Bibliomania és el títol d'un conte que Gustave Flaubert va escriure quan
tenia entre 15 i 16 anys. En el mateix, Flaubert explica la història truculenta
d'un llibreter de Barcelona que, obsessionat pels llibres, no dubta a arribar
fins al crim.
“En una calle de Barcelona,
estrecha y sin sol, vivía, hace poco tiempo, uno de esos hombres de aspecto
pálido, sin brillo en los ojos, vacío, uno de esos seres satánicos y extraños,
como los que Hoffmann desenterraba en sus sueños. Era Giacomo el librero; tenía
treinta años, y ya aparentaba viejo y gastado. Era alto, pero encorvado como un
anciano; su cabello era largo, pero blanco; sus manos eran fuertes y nerviosas,
pero resecas y cubiertas de arrugas; su traje era miserable y desigual; tenía
un aire patoso y avergonzado, su rostro era pálido, triste, feo, e incluso
insignificante. Rara vez se le veía en las calles, excepto los días en que se subastaban
libros raros y curiosos. Entonces, ya no era el mismo hombre indolente y
ridículo. Sus ojos se animaban, corría, caminaba, pataleaba; apenas podía
contener su alegría, sus inquietudes, sus angustias y sus dolores. Regresaba a
su casa jadeante, sin aliento. Tomaba el preciado libro, lo acariciaba con su
mirada, lo contemplaba y lo amaba, como un avaro a su tesoro, un padre a su
hija, un rey a su corona. Este hombre
nunca había hablado con nadie, a excepción de los libreros y anticuarios. Era taciturno y soñador, oscuro y triste; sólo
tenía una idea, un amor, una pasión: los libros. Y ese amor, esa pasión le ardía dentro,
consumía sus días, devoraba su
existencia. A menudo, por la noche, los
vecinos veían, a través de las ventanas del librero, una luz vacilante, luego
avanzaba, se alejaba, subía, y algunas veces se extinguía. Entonces
oían llamar a su puerta, y era Giacomo que venía a encender de nuevo la vela
que una hoja había apagado. Esas noches
febriles y ardientes, las pasaba entre sus libros; corría por sus almacenes,
vagaba extasiado y encantado por las galerías de su biblioteca, luego se
detenía, con el cabello alborotado, los ojos fijos y brillantes. Sus manos
temblaban al tocar la madera de los estantes; estaban calientes y húmedas. Cogía un libro, pasaba las páginas, palpaba el papel, examinaba los dorados, la cubierta, las
letras, la tinta, los pliegues, y el arreglo de los diseños de la palabra fin. Después lo cambiaba de sitio, lo depositaba en
un estante más elevado, y se quedaba durante horas mirando el título y la
forma. A continuación iba hacia sus manuscritos, que eran sus preferidos; cogía
uno, el más antiguo, el más gastado, el más sucio; miraba el pergamino con amor
y felicidad; sentía el polvo santo y
venerable; luego las ventanas de su nariz se inflaban de alegría y orgullo, y
una sonrisa aparecía en sus labios. ¡Oh! Este hombre era feliz; feliz en medio de toda esa ciencia, aunque apenas comprendía el alcance moral y el
valor literario; era feliz en medio de todos
esos libros, paseaba sus ojos sobre las letras doradas, sobre las páginas
usadas, sobre el pergamino manchado. Amaba
la ciencia como un ciego ama el día. ¡No!
No era la ciencia lo que él amaba, eran su forma y su expresión. Amaba a un libro, porque era un libro; amaba su olor, su forma, su título. Lo que él amaba en un manuscrito,
era su fecha antigua ilegible, las letras góticas, raras y extrañas, los
recargados dorados de sus dibujos; eran sus páginas cubiertas de polvo, del
cual inhalaba con deleite la fragancia suave y tierna. Era esa bonita palabra final, rodeada por dos
cupidos portados sobre una cinta, apoyada sobre una fuente, grabada sobre una
lápida, o reposando en una cesta entre las rosas, manzanas de oro y ramos de
flores azules. Esta pasión le había absorbido por entero: apenas comía, no
dormía, pero soñaba días y noches enteras con su idea fija: los libros. Soñaba con todo lo que debía tener de divino,
de sublime y de hermoso una biblioteca real, y soñaba con hacerse una tan
grande como la de un rey. ¡Cómo respiraba a gusto, qué orgulloso y poderoso se
sentía cuando clavaba su mirada en las inmensas galerías donde sus ojos se
perdían en los libros! ¿Levantaba la cabeza? ¡Libros! ¿La bajaba? ¡Libros! A la
derecha, a la izquierda, ¡más libros! En
Barcelona lo tenían por extraño e infernal, por un sabio o un hechicero. Apenas
sabía leer. Nadie osaba hablarle, pues su aspecto era severo y pálido; parecía
malvado y traicionero, y aunque jamás tocó a un niño para hacerle daño; también
es cierto que nunca dio limosna. Guardaba todo su dinero, todos sus bienes,
todas sus emociones para los libros; había sido monje y, por ellos, abandonó a
Dios. Más tarde sacrificó lo que los hombres valoran más, después de su Dios:
el dinero; y luego les dio lo más preciado, después del dinero: su alma. Sobre
todo desde hacía algún tiempo, sus vigilias eran más largas. Se veía más tarde
su lámpara de noche que ardía sobre sus libros; es que tenía un nuevo tesoro:
un manuscrito. Una mañana entró en su tienda un joven estudiante de Salamanca. Parecía rico, pues dos lacayos guardaban su mula a la puerta
de Giacomo. Tenía un birrete de
terciopelo rojo, y en sus dedos brillaban sortijas. Sin embargo, no tenía ese
aire de suficiencia y de nulidad habitual en las personas que tienen criados
con galones, ropas finas y la cabeza hueca. No, ese hombre era un sabio, pero
un sabio rico, como se suele decir un hombre que, en París, escribe sobre una mesa de caoba, tiene libros
con cantos dorados, zapatillas bordadas, curiosidades chinas, un albornoz, un
péndulo de oro, un gato que duerme sobre su alfombra y dos o tres mujeres que
le hacen leer sus versos, su prosa y sus
cuentos, diciéndole: Usted tiene
ingenio, y al que en realidad consideran
un simplón. Las formas de ese señor eran
elegantes. Al entrar saludó al librero,
hizo una gran reverencia y le dijo con un tono afable:
— ¿No tiene usted aquí
manuscritos, maestro?
El librero se incomodó, y
respondió balbuceante:
—Pero, mi señor, ¿quién se lo ha
dicho?
— Nadie, pero lo supongo.
Y depositó sobre la mesa del
librero una bolsa llena de oro, que hizo sonar sonriente, cual hombre que toca
el dinero del cual es dueño.
—Señor, respondió Giacomo, es
verdad que tengo, pero no los vendo; los guardo.
— ¿Y por qué? ¿Qué hace con
ellos?
— ¿Por qué, mi señor? –entonces
se puso rojo de cólera. ¿Que qué hago? ¡Oh! No, ¡usted desconoce lo que es un
manuscrito!
—Perdón, maestro Giacomo, si lo
sé, ¡y como prueba le diré que usted tiene aquí la Crónica de Turpin!
— ¿Yo? ¡Oh! Le han engañado, mi
señor.
—No, Giacomo, respondió el
caballero, tranquilícese; no quiero robárselo, sino comprárselo.
— ¡Jamás!
— ¡Oh! Me lo venderá, respondió
el estudiante, porque lo tiene aquí, se vendió en Ricciami el día de su muerte.
—Pues bien, sí señor, lo tengo;
es mi tesoro, es mi vida. ¡Oh! ¡No me lo arrebataréis! Escuche, le voy a
confiar un secreto. Baptisto, lo conoce,
Baptisto, el librero que reside en la
plaza Real, mi rival y mi enemigo, pues bien, ¡él no lo tiene, él, y yo sí lo
tengo!
— ¿Cuánto vale para usted?
Giacomo se detuvo un momento y
respondió orgulloso:
—Doscientas monedas de oro, mi
señor.
Miró al joven hombre con aire
triunfante, pareciendo quererle decir: «Ya se puede ir, es demasiado caro, y no
lo venderé por menos». Se equivocó, porque, le mostró la bolsa:
—Aquí tiene trescientas, dijo.
Giacomo palideció; estuvo a
punto de desmayarse.
— ¿Trescientas monedas de oro?,
repitió, pero yo soy un loco, mi señor; no lo vendería por cuatrocientas.
El estudiante se echó a reír y,
hurgando en su bolsillo, sacó otras dos bolsas:
—Pues bien, Giacomo, aquí hay
quinientas. ¡Oh! ¿No, no quieres venderlo, Giacomo? Pero yo lo tendré, lo
tendré hoy, ahora, lo necesito. ¡Aunque tuviera que vender este anillo, regalado
por un largo beso de amor, aunque tuviera que vender mi espada guarnecida de
diamantes, mis hoteles y mis palacios, aunque tuviera que vender mi alma!
Necesito ese libro. ¡Si, lo necesito a toda costa, a cualquier precio! En ocho
días defiendo una tesis en Salamanca. Necesito ese libro para ser doctor; tengo
que ser doctor para ser arzobispo; ¡necesito la púrpura sobre los hombros para
tener la tiara en la frente!
Giacomo se acercó a él y lo
observó con admiración y respeto como si fuera el único hombre que lo hubiese
comprendido.
—Escucha, Giacomo, interrumpió
el caballero, voy a decirte un secreto que te traerá fortuna y felicidad. Aquí
hay un hombre, ese hombre reside en el barrio de los árabes; tiene un libro; es
el Misterio de San Miguel.
— ¿El Misterio de San Miguel?, dijo Giacomo con un grito de alegría;
¡oh! Gracias, me ha salvado la vida.
— ¡Rápido! Dame la Crónica de Turpin.
Giacomo corrió hacia un estante;
luego se detuvo de repente, trató de palidecer, y dijo con asombro:
—Pero, mi señor, no lo tengo.
— ¡Oh! Giacomo, tus tretas son
muy burdas, y tus miradas traicionan tus palabras.
— ¡Oh! Mi señor, se lo juro; no
lo tengo.
— ¡Vamos! Eres un viejo loco,
Giacomo; ten, aquí tienes seiscientas monedas de oro.
Giacomo cogió el manuscrito y se lo dio al
joven hombre:
—Tenga cuidado, dijo, en tanto
el joven se alejaba riendo y decía a sus siervos mientras montaba en su mula:
—Sabéis que vuestro amo es un
tonto, pero acaba de engañar a un imbécil. ¡El idiota de monje tosco! repetía
riendo, ¡cree que voy a ser Papa! Y el pobre Giacomo quedó triste y
desesperado, apoyando su frente brillante sobre las baldosas de su tienda,
llorando de rabia, y observando con pena y dolor su manuscrito, objeto de sus
cuidados y de su afecto, que llevaban los groseros siervos del caballero.
— ¡Oh! ¡Maldito seas, hombre del
infierno! ¡Maldito seas! Maldito cien veces, tú que me has robado todo lo que
amaba sobre la tierra, donde ya no podré vivir. ¡Sé que me ha engañado, el
infame, me ha engañado! Si es así, ¡oh!, me vengaré. ¡No! Corramos rápido al
barrio de los árabes. Si ese hombre me reclamara una suma que no tengo, ¿qué
haré entonces? ¡Oh! ¡Es para morirse!
Coge el dinero que el estudiante
había dejado sobre su escritorio y sale corriendo. A su paso por las calles, no
veía nada de lo que lo rodeaba; todo pasaba delante de él como una
fantasmagoría de la cual no entendía el enigma; no oía ni el caminar de los
transeúntes, ni el sonido de las ruedas sobre los adoquines; no pensaba, no soñaba,
sólo veía una cosa: los libros.“
Bibliomanía
Gustave Flaubert
fragment
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