Para contar
historias
por Gabriel García Márquez
"Empiezo por decirles que esto de los talleres
se me ha convertido en un vicio. Yo lo único que he querido hacer en mi vida -y
lo único que he hecho más o menos bien- es contar historias. Pero nunca imaginé
que fuera tan divertido contarlas colectivamente. Les confieso que para mí la
estirpe de los griots, de los cuenteros, de esos venerables ancianos que
recitan apólogos y dudosas aventuras de “Las mil y una noches” en los zocos
marroquíes, esa estirpe, es la única que no está condenada a cien años de
soledad ni a sufrir la maldición de Babel. Era una lástima que nuestro esfuerzo
quedara confinado a estas cuatro paredes, a los contados participantes de uno u
otro taller. Bueno, les anuncio que muy pronto romperemos el cascarón. Nuestras
reflexiones y discusiones, que hemos tenido el cuidado de grabar, se
transcribirán y serán publicadas en libro, el primero de los cuales se titulará
“Cómo se cuenta un cuento”. Muchos lectores podrán compartir entonces nuestras
búsquedas y además nosotros mismos, gracias a la letra impresa, podremos seguir
paso a paso el proceso creador con sus saltos repentinos o sus minúsculos
avances y retrocesos.
Hasta ahora me había parecido difícil, por no
decir imposible, observar en detalle los caprichosos vaivenes de la
imaginación, sorprender el momento exacto en que surge una idea, como el
cazador que descubre de pronto en la mirilla de su fusil el instante preciso en
que salta la liebre. Pero con el texto delante creo que será fácil hacer eso.
Uno podrá volver atrás y decir: “Aquí mismo fue”. Porque uno se dará cuenta de
que a partir de ahí -de esa pregunta, ese comentario, esa inesperada sugerencia- fue cuando la
historia dio un vuelco, tomó forma y se encauzó definitivamente. (…)
Estamos aquí para contar historias. Lo que
nos interesa aprender aquí es cómo se arma un relato, cómo se cuenta un cuento.
Me pregunto, sin embargo, hablando con entera franqueza, si eso es algo que se
pueda aprender. No quisiera descorazonar a nadie, pero estoy convencido de que
el mundo se divide entre los que saben contar historias y los que no, así como,
en un sentido más amplio, se divide entre los que cagan bien y los que cagan
mal, o, si la expresión les parece grosera, entre los que obran bien y los que
obran mal, para usar un piadoso eufemismo mexicano. Lo que quiero decir es que
el cuentero nace, no se hace. Claro que el don no basta. A quien sólo tiene la
aptitud pero no el oficio, le falta mucho todavía: cultura, técnica, experiencia...
Eso sí: posee lo principal. Es algo que recibió de la familia, probablemente no
sé si por la vía de los genes o de las conversaciones de sobremesa. Esas
personas que tienen aptitudes innatas suelen contar hasta sin proponérselo, tal
vez porque no saben expresarse de otra manera. Yo mismo, para no ir más lejos,
soy incapaz de pensar en términos abstractos. De pronto me preguntan en una
entrevista cómo veo el problema de la capa de ozono o qué factores, a mi
juicio, determinarán el curso de la política latinoamericana en los próximos
años, y lo único que se me ocurre es contarles un cuento. Por suerte, ahora se
me hace mucho más fácil, porque además de la vocación tengo la experiencia y
cada vez logro condensarlos más y por tanto aburrir menos.
La mitad de los cuentos con que inicié mi
formación se los escuché a mi madre. Ella tiene ahora ochenta y siete años y
nunca oyó hablar de discursos literarios, ni de técnicas narrativas, ni de nada
de eso, pero sabía preparar un golpe de efecto, guardarse un as en la manga
mejor que los magos que sacan pañuelitos y conejos del sombrero. Recuerdo
cierta vez que estaba contándonos algo, y después de mencionar a un tipo que no
tenía nada que ver con el asunto, prosiguió su cuento tan campante, sin volver
a hablar de él, hasta que casi llegando al final, ¡paff!, de nuevo el tipo
-ahora en primer plano, por decirlo así-, y todo el mundo boquiabierto, y yo
preguntándome, ¿dónde habrá aprendido mi madre esa técnica, que a uno le toma
toda una vida aprender? Para mí, las historias
son como juguetes y armarlas de una forma u otra es como un juego. Creo que si
a un niño lo pusieran ante un grupo de juguetes con características distintas,
empezaría jugando con todos pero al final se quedaría con uno. Ese uno sería la
expresión de sus aptitudes y su vocación. Si se dieran las condiciones para que
el talento se desarrollara a lo largo de toda una vida, estaríamos descubriendo
uno de los secretos de la felicidad y la longevidad. El día que descubrí que lo
único que realmente me gustaba era contar historias, me propuse hacer todo lo
necesario para satisfacer ese deseo. Me dije: esto es lo mío, nada ni nadie me
obligará a dedicarme a otra cosa. No se imaginan ustedes la cantidad de trucos,
marrullerías, trampas y mentiras que tuve que hacer durante mis años de
estudiante para llegar a ser escritor, para poder seguir mi camino, porque lo
que querían era meterme a la fuerza por otro lado. Llegué inclusive a ser un
gran estudiante para que me dejaran tranquilo y poder seguir leyendo poesías y
novelas, que era lo que a mí me interesaba. Al final del cuarto año de
bachillerato -un poco tarde, por cierto- descubrí una cosa importantísima, y es
que si uno pone atención a la clase después no tiene que estudiar ni estar con
la angustia permanente de las preguntas y los exámenes. A esa edad, cuando uno
se concentra lo absorbe todo como una esponja. Cuando me di cuenta de eso hice
dos años -el cuarto y el quinto- con calificaciones máximas en todo. Me
exhibían como un genio, el joven de 5 en todo, y a nadie le pasaba por la
cabeza que eso yo lo hacía para no tener que estudiar y seguir metido en mis
asuntos. Yo sabía muy bien lo que me traía entre manos.
Modestamente, me considero el hombre más
libre del mundo -en la medida en que no estoy atado a nada ni tengo compromisos
con nadie- y eso se lo debo a haber hecho durante toda la vida única y
exclusivamente lo que he querido, que es contar historias. Voy a visitar a unos
amigos y seguramente les cuento una historia; vuelvo a casa y cuento otra, tal
vez la de los amigos que oyeron la historia anterior; me meto en la ducha y,
mientras me enjabono, me cuento a mí mismo una idea que venía dándome vueltas
en la cabeza desde hacía varios días... Es decir, padezco de la bendita manía
de contar. Y me pregunto: esa manía, ¿se puede trasmitir? ¿Las obsesiones se
enseñan? Lo que sí puede hacer uno es compartir experiencias, mostrar
problemas, hablar de las soluciones que encontró y de las decisiones que tuvo
que tomar, por qué hizo esto y no aquello, por qué eliminó de la historia una
determinada situación o incluyó un nuevo personaje... ¿No es eso lo que hacen
también los escritores cuando leen a otros escritores? Los novelistas no leemos
novelas sino para saber cómo están escritas. Uno las voltea, las desatornilla,
pone las piezas en orden, aísla un párrafo, lo estudia, y llega un momento en
que puede decir: “Ah, sí, lo que hizo éste fue colocar al personaje aquí y
trasladar esa situación para allá, porque necesitaba que más allá...” En otras
palabras, uno abre bien los ojos, no se deja hipnotizar, trata de descubrir los
trucos del mago. La técnica, el oficio, los trucos son cosas que se pueden
enseñar y de las que un estudiante puede sacar buen provecho. Y eso es todo lo
que quiero que hagamos en el taller: intercambiar experiencias, jugar a
inventar historias, y en el ínterin ir elaborando las reglas del juego.
Éste es el sitio ideal para intentarlo. En
una cátedra de literatura, con un señor sentado allá arriba soltando
imperturbable un rollo teórico, no se aprenden los secretos del escritor. El
único modo de aprenderlos es leyendo y trabajando en taller. Es aquí donde uno
ve con sus propios ojos cómo crece una historia, cómo se va descartando lo
superfluo, cómo se abre de pronto un camino donde sólo parecía haber un
callejón sin salida... Por eso no deben traerse aquí historias muy complejas o
elaboradas, porque la gracia del asunto consiste en partir de una simple
propuesta, no cuajada todavía, y ver si entre todos somos capaces de
convertirla en una historia (…)
Por lo pronto uno tiene que tener muy claro
cuál es la historia que quiere contar. Partiendo de ahí, tiene que estar
dispuesto a luchar por ella con uñas y dientes, o bien, llegado el caso, ser
suficientemente flexible y reconocer que tal como uno la imagina, la historia
no tiene posibilidades de desarrollo, por lo menos a través del lenguaje
audiovisual. Esa mezcla de intransigencia y flexibilidad suele manifestarse en
todo lo que uno hace, aunque a menudo adopte formas distintas. (…) Cuando estoy
escribiendo una novela me atrinchero en mi mundo y no comparto nada con nadie.
Soy de una arrogancia, una prepotencia y una vanidad absolutas. ¿Por qué?
Porque creo que es la única manera que tengo de proteger al feto, de garantizar
que se desarrolle como lo concebí. Ahora bien, cuando termino o considero casi
terminada una primera versión, siento la necesidad de oír algunas opiniones y
les paso los originales a unos pocos amigos. Son amigos de muchos años, en
cuyos criterios confío y a quienes pido, por tanto, que sean los primeros
lectores de mis obras. Confío en ellos no porque acostumbren a celebrarlas
diciendo qué bien, qué maravilla, sino porque me dicen francamente qué
encuentran mal, qué defectos les ven, y sólo con eso me prestan un enorme
servicio. Los amigos que sólo ven virtudes en lo que escribo podrán leerme con
más calma cuando ya el libro esté editado; los que son capaces de ver también
defectos, y de señalármelos, ésos son los lectores que necesito antes. Claro que
siempre me reservo el derecho de aceptar o no las críticas, pero lo cierto es
que no suelo prescindir de ellas. (…)
Alguien me preguntó si no sería posible matar
dos pájaros de un tiro asistiendo por las mañanas al taller de fotografía
submarina que se está realizando aquí mismo, y le contesté que no me parecía
una buena idea. Si uno quiere ser escritor tiene que estar dispuesto a serlo
veinticuatro horas al día, los trescientos sesenta y cinco días del año. ¿Quién
fue el que dijo aquello de que si me llega la inspiración me encontrará
escribiendo? Ése sabía lo que decía. Los diletantes pueden darse el lujo de
mariposear, de pasarse la vida saltando de una cosa a otra sin ahondar en ninguna,
pero nosotros no. El nuestro es un oficio de galeotes, no de diletantes."
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