por Roberto Bolaño
"Mi cocina literaria es, a menudo, una pieza vacía en donde ni siquiera hay
ventanas. A mí me gustaría, por supuesto, que hubiera algo, una lámpara, algunos libros, un ligero aroma de valentía, pero la verdad es que no hay nada.
A veces, sin embargo, cuando soy víctima de
irrefrenables ataques de optimismo (que finalizan, por otra parte, en alergias
espantosas) mi cocina literaria se transforma en un castillo medieval (con
cocina) o en un departamento en Nueva York (con cocina y vistas de privilegio)
o en una ruca en los faldeos cordilleranos (sin cocina, pero con una fogata).
Metido en estos trances generalmente hago lo que hace toda la gente: pierdo el
equilibrio y pienso que soy inmortal. No quiero decir inmortal literariamente hablando,
pues esto sólo lo puede pensar un imbécil y a tanto no llego, sino literalmente
inmortal, como los perros y los niños y los buenos ciudadanos que aún no se han
enfermado. Por suerte, o por desgracia, todo ataque de optimismo tiene un
principio y un final. Si no tuviera final, el ataque de optimismo se
convertiría en vocación política. O en mensaje religioso. Y de ahí a sepultar
libros (prefiero no decir "quemarlos" porque sería exagerar) hay un
solo paso. Lo cierto es que, al menos en mi caso, los ataques de optimismo se
acaban, y con ellos se acaba la cocina literaria, se desvanece en el aire la
cocina literaria, y sólo quedo yo, convaleciente, y un ligerísimo aroma de
ollas sucias, platos mal rebañados, salsas podridas.
La cocina literaria, me digo a veces, es una
cuestión de gusto, es decir es un campo en donde la memoria y la ética (o la
moral, si se me permite usar esta palabra) juegan un juego cuyas reglas
desconozco. El talento y la excelencia contemplan, absortas, el juego, pero no
participan. La audacia y el valor sí participan, pero sólo en momentos
puntuales, lo que equivale a decir que no participan en exceso. El sufrimiento
participa, el dolor participa, la muerte participa, pero con la condición de
que jueguen riéndose. Digamos, como un detalle inexcusable de cortesía.
Mucho más importante que la cocina literaria
es la biblioteca literaria (valga la redundancia). Una biblioteca es mucho más
cómoda que una cocina. Una biblioteca se asemeja a una iglesia mientras que una
cocina cada día se asemeja más a una morgue. Leer, lo dijo Gil de Biedma, es
más natural que escribir. Yo añadiría, pese a la redundancia, que también es
mucho más sano, digan lo que digan los oftalmólogos. De hecho, la literatura es
una larga lucha de redundancia en redundancia, hasta la redundancia final.
Si tuviera que escoger una cocina literaria
para instalarme allí durante una semana, escogería la de una escritora, con la
salvedad de que esa escritora no fuera chilena. Viviría muy a gusto en la
cocina de Silvina Ocampo, en la de Alejandra Pizarnik, en la de la novelista y
poeta mexicana Carmen Boullosa, en la de Simone de Beauvoir. Entre otras
razones, porque son cocinas que están más limpias.
Algunas noches sueño con mi cocina literaria.
Es enorme, como tres estadios de fútbol, con techos abovedados y mesas
interminables en donde se amontonan todos los seres vivos de la tierra, los
extinguidos y los que dentro de no mucho se extinguirán, iluminada de forma
heterodoxa, en algunas zonas con reflectores antiaéreos y en otras con teas, y
por supuesto no faltan zonas oscuras en donde solamente se vislumbran sombras
anhelantes o amenazantes, y grandes pantallas en las cuales se observan, con el
rabillo del ojo, películas mudas o exposiciones de fotos, y en el sueño, o en la
pesadilla, yo me paseo por mi cocina literaria y a veces enciendo un fogón y me
preparo un huevo frito, incluso a veces una tostada. Y después me despierto con
una enorme sensación de cansancio.
No sé lo que se debe hacer en una cocina
literaria, pero sí sé lo que no se debe hacer. No se debe plagiar. El plagiario
merece que lo cuelguen en la plaza pública. Esto lo dijo Swift, y Swift, como
todos sabemos, tenía más razón que un santo.
Así que este punto queda claro: no se debe
plagiar, a menos que desees que te cuelguen de la plaza pública. Aunque a los
plagiarios, hoy en día, no los cuelgan. Por el contrario, reciben becas,
premios, cargos públicos, y, en el mejor de los casos, se convierten en
best-sellers y líderes de opinión. Qué término más extraño y feo: líder de
opinión. Supongo que significará lo mismo que pastor de rebaño, o guía
espiritual de los esclavos, o poeta nacional, o padre de la patria, o madre de
la patria, o tío político de la patria.
En mi cocina literaria ideal vive un
guerrero, al que algunas voces (voces sin cuerpo ni sombra) llaman escritor.
Este guerrero está siempre luchando. Sabe que al final, haga lo que haga, será
derrotado. Sin embargo recorre la cocina literaria, que es de cemento, y se
enfrenta a su oponente sin dar ni pedir cuartel."
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