“El amante de las librerías, de Claude
Roy (1915-1997, breve ensayo que, más
que una declaración de amor a los libros en tanto objetos, es un recorrido,
lleno de cariño y de humor, por los lugares en que ese amor se manifiesta: las
librerías. En ellas surge y se conforma una manera de relacionarse con los
libros. Y es de esa relación, que se va tejiendo a lo largo del tiempo, de lo
que trata, a fin de cuentas, El amante
de las librerías.
Al publicar este ensayo, Claude
Roy ya casi cumplía los setenta años. De ahí que uno de los criterios del autor
para elegir sus libros, a la vez tan sorprendente y esperable, sea el peso. Su
edificio, como la mayoría de los edificios de París, no tiene ascensor y Roy ya
no está para subir con mamotretos los tres pisos hasta su departamento. Lo
bello de esta confesión es la naturalidad con la que esa relación se produce.
Entre la vejez del cuerpo y la ligereza de ciertos libros aparece un criterio
de lectura tan legítimo como cualquier otro.
El autor nos da cuenta con suma
confianza, como si nos lo contara en un café, la manera en que suele circular
por sus librerías preferidas. Roy entra y sale de ellas tal como lo hace en una
frutería o una panadería. Cuando ya se encuentra al interior de su librería de
barrio, ha pasado antes por distintos locales, ha conversado con sus dueños y
tiene miedo de que de entre sus bolsas de compras surja el olor a pescado y
otros víveres. La adquisición de los libros en el ensayo de Roy es algo tan
cotidiano como la compra de café y verduras.
En esta misma línea, el autor
describe una relación totalmente des-fetichizada con el libro. “Me gusta que
los libros compartan mi vida –escribe Roy–, me acompañen, callejeen, trabajen y
duerman en mi compañía, se rocen con las venturas del día y los caprichos del
tiempo, acepten conmigo citas a horas ‘imposibles’, ronroneen con la gata al
pie de la cama, o se arrastren con ella en la hierba (…) Los libros son para mí
más unos amigos que unos servidores o unos maestros”.
El autor nos entrega una
explicación para ese contacto con los libros: “si siempre he tenido por los
libros un respeto del todo irrespetuoso, es decir, en absoluto fetichista, es
que tengo con ellos exactamente las mismas relaciones que con mis amigos, mis
conocidos, las personas que encuentro”. ¡Qué odiosos son los amigos o conocidos que
jamás muestran sus fallas, que jamás se muestran vulnerables ante nosotros, ni
nos confiesan alguna vergüenza, alguna mella en su tan hermética seguridad! Las
relaciones de amistad se fundan –o se fortalecen, cuando menos– en ese
compartir de dos personas sus victorias y fracasos, sus momentos más radiantes
y también los de mayor oscuridad. Y así como un verdadero amigo conoce nuestros
pasajes de derrota y esplendor, un libro no puede pasar incólume por nuestra
vida. Debiéramos, tal vez, ofrecerle al libro la oportunidad de mostrarse ante
nosotros no sólo flamante y con olor a nuevo, sino también avejentado, doblado
en las esquinas y con algo de arena entre sus páginas.
De igual modo, si ese libro algo
ha tocado alguna fibra en nosotros, debiéramos quizá expresar ese afecto por
medio de subrayados, asteriscos y anotaciones al margen. Lo llevaremos en la
mochila o en el bolsillo a todos lados, lo leeremos, como Roy, en el metro, en
el baño, en la tranquilidad de la casa o entre el bullicio de un café, en la
fila del correo o sentados en un banco mientras esperamos que esa chica que no
llega todavía se demore dos o tres páginas más.”
Felipe Becerra
autor de Bagual
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