de Casielles. Hacía un frío intenso, cortante. Me gustaron los adornos de las calles, las luces de Navidad –apagadas a esa hora–, los llamativos escaparates llenos, entre otras cosas, de botas anchas de piel arrugada y con lazada atrás, todas mucho más caras de lo que yo podía permitirme. La marea de gente avanzaba a un lado y otro, sin mirarse ni mirarme. En cada esquina había decenas de tipos con carteles colgando del pecho: COMPRO ORO, VENDO ORO. Algunos rumanos, con sus muelas doradas, renegridos, se frotaban las manos enguantadas y murmuraban para sus adentros en su extraño lenguaje. Todo, incluso eso, me gustaba.
Sobrepasé el Ayuntamiento, el mercado de San Lázaro y la Lateral. Después abrieron las tiendas y di la vuelta para buscar unas medias que había visto en una mercería, un establecimiento que no se llamaba «mercería», como el nuestro, sino Hebras y Texturas, lo cual sonaba mucho mejor. Las medias me costaron cuatro euros. Eran muy originales, con rombos morados y verdes y un encaje en los talones y en las puntas. En nuestra tienda no las hubiésemos vendido nunca, no sólo porque nunca nos llegaban artículos así, sino porque no habríamos tenido a quien vendérselas. Las dependientas empezaban a sacar a la calle los Papás Noeles luminosos y sus letreros con espumillones y borlas. Yo me sentía eufórica.
Era imposible imaginar lo que pasaría tan sólo unas horas después. Rememorar aquel paseo –las calles que recorrí, los escaparates ante los que me detuve, los adornos que vi sacar y encender, el gentío, las medias– es una muestra de que el mundo sigue latiendo con tranquilidad incluso cuando todo parece acelerarse. El mundo es impasible ante cualquier cosa que suceda, por inusual, horrible o cruel que ésta sea. Visto así, el mundo no tiene mucho que ver, realmente, con nosotros."
Mala hierba
Sara Mesa
Anagrama, 2016
páginas 98-101
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