13 de febr. 2017

bibliomanía

Bibliomania és el títol d'un conte que Gustave Flaubert va escriure quan tenia entre 15 i 16 anys. En el mateix, Flaubert explica la història truculenta d'un llibreter de Barcelona que, obsessionat pels llibres, no dubta a arribar fins al crim.

“En una calle de Barcelona, estrecha y sin sol, vivía, hace poco tiempo, uno de esos hombres de aspecto pálido, sin brillo en los ojos, vacío, uno de esos seres satánicos y extraños, como los que Hoffmann desenterraba en sus sueños. Era Giacomo el librero; tenía treinta años, y ya aparentaba viejo y gastado. Era alto, pero encorvado como un anciano; su cabello era largo, pero blanco; sus manos eran fuertes y nerviosas, pero resecas y cubiertas de arrugas; su traje era miserable y desigual; tenía un aire patoso y avergonzado, su rostro era pálido, triste, feo, e incluso insignificante. Rara vez se le veía en las calles, excepto los días en que se subastaban libros raros y curiosos. Entonces, ya no era el mismo hombre indolente y ridículo. Sus ojos se animaban, corría, caminaba, pataleaba; apenas podía contener su alegría, sus inquietudes, sus angustias y sus dolores. Regresaba a su casa jadeante, sin aliento. Tomaba el preciado libro, lo acariciaba con su mirada, lo contemplaba y lo amaba, como un avaro a su tesoro, un padre a su hija, un rey a su corona.  Este hombre nunca había hablado con nadie, a excepción de los libreros y anticuarios.  Era taciturno y soñador, oscuro y triste; sólo tenía una idea, un amor, una pasión: los libros.  Y ese amor, esa pasión le ardía dentro, consumía sus días,  devoraba su existencia.  A menudo, por la noche, los vecinos veían, a través de las ventanas del librero, una luz vacilante, luego avanzaba,  se alejaba,  subía, y algunas veces se extinguía. Entonces oían llamar a su puerta, y era Giacomo que venía a encender de nuevo la vela que una hoja había apagado.  Esas noches febriles y ardientes, las pasaba entre sus libros; corría por sus almacenes, vagaba extasiado y encantado por las galerías de su biblioteca, luego se detenía, con el cabello alborotado, los ojos fijos y brillantes. Sus manos temblaban al tocar la madera de los estantes; estaban calientes y húmedas.  Cogía un libro, pasaba las páginas,  palpaba el papel,  examinaba los dorados, la cubierta, las letras, la tinta, los pliegues, y el arreglo de los diseños de la palabra fin.  Después lo cambiaba de sitio, lo depositaba en un estante más elevado, y se quedaba durante horas mirando el título y la forma. A continuación iba hacia sus manuscritos, que eran sus preferidos; cogía uno, el más antiguo, el más gastado, el más sucio; miraba el pergamino con amor y felicidad;  sentía el polvo santo y venerable; luego las ventanas de su nariz se inflaban de alegría y orgullo, y una sonrisa aparecía en sus labios. ¡Oh!  Este hombre era feliz;  feliz en medio de toda esa ciencia,  aunque apenas comprendía el alcance moral y el valor literario;  era feliz en medio de todos esos libros, paseaba sus ojos sobre las letras doradas, sobre las páginas usadas, sobre el pergamino manchado.  Amaba la ciencia como un ciego ama el día.  ¡No! No era la ciencia lo que él amaba, eran su forma y su expresión.  Amaba a un libro, porque era un libro;  amaba su olor,  su forma,  su título. Lo que él amaba en un manuscrito, era su fecha antigua ilegible, las letras góticas, raras y extrañas, los recargados dorados de sus dibujos; eran sus páginas cubiertas de polvo, del cual inhalaba con deleite la fragancia suave y tierna.  Era esa bonita palabra final, rodeada por dos cupidos portados sobre una cinta, apoyada sobre una fuente, grabada sobre una lápida, o reposando en una cesta entre las rosas, manzanas de oro y ramos de flores azules. Esta pasión le había absorbido por entero: apenas comía, no dormía, pero soñaba días y noches enteras con su idea fija: los libros.  Soñaba con todo lo que debía tener de divino, de sublime y de hermoso una biblioteca real, y soñaba con hacerse una tan grande como la de un rey. ¡Cómo respiraba a gusto, qué orgulloso y poderoso se sentía cuando clavaba su mirada en las inmensas galerías donde sus ojos se perdían en los libros! ¿Levantaba la cabeza? ¡Libros! ¿La bajaba? ¡Libros! A la derecha, a la izquierda, ¡más libros!  En Barcelona lo tenían por extraño e infernal, por un sabio o un hechicero. Apenas sabía leer. Nadie osaba hablarle, pues su aspecto era severo y pálido; parecía malvado y traicionero, y aunque jamás tocó a un niño para hacerle daño; también es cierto que nunca dio limosna. Guardaba todo su dinero, todos sus bienes, todas sus emociones para los libros; había sido monje y, por ellos, abandonó a Dios. Más tarde sacrificó lo que los hombres valoran más, después de su Dios: el dinero; y luego les dio lo más preciado, después del dinero: su alma. Sobre todo desde hacía algún tiempo, sus vigilias eran más largas. Se veía más tarde su lámpara de noche que ardía sobre sus libros; es que tenía un nuevo tesoro: un manuscrito. Una mañana entró en su tienda un joven estudiante de Salamanca.  Parecía rico,  pues dos lacayos guardaban su mula a la puerta de Giacomo.  Tenía un birrete de terciopelo rojo, y en sus dedos brillaban sortijas. Sin embargo, no tenía ese aire de suficiencia y de nulidad habitual en las personas que tienen criados con galones, ropas finas y la cabeza hueca. No, ese hombre era un sabio, pero un sabio rico, como se suele decir un hombre que,  en París,  escribe sobre una mesa de caoba, tiene libros con cantos dorados, zapatillas bordadas, curiosidades chinas, un albornoz, un péndulo de oro, un gato que duerme sobre su alfombra y dos o tres mujeres que le hacen leer sus versos,  su prosa y sus cuentos,  diciéndole: Usted tiene ingenio,  y al que en realidad consideran un simplón.  Las formas de ese señor eran elegantes.  Al entrar saludó al librero, hizo una gran reverencia y le dijo con un tono afable:

— ¿No tiene usted aquí manuscritos, maestro?  

El librero se incomodó, y respondió balbuceante:

—Pero, mi señor, ¿quién se lo ha dicho?

— Nadie,  pero lo supongo.  

Y depositó sobre la mesa del librero una bolsa llena de oro, que hizo sonar sonriente, cual hombre que toca el dinero del cual es dueño.

—Señor, respondió Giacomo, es verdad que tengo, pero no los vendo; los guardo.

— ¿Y por qué? ¿Qué hace con ellos?

— ¿Por qué, mi señor? –entonces se puso rojo de cólera. ¿Que qué hago? ¡Oh! No, ¡usted desconoce lo que es un manuscrito!

—Perdón, maestro Giacomo, si lo sé, ¡y como prueba le diré que usted tiene aquí la Crónica de Turpin!

— ¿Yo? ¡Oh! Le han engañado, mi señor.

—No, Giacomo, respondió el caballero, tranquilícese; no quiero robárselo, sino comprárselo.

— ¡Jamás!

— ¡Oh! Me lo venderá, respondió el estudiante, porque lo tiene aquí, se vendió en Ricciami el día de su muerte.

—Pues bien, sí señor, lo tengo; es mi tesoro, es mi vida. ¡Oh! ¡No me lo arrebataréis! Escuche, le voy a confiar un secreto.  Baptisto, lo conoce,  Baptisto, el librero que reside en la plaza Real, mi rival y mi enemigo, pues bien, ¡él no lo tiene, él, y yo sí lo tengo!

— ¿Cuánto vale para usted?  

Giacomo se detuvo un momento y respondió orgulloso:
—Doscientas monedas de oro, mi señor.  

Miró al joven hombre con aire triunfante, pareciendo quererle decir: «Ya se puede ir, es demasiado caro, y no lo venderé por menos». Se equivocó, porque, le mostró la bolsa:

—Aquí tiene trescientas, dijo.

Giacomo palideció; estuvo a punto de desmayarse.

— ¿Trescientas monedas de oro?, repitió, pero yo soy un loco, mi señor; no lo vendería por cuatrocientas.  

El estudiante se echó a reír y, hurgando en su bolsillo, sacó otras dos bolsas:

—Pues bien, Giacomo, aquí hay quinientas. ¡Oh! ¿No, no quieres venderlo, Giacomo? Pero yo lo tendré, lo tendré hoy, ahora, lo necesito. ¡Aunque tuviera que vender este anillo, regalado por un largo beso de amor, aunque tuviera que vender mi espada guarnecida de diamantes, mis hoteles y mis palacios, aunque tuviera que vender mi alma! Necesito ese libro. ¡Si, lo necesito a toda costa, a cualquier precio! En ocho días defiendo una tesis en Salamanca. Necesito ese libro para ser doctor; tengo que ser doctor para ser arzobispo; ¡necesito la púrpura sobre los hombros para tener la tiara en la frente!

Giacomo se acercó a él y lo observó con admiración y respeto como si fuera el único hombre que lo hubiese comprendido.

—Escucha, Giacomo, interrumpió el caballero, voy a decirte un secreto que te traerá fortuna y felicidad. Aquí hay un hombre, ese hombre reside en el barrio de los árabes; tiene un libro; es el Misterio de San Miguel.
— ¿El Misterio de San Miguel?, dijo Giacomo con un grito de alegría; ¡oh! Gracias, me ha salvado la vida.

— ¡Rápido! Dame la Crónica de Turpin.

Giacomo corrió hacia un estante; luego se detuvo de repente, trató de palidecer, y dijo con asombro:

—Pero, mi señor, no lo tengo.

— ¡Oh! Giacomo, tus tretas son muy burdas, y tus miradas traicionan tus palabras.

— ¡Oh! Mi señor, se lo juro; no lo tengo.

— ¡Vamos! Eres un viejo loco, Giacomo; ten, aquí tienes seiscientas monedas de oro.

 Giacomo cogió el manuscrito y se lo dio al joven hombre:

—Tenga cuidado, dijo, en tanto el joven se alejaba riendo y decía a sus siervos mientras montaba en su mula:

—Sabéis que vuestro amo es un tonto, pero acaba de engañar a un imbécil. ¡El idiota de monje tosco! repetía riendo, ¡cree que voy a ser Papa! Y el pobre Giacomo quedó triste y desesperado, apoyando su frente brillante sobre las baldosas de su tienda, llorando de rabia, y observando con pena y dolor su manuscrito, objeto de sus cuidados y de su afecto, que llevaban los groseros siervos del caballero.

— ¡Oh! ¡Maldito seas, hombre del infierno! ¡Maldito seas! Maldito cien veces, tú que me has robado todo lo que amaba sobre la tierra, donde ya no podré vivir. ¡Sé que me ha engañado, el infame, me ha engañado! Si es así, ¡oh!, me vengaré. ¡No! Corramos rápido al barrio de los árabes. Si ese hombre me reclamara una suma que no tengo, ¿qué haré entonces? ¡Oh! ¡Es para morirse!

Coge el dinero que el estudiante había dejado sobre su escritorio y sale corriendo. A su paso por las calles, no veía nada de lo que lo rodeaba; todo pasaba delante de él como una fantasmagoría de la cual no entendía el enigma; no oía ni el caminar de los transeúntes, ni el sonido de las ruedas sobre los adoquines; no pensaba, no soñaba, sólo veía una cosa: los libros.“

Bibliomanía
Gustave Flaubert

fragment

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