11 de febr. 2017

el amante de las librerias

El amante de las librerías, de Claude Roy (1915-1997, breve ensayo que,  más que una declaración de amor a los libros en tanto objetos, es un recorrido, lleno de cariño y de humor, por los lugares en que ese amor se manifiesta: las librerías. En ellas surge y se conforma una manera de relacionarse con los libros. Y es de esa relación, que se va tejiendo a lo largo del tiempo, de lo que trata, a fin de cuentas, El amante de las librerías.

Al publicar este ensayo, Claude Roy ya casi cumplía los setenta años. De ahí que uno de los criterios del autor para elegir sus libros, a la vez tan sorprendente y esperable, sea el peso. Su edificio, como la mayoría de los edificios de París, no tiene ascensor y Roy ya no está para subir con mamotretos los tres pisos hasta su departamento. Lo bello de esta confesión es la naturalidad con la que esa relación se produce. Entre la vejez del cuerpo y la ligereza de ciertos libros aparece un criterio de lectura tan legítimo como cualquier otro.

El autor nos da cuenta con suma confianza, como si nos lo contara en un café, la manera en que suele circular por sus librerías preferidas. Roy entra y sale de ellas tal como lo hace en una frutería o una panadería. Cuando ya se encuentra al interior de su librería de barrio, ha pasado antes por distintos locales, ha conversado con sus dueños y tiene miedo de que de entre sus bolsas de compras surja el olor a pescado y otros víveres. La adquisición de los libros en el ensayo de Roy es algo tan cotidiano como la compra de café y verduras.

En esta misma línea, el autor describe una relación totalmente des-fetichizada con el libro. “Me gusta que los libros compartan mi vida –escribe Roy–, me acompañen, callejeen, trabajen y duerman en mi compañía, se rocen con las venturas del día y los caprichos del tiempo, acepten conmigo citas a horas ‘imposibles’, ronroneen con la gata al pie de la cama, o se arrastren con ella en la hierba (…) Los libros son para mí más unos amigos que unos servidores o unos maestros”.  

El autor nos entrega una explicación para ese contacto con los libros: “si siempre he tenido por los libros un respeto del todo irrespetuoso, es decir, en absoluto fetichista, es que tengo con ellos exactamente las mismas relaciones que con mis amigos, mis conocidos, las personas que encuentro”.  ¡Qué odiosos son los amigos o conocidos que jamás muestran sus fallas, que jamás se muestran vulnerables ante nosotros, ni nos confiesan alguna vergüenza, alguna mella en su tan hermética seguridad! Las relaciones de amistad se fundan –o se fortalecen­, cuando menos– en ese compartir de dos personas sus victorias y fracasos, sus momentos más radiantes y también los de mayor oscuridad. Y así como un verdadero amigo conoce nuestros pasajes de derrota y esplendor, un libro no puede pasar incólume por nuestra vida. Debiéramos, tal vez, ofrecerle al libro la oportunidad de mostrarse ante nosotros no sólo flamante y con olor a nuevo, sino también avejentado, doblado en las esquinas y con algo de arena entre sus páginas.

De igual modo, si ese libro algo ha tocado alguna fibra en nosotros, debiéramos quizá expresar ese afecto por medio de subrayados, asteriscos y anotaciones al margen. Lo llevaremos en la mochila o en el bolsillo a todos lados, lo leeremos, como Roy, en el metro, en el baño, en la tranquilidad de la casa o entre el bullicio de un café, en la fila del correo o sentados en un banco mientras esperamos que esa chica que no llega todavía se demore dos o tres páginas más.”

Felipe Becerra
autor de Bagual


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