“Érase una vez un niño llamado
Luis que había nacido hacía 43 años en Porcuna, un pueblo muy pobre en la
provincia de Jaén. El padre de Luis trabajaba en un bar. Ganaba poquísimo
dinero. Apenas podía mantener a su mujer y seis hijos. Y encima tuvo tan mala
suerte porque un día le explotó un barril de cerveza y perdió un ojo, y le
desfiguró la cara.
Pero era un hombre con mucho
ánimo. Se dijo: "Tengo que sacar adelante a mi familia. Venderé cupones de
la ONCE. Nos iremos a vivir a otro pueblo más rico. Y así todos seguiremos
juntos".
Abandonaron Porcuna. Buscaron
por aquí y por allá. Hasta que, de pronto, apareció Ibi, que ya tenía muchas
fábricas de juguetes y era un pueblo rico a poco menos de una hora de la ciudad
de Alicante. "Buen sitio éste para vender cupones y educar a mis hijos",
se dijo el padre de Luis.
Un niño entra en la librería y
le pide el cuento de aquél país donde las vacas vuelan, y las gallinas ponen
huevos de oro, y el rey... ¿qué le pasaba al rey? Entonces Luis le cuenta un
cuento imaginario...
Luis era entonces pequeño.
Jugaba con sus hermanos. Su madre les contaba cuentos antes de dormir. Les
contaba el cuento de la mano negra que salía de repente del portal de cualquier
casa, y te agarraba y te arrastraba hacia el interior oscuro del portal y ya no
podías hacer nada para librarte de la mano negra. La madre de Luis contaba
aquel cuento a la perfección. Luis llegaba a no ver a su madre, sólo veía una
mano negra que en el momento más inesperado podría salir de un portal...
Y a lo mejor fue ese cuento lo
que hizo que años más tarde Luis se hiciera él mismo un cuenta-cuentos. O sea,
un hombre que coge un cuento en la mano y sin leer ese cuento se pone a
contarlo de otra manera. Por ejemplo dice: érase una vez una rana que iba
vestida como Caperucita Roja y llevaba a un lobo en la cestita para que su
abuela se comiera al lobo. Y entonces los niños gritan que no es así. ¡No, no!
Pero al cuenta-cuentos no le importa eso y continúa su narración gesticulando
como un actor, hasta que los niños acaban aceptando a Caperucita que es una
rana y lleva al lobo que parece una muñeca de las que fabrican en Ibi, la lleva
en una cesta quien sabe si por la orilla de la playa porque aquí no hay bosque,
y cuando llega a casa de la abuelita, le dice: "Abuelita, aquí traigo tu
merienda, y de la cesta sale el lobo con mermelada y la abuelita se lo come tan
a gusto".
Los niños necesitan al
cuenta-cuentos en el colegio y esperan a Luis que llega con dos maletas así de
grandes llenas de cuentos, y entonces los niños cogen cuentos, los miran, pero
le piden a Luis que les cuente su cuento sobre los cuentos, que siempre es
distinto de los que viajan en las maletas.
Cuando Luis era pequeño leía
tebeos y cuentos de sus hermanos mayores. A los doce años leyó Los Miserables,
de Víctor Hugo, pero sabía que jamás llegaría a escribir como Víctor Hugo por
mucho que a los 17 años se quedara extasiado ante el escaparate de la librería
Garde, que le gustaba no solo a él sino también a su novia: "Algún día
montaremos una librería parecida a ésta, la llenaremos de libros, leeremos y
venderemos libros".
Luis estudió Económicas hasta el
tercer curso. No era lo suyo y no aguanto más. Dejó la carrera y la habitación
alquilada en Alicante, y regresó a Ibi para montar la librería.
Luis era tímido. Si entraba un cliente de esos que
parecen examinar al librero, se asustaba y no daba pie con bola. Eso no podía
ser. Hablar en público le producía pavor. Pero como Luis es un hombre de
suerte, un día un amigo que cuenta-cuentos le propuso que le acompañara a las
escuelas de Ibi a contar cuentos. "Me estudiaba el cuento en un rincón de
la librería, lo ensayaba en voz baja y luego me iba a las escuelas a contar ese
cuento".
Y claro, el
cuenta-cuentos contaba su cuento que cada día era diferente y en cierto modo se
consideraba un creador de cuentos, un escritor que medio inventa cuentos sin
ninguna pluma dentro del plumier, quizá sólo dispone de una goma de borrar,
quizá de un lápiz que no tiene mina. Pero, ¿qué importa eso?
Un niño entra en su librería y
le pide el cuento de aquél país donde las vacas vuelan, y las gallinas ponen
huevos de oro, y el rey... ¿qué le pasaba al rey? Entonces Luis le cuenta un
cuento imaginario, y le vende el otro cuento que es un cuento verdadero, no el
inventado por el cuenta-cuentos, y el niño se lleva el cuento pero cuando más
tarde lo lee en su casa ya es capaz de imaginar páginas nunca escritas, cambios
o finales inesperados, pues un mismo cuento encierra infinidad de posibles
versiones que, si te fijas bien, permanecen ocultas en su interior.
A Luis también lo llaman de
radio Ibi para que cuente cuentos por la radio, y naturalmente él va y, sin
cobrar nada, cuenta seis o siete cuentos en media hora, son cuentos muy breves,
y lo oyes contar un cuento por la radio y los vecinos dicen que es mucho mejor
que ver una película de dibujos en la tele.
Así que, menos mal, las
autoridades del ramo del libro y la Confederación de Gremios y Asociaciones de
Libreros se fijaron este año en Luis Casado y en su labor de promoción de
libro, y con muy buen criterio le otorgaron la semana pasada el V Premio
Librero Cultural.
La existencia de un premio
destinado al llamado librero cultural es una buena idea pues, como sabemos cuántos
frecuentamos todo tipo de librerías, hay libreros -o libreras- que no son ni
aspiran a ser culturales, ni siquiera esculturales, sino auténticos
espantapájaros del libro.
El premio va acompañado de 6.000
euros con los que Luis quiere incrementar las actividades culturales de su
pequeña librería Plumier. Dice que invitará a algún escritor de literatura
infantil para que cuente cómo se escribe un cuento, y traerá una exposición de
fotografías de gente leyendo libros y, quién sabe, a lo mejor incluso organiza
un curso para enseñar a contar cuentos.
Hay uno que a Luis Casado, cuya
madre está enferma de Alzheimer, le conmueve. Es el cuento de la abuelita
diferente que se levanta de la cama y va al armario pero ya no sabe distinguir
la ropa, y luego hay que quitar la alfombra para que no tropiece y caiga, y hay
que sacar el reloj que ella, sin saberlo, mete en un cazo, porque "érase
una vez una abuelita diferente que ahora no sabía dónde estaba, no reconocía a
su nieto pero en el fondo lo quería igual que antes, tal vez más que
antes...".”
Ignacio Carrión
El País, 22/02/2004
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