“Jane Eyre es un libro de libros, una
encrucijada de narrativas: observamos cómo los personajes de Charlotte Brontë
leen e interpretan libros, y oímos las historias que se cuentan los unos a los
otros. Jane, sentada con las piernas cruzadas sobre el banco de la ventana,
examina las páginas de la History of
English Birds de Bewick; Bessie la deleita con relatos extraídos de los
romances, de los cuentos populares y de las novelas de moda; Helen Burns
estudia con fervor el Rasselas del
doctor Johnson; y el Marmion de sir
Walker Scott absorbe a Jane. No solo los personajes recuerdan sus recorridos
vitales (el de Jane se cuenta una y otra vez), sino que, además, se «leen» el
rostro los unos a los otros, y los interpretan como si constituyeran libros
complejos y enigmáticos siguiendo los preceptos de la frenología, muy corriente
entonces en el estudio victoriano de la psicología. Así es como Rochester
descubre la singularidad críptica y problemática del carácter de Jane: «Cuando le examiné el rostro, cada rasgo
contradecía al anterior». Para esta lectura de los rostros, Jane Eyre se inspira en el vocabulario
de la psicología del siglo XIX: las ciencias de la frenología, la fisiología,
el mesmerismo y la teoría de atracción y rechazo químico presentada en el
manual de ciencia romántica (que poseían los Brontë) de sir Humphrey Davy, Elements of Chemistry (1827).
Jane Eyre toma el estilo y el tema de
una rica miscelánea de fuentes. La trama
posee resonancias de cuentos populares: Barba
Azul, La Cenicienta, El patito feo, La bella y la bestia. El hechizo del
mundo infantil de las hadas persiste mucho después de que termine la infancia
de Jane. «No me extraña que parezca venir
de otro mundo. [...] Cuando la vi [...] la pasada noche me hizo pensar en los
cuentos de hadas», le dice Rochester. La antigua tradición sobre los sueños y la
transmisión oral de cuentos y leyendas había interesado a los poetas y
novelistas románticos. Jane Eyre le
debe a sir Walter Scott los paisajes sobrenaturales y sugerentes de Escocia,
así como a la literatura gótica, que había generado tantas emociones a las
Brontë durante su infancia. La niña autora de los cuentos de Angrian había
disfrutado con las historias de terror de la Blackwood’s Edinburgh Magazine: las traducciones de los cuentos
macabros y rebuscados de E. T. A. Hoffmann, los relatos de James Hogg sobre los
dobles mortíferos, la atracción de los románticos hacia los vampiros y las
posesiones demoníacas. En Jane Eyre,
Charlotte Brontë usa motivos góticos, siendo el más obvio el de la loca que
«embruja» el ático, no solo para causar efecto, sino para representar al
inconsciente bajo la presión de encontrarse con un mundo desconocido. Cualquier
hecho que experimente un niño necesitado albergará cierto misterio, porque es
desconocido: el mundo fantasmal emerge para amenazar a Jane en la «habitación
roja», donde la niña desamparada ve un espíritu en el «hueco» del espejo. Ha
vivido demasiado de cerca la muerte y la frialdad de los vivos.
Lo
extraordinario en Jane Eyre es
misterioso y significativo: no puede dejar de ser psicoanalizado. Pone de
relieve que, tanto autor como lector, somos todos hijos de la muerte. Cuando
Jane vuelve a Thornfield de su visita a Gateshead dice: «He estado con mi tía,
señor, hasta su muerte», y Rochester replica: « ¡La típica respuesta de Jane! [...] Viene del más allá, del mundo de
los muertos». Se construye con gran belleza: un mágico conjuro de la
extrañeza del mundo en el cual los amantes se equilibran, seduciéndose el uno
al otro en un juego de palabras que combina afecto, humor y asombro; y aún
sugiere otra dimensión, un mundo espiritual visible solo al ojo perspicaz. En
la novela, el hechizo y el miedo son primos hermanos. Lo que Rochester atisba y
codicia de Jane es la fragilidad de ese espíritu único, encerrado en la cárcel
de un cuerpo discreto. La delicada imaginería de pájaros enjaulados, el
espíritu inmortal que centellea en el brillo de los ojos, carga los juegos de
palabras de los amantes de una deliciosa insinuación, de la percepción de otro
mundo cercano. Jane Eyre saca a
relucir el misterio sin resolver de la propia existencia. El «lugar donde moran
las almas» rodea a Jane, Helen, Rochester, Rivers. Instantes antes de la muerte
de Helen Burns en Lowood, Jane, a la luz de la luna, experimenta la conmoción
de tomar conciencia de la muerte por primera vez:
Mi mente hizo por primera vez un serio
esfuerzo por comprender [...] al cielo y al infierno [...] y por primera vez mi
espíritu retrocedió, sorprendido; y por primera vez, mirando a ambos lados y
frente a él, vi que lo rodeaba un abismo insondable [...] y me estremecí ante
el pensamiento de tambalearme y hundirme en el caos.
Charlotte
Brontë retiene al lector en el preciso umbral de la tumba, donde la mente se
convierte en un objeto enajenado que se tambalea entre las preguntas sin
respuesta que la novela suscita.
La literatura
de «novias vampiro», como La novia de Corinto
de Johann Wolfang Goethe (1797), ofrece un placer fácil al lector por su
sangriento supernaturalismo. La forma en que sir Walter Scott trata al
byroniano profesor de Ravenswood, el amante masculino, saturnino y orgulloso, y
la mujer inconsciente en La novia de
Lammermoor (1819) se acerca en gran medida a Jane Eyre. La delicada Lucy Ashton de Scott, casada en contra de su voluntad con un hombre
que no puede amar, se doblega a su destino, pero asesina a su marido en la
noche de bodas y la encuentran «acurrucada como una liebre, con el peinado
deshecho, sus ropas de noche desgarradas y salpicadas de sangre, los ojos
vidriosos y las facciones convulsas, en un paroxismo de locura. « [...] Emitía sonidos inarticulados [...]
como una endemoniada». Según cuenta su hermano, Bertha Rochester le «chupó
la sangre, dijo que así me secaría el corazón»; y cuando Jane la ve no le
parece humana: «se movía a cuatro patas y aullaba como lo haría una bestia salvaje».
Lo que Scott unió (el consciente y subconsciente de Lucy Ashton), Charlotte
Brontë lo separa en las dos figuras opuestas de Jane y Bertha. Aunque es en el
espejo donde Jane contempla, por primera vez, la cara de la loca; Jane, además,
ha sido encerrada en el pasado y se queda inconsciente después de un «ataque» y
es una criatura de pasiones rebeldes. Sandra M. Gilbert y Susan Gubar, en una
inspirada e influyente interpretación, consideran a Bertha como el alter ego
reprimido de Jane.
Uno de los
aspectos más mágicos de Jane Eyre es
el tono: fluido, personal, emotivo, posee una presencia íntima y personal, crea
la ilusión de que detrás del texto se encuentra una persona que nos habla de un
modo directo. Pero, de forma paradójica, el vocabulario de la novela es
altamente alusivo, autoconsciente y literario. La abundancia de alusiones
textuales es prodigiosa: Jane Eyre
es una de las obras más densas en referencias e intertextualidad del siglo XIX.
En la tradición de la autobiografía, su estructura, vocabulario y ética
contraen una gran deuda con la narrativa de conversión puritana y testamento
espiritual del siglo XVII, en especial con El
progreso del peregrino de John Bunyan (1678), catalogado como literatura infantil desde su
publicación. Así pues, mientras que el paisaje de Jane Eyre es una variante ficticia de Yorkshire y Derbyshire, su
territorio es también la tierra luminosa del alma.
La progresión
de Jane a través de cinco etapas con nombres significativos sigue los pasos del
camino del peregrino de Bunyan hacia a la Ciudad Celestial. «Gateshead»
significa la puerta de los orígenes («gate», «puerta»; «head», «cabeza»,
«origen»); «Lowood» es una alegoría de «low wood» («madera baja»), donde se
incuban enfermedades; «Thornfield» (literalmente, «campo de espinos») se
refiere a las espinas con que Dios maldice al hombre en el Génesis; «Moor
House» o «Marsh End» («moor», «páramo»; «marsh», «pantano») sugieren la aridez
de las divagaciones de Jane; «Ferndean» («fearn», «helecho») es un valle boscoso
de características similares a Lowood. Aunque Jane Eyre es una versión moderna,
radical, laica y feminista del sendero de la obediencia cristiana de Bunyan, es
también fiel a la calidad emocional de El progreso del peregrino y a su
violenta combatividad. Comparte con Bunyan el héroe cautivador y adorable, un
ritmo de estados de ánimo extremo y cambiante, las tentaciones paradójicas y el
precioso y sencillo estilo puritano (el inglés puro y simple que adoptaron los
puritanos en el siglo XVII) con su encarecida veracidad y la sospecha en las
apariencias. Emplaza la confianza en el mismo lugar que Bunyan: en el corazón
humano, con el deber de descubrir y vivir la propia verdad. Pero al revestir la
decisión del matrimonio y la identidad individual de trascendencia inmortal,
Charlotte Brontë eleva el romance a una cuestión de vida espiritual y muerte.
El género híbrido de Jane Eyre refuerza su poder y su complejidad.
Al mismo
tiempo, la novela está en deuda con la literatura del Renacimiento inglés. Las
alusiones a Hamlet, Otelo y El Rey Lear,
entre otras obras de Shakespeare, le confiere un aire teatral y poético. La
estructura también recuerda a una obra en cinco actos de Shakespeare, con
resonancias de su lenguaje virtuoso en los diálogos ingeniosos, los discursos
solemnes y la calidad de los soliloquios. Con más fuerza aún resuena El paraíso perdido de John Milton
(1667), que intensifica la calidad mítica de Jane Eyre, y eleva la
trillada historia de amor típica del género al nivel de sacramento, enlazándolo
con el mito del pecado original del Génesis y la redención de los Evangelios, a
la vez que cuestiona y reprende la misoginia de la Biblia y de Milton por hacer
que Eva cargue con la culpa del mal.
Competir con
esta poesía altisonante y sagrada es influencia de la novela realista del siglo
XVIII, en especial de Pamela o la virtud
recompensada, de Samuel Richardson (1740). En su tiempo, esta fue una
novela epistolar extraordinariamente popular, en la cual el mujeriego señor B.
intenta seducir a la virtuosa protagonista, a través de unas artimañas tan
deshonestas como ingeniosas. En Jane Eyre encontramos muchos trazos de
Pamela, no solo en el deleite que nos brinda la jocosa agilidad del diálogo de
cortejo, que mantiene la tensión sexual hasta cuando ambos están juntos y en
paz. En las dos novelas, los seductores ofrecen «falso matrimonio» a las
heroínas de las que los aristócratas y oficiosos invitados se burlan, y reciben
la visita de gitanos adivinos; ambas obtienen la recompensa de casarse
felizmente con el ofensor arrepentido.
Los paisajes
de la novela que tratamos, su tiempo y sus estaciones, son una de las grandezas
de la novela. Se describe con minuciosidad la atmósfera de todas las escenas,
por menores que sean: el prado cerca de Thornfield en invierno: «y los pequeños
pájaros de color castaño que de vez en cuando se posaban sobre el seto
asemejaban hojas secas que habían olvidado caer». La poesía de Byron,
Wordsworth, Coleridge, Thomas Moore y, en especial, de Keats, asoma en el
trasfondo de la delicadeza de la novela. En del capítulo 23, la escena de la
proposición de matrimonio en el jardín, una imagen del Edén, es una variación
de la «Oda a un ruiseñor» de Keats
(1820), con su apasionada melancolía: «Una
ráfaga de viento [...] se fue, lejos... hasta morir. El canto del ruiseñor se
convirtió entonces en el único sonido del momento.» Recoge el «himno
lastimero» final de la última estrofa de la oda de Keats, una melodía que se
recupera en el capítulo 37, en la reunión de Jane con Rochester, ya ciego: « ¿Quién es? ¿Qué es esto? ¿Quién habla?
([...] ¿Es solo una voz? [...] Es un sueño». La oda de Keats acaba:
¡Adiós! ¡Adiós! tu himno lastimero se pierde
más allá de estos prados, sobre el arroyo quieto,
ladera arriba, y luego penetra hondo en la tierra
de los claros del valle colindante.
¿Fue aquello una visión o un sueño de vigilia?
Ya se esfumó esa música. ¿Duermo o estoy despierto?
Pero la belleza de las alusiones
a Keats de Charlotte Brontë reside en cómo su tonada se entreteje con las
referencias a Milton. El ciego que
escucha recuerda no solo a El paraíso
perdido y recobrado, sino también a Sansón perdiendo la visión y al mundo
invisible en relación con el amor perdido: Rochester se lamenta, al regreso de
Jane: « ¿Nunca, dice esta aparición? Pero
yo sé lo que sucede cuando me despierto y me doy cuenta de que he sido víctima
de una broma cruel. [...] Eres un sueño dulce y suave que se esfumará de mis
brazos en cualquier momento, tal y como hicieron antes sus hermanas. Pero
bésame antes de irte. ¡Abrázame, Jane!». Detrás de esta expresión de
ternura encontramos el soneto XXIII de Milton, «A su mujer difunta» (1658?); «Más cuando se inclinaba para abrazarme | Me
desperté, ella huyó y el día me devolvió mi noche».
Charlotte Brontë, una
versificadora mediocre, era una poetisa de la ficción. Había aprendido de sus
dos hermanas. Sigue los pasos de Anne en Agnes Grey: el tipo de prosa, adoptar
una institutriz como protagonista y la narradora femenina en primera persona.
Sus influencias de Cumbres borrascosas
y la poesía de Emily Brontë se notan en el vocabulario sencillo y en los
paisajes. Los páramos de Whitcross
recuerdan a los de las cumbres de Emily; los intensos cris de coeur de los personajes recuerda al lenguaje de Catherine y
Heathcliff. Rochester, que, según los comentarios desdeñosos del crítico Leslie
Stephen, es como una «hermana de espíritu de Shirley, por más que intenta ser
un hombre, e incluso es un ejemplar masculino inusual de su sexo», posee algunos rasgos de Heathcliff. Como Cumbres
borrascosas, Jane Eyre se puede
leer como si fuera un poema, rica en simbología, diálogos de fuego y hielo,
hambre y rabia. Los hogares de fuego vivo queman sin cesar alrededor de
Rochester; el temperamento incendiario de Jane se opone al corazón helado de la
señora Reed y a la frialdad de la mirada y de la pasión de Saint John Rivers.
Al fondo de todo el sistema de
influencias y alusiones está la versión autorizada del rey Jacobo de la Biblia.
Charlotte Brontë se sabía de memoria
partes de las Escrituras. Encontramos
referencias a las parábolas, a las bienaventuranzas y al Apocalipsis a lo largo
de todo el texto. Adán y Eva, Caín y Abel, David y su cordero, Sansón y Dalila,
Asuero y Esther, que van enhebrando su camino a través de la historia, así como
el paisaje del norte de la Inglaterra de principios del siglo XIX en la mente
de Jane, ponen de manifiesto el origen de la lengua de Brontë; un tono de
sátira eclesiástica recorre toda la novela. Tanto Brocklehurst como su
homólogo, Saint John Rivers, se autocondenan a causa de la crueldad del
cristianismo. Con todo, la teología de Jane
Eyre es herética: el mensaje del Evangelio sobre el perdón y el sacrificio
es a menudo desdeñado en favor de la rabia contra la injusticia que impulsa a
la heroína individualista a usar las Escrituras como una carta de libertad
combativa, un lugar donde luchar contra Dios para defender su propia y singular
verdad.”
Stevie Davies
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