2 de febr. 2017

les fonts

Jane Eyre es un libro de libros, una encrucijada de narrativas: observamos cómo los personajes de Charlotte Brontë leen e interpretan libros, y oímos las historias que se cuentan los unos a los otros. Jane, sentada con las piernas cruzadas sobre el banco de la ventana, examina las páginas de la History of English Birds de Bewick; Bessie la deleita con relatos extraídos de los romances, de los cuentos populares y de las novelas de moda; Helen Burns estudia con fervor el Rasselas del doctor Johnson; y el Marmion de sir Walker Scott absorbe a Jane. No solo los personajes recuerdan sus recorridos vitales (el de Jane se cuenta una y otra vez), sino que, además, se «leen» el rostro los unos a los otros, y los interpretan como si constituyeran libros complejos y enigmáticos siguiendo los preceptos de la frenología, muy corriente entonces en el estudio victoriano de la psicología. Así es como Rochester descubre la singularidad críptica y problemática del carácter de Jane: «Cuando le examiné el rostro, cada rasgo contradecía al anterior». Para esta lectura de los rostros, Jane Eyre se inspira en el vocabulario de la psicología del siglo XIX: las ciencias de la frenología, la fisiología, el mesmerismo y la teoría de atracción y rechazo químico presentada en el manual de ciencia romántica (que poseían los Brontë) de sir Humphrey Davy, Elements of Chemistry (1827).

Jane Eyre toma el estilo y el tema de una rica miscelánea de fuentes.  La trama posee resonancias de cuentos populares: Barba Azul, La Cenicienta, El patito feo, La bella y la bestia. El hechizo del mundo infantil de las hadas persiste mucho después de que termine la infancia de Jane. «No me extraña que parezca venir de otro mundo. [...] Cuando la vi [...] la pasada noche me hizo pensar en los cuentos de hadas», le dice Rochester.  La antigua tradición sobre los sueños y la transmisión oral de cuentos y leyendas había interesado a los poetas y novelistas románticos. Jane Eyre le debe a sir Walter Scott los paisajes sobrenaturales y sugerentes de Escocia, así como a la literatura gótica, que había generado tantas emociones a las Brontë durante su infancia. La niña autora de los cuentos de Angrian había disfrutado con las historias de terror de la Blackwood’s Edinburgh Magazine: las traducciones de los cuentos macabros y rebuscados de E. T. A. Hoffmann, los relatos de James Hogg sobre los dobles mortíferos, la atracción de los románticos hacia los vampiros y las posesiones demoníacas. En Jane Eyre, Charlotte Brontë usa motivos góticos, siendo el más obvio el de la loca que «embruja» el ático, no solo para causar efecto, sino para representar al inconsciente bajo la presión de encontrarse con un mundo desconocido. Cualquier hecho que experimente un niño necesitado albergará cierto misterio, porque es desconocido: el mundo fantasmal emerge para amenazar a Jane en la «habitación roja», donde la niña desamparada ve un espíritu en el «hueco» del espejo. Ha vivido demasiado de cerca la muerte y la frialdad de los vivos.

Lo extraordinario en Jane Eyre es misterioso y significativo: no puede dejar de ser psicoanalizado. Pone de relieve que, tanto autor como lector, somos todos hijos de la muerte. Cuando Jane vuelve a Thornfield de su visita a Gateshead dice: «He estado con mi tía, señor, hasta su muerte», y Rochester replica: « ¡La típica respuesta de Jane! [...] Viene del más allá, del mundo de los muertos». Se construye con gran belleza: un mágico conjuro de la extrañeza del mundo en el cual los amantes se equilibran, seduciéndose el uno al otro en un juego de palabras que combina afecto, humor y asombro; y aún sugiere otra dimensión, un mundo espiritual visible solo al ojo perspicaz. En la novela, el hechizo y el miedo son primos hermanos. Lo que Rochester atisba y codicia de Jane es la fragilidad de ese espíritu único, encerrado en la cárcel de un cuerpo discreto. La delicada imaginería de pájaros enjaulados, el espíritu inmortal que centellea en el brillo de los ojos, carga los juegos de palabras de los amantes de una deliciosa insinuación, de la percepción de otro mundo cercano. Jane Eyre saca a relucir el misterio sin resolver de la propia existencia. El «lugar donde moran las almas» rodea a Jane, Helen, Rochester, Rivers. Instantes antes de la muerte de Helen Burns en Lowood, Jane, a la luz de la luna, experimenta la conmoción de tomar conciencia de la muerte por primera vez:

Mi mente hizo por primera vez un serio esfuerzo por comprender [...] al cielo y al infierno [...] y por primera vez mi espíritu retrocedió, sorprendido; y por primera vez, mirando a ambos lados y frente a él, vi que lo rodeaba un abismo insondable [...] y me estremecí ante el pensamiento de tambalearme y hundirme en el caos.

Charlotte Brontë retiene al lector en el preciso umbral de la tumba, donde la mente se convierte en un objeto enajenado que se tambalea entre las preguntas sin respuesta que la novela suscita.

La literatura de «novias vampiro», como La novia de Corinto de Johann Wolfang Goethe (1797), ofrece un placer fácil al lector por su sangriento supernaturalismo. La forma en que sir Walter Scott trata al byroniano profesor de Ravenswood, el amante masculino, saturnino y orgulloso, y la mujer inconsciente en La novia de Lammermoor (1819) se acerca en gran medida a Jane Eyre.  La delicada Lucy Ashton de Scott,  casada en contra de su voluntad con un hombre que no puede amar, se doblega a su destino, pero asesina a su marido en la noche de bodas y la encuentran «acurrucada como una liebre, con el peinado deshecho, sus ropas de noche desgarradas y salpicadas de sangre, los ojos vidriosos y las facciones convulsas, en un paroxismo de locura. « [...] Emitía sonidos inarticulados [...] como una endemoniada». Según cuenta su hermano, Bertha Rochester le «chupó la sangre, dijo que así me secaría el corazón»; y cuando Jane la ve no le parece humana: «se movía a cuatro patas y aullaba como lo haría una bestia salvaje». Lo que Scott unió (el consciente y subconsciente de Lucy Ashton), Charlotte Brontë lo separa en las dos figuras opuestas de Jane y Bertha. Aunque es en el espejo donde Jane contempla, por primera vez, la cara de la loca; Jane, además, ha sido encerrada en el pasado y se queda inconsciente después de un «ataque» y es una criatura de pasiones rebeldes. Sandra M. Gilbert y Susan Gubar, en una inspirada e influyente interpretación, consideran a Bertha como el alter ego reprimido de Jane.

Uno de los aspectos más mágicos de Jane Eyre es el tono: fluido, personal, emotivo, posee una presencia íntima y personal, crea la ilusión de que detrás del texto se encuentra una persona que nos habla de un modo directo. Pero, de forma paradójica, el vocabulario de la novela es altamente alusivo, autoconsciente y literario. La abundancia de alusiones textuales es prodigiosa: Jane Eyre es una de las obras más densas en referencias e intertextualidad del siglo XIX. En la tradición de la autobiografía, su estructura, vocabulario y ética contraen una gran deuda con la narrativa de conversión puritana y testamento espiritual del siglo XVII, en especial con El progreso del peregrino de John Bunyan (1678),  catalogado como literatura infantil desde su publicación. Así pues, mientras que el paisaje de Jane Eyre es una variante ficticia de Yorkshire y Derbyshire, su territorio es también la tierra luminosa del alma.

La progresión de Jane a través de cinco etapas con nombres significativos sigue los pasos del camino del peregrino de Bunyan hacia a la Ciudad Celestial. «Gateshead» significa la puerta de los orígenes («gate», «puerta»; «head», «cabeza», «origen»); «Lowood» es una alegoría de «low wood» («madera baja»), donde se incuban enfermedades; «Thornfield» (literalmente, «campo de espinos») se refiere a las espinas con que Dios maldice al hombre en el Génesis; «Moor House» o «Marsh End» («moor», «páramo»; «marsh», «pantano») sugieren la aridez de las divagaciones de Jane; «Ferndean» («fearn», «helecho») es un valle boscoso de características similares a Lowood. Aunque Jane Eyre es una versión moderna, radical, laica y feminista del sendero de la obediencia cristiana de Bunyan, es también fiel a la calidad emocional de El progreso del peregrino y a su violenta combatividad. Comparte con Bunyan el héroe cautivador y adorable, un ritmo de estados de ánimo extremo y cambiante, las tentaciones paradójicas y el precioso y sencillo estilo puritano (el inglés puro y simple que adoptaron los puritanos en el siglo XVII) con su encarecida veracidad y la sospecha en las apariencias. Emplaza la confianza en el mismo lugar que Bunyan: en el corazón humano, con el deber de descubrir y vivir la propia verdad. Pero al revestir la decisión del matrimonio y la identidad individual de trascendencia inmortal, Charlotte Brontë eleva el romance a una cuestión de vida espiritual y muerte. El género híbrido de Jane Eyre refuerza su poder y su complejidad.

Al mismo tiempo, la novela está en deuda con la literatura del Renacimiento inglés. Las alusiones a Hamlet, Otelo y El Rey Lear, entre otras obras de Shakespeare, le confiere un aire teatral y poético. La estructura también recuerda a una obra en cinco actos de Shakespeare, con resonancias de su lenguaje virtuoso en los diálogos ingeniosos, los discursos solemnes y la calidad de los soliloquios. Con más fuerza aún resuena El paraíso perdido de John Milton (1667), que intensifica la calidad mítica de Jane Eyre,  y eleva la trillada historia de amor típica del género al nivel de sacramento, enlazándolo con el mito del pecado original del Génesis y la redención de los Evangelios, a la vez que cuestiona y reprende la misoginia de la Biblia y de Milton por hacer que Eva cargue con la culpa del mal.

Competir con esta poesía altisonante y sagrada es influencia de la novela realista del siglo XVIII, en especial de Pamela o la virtud recompensada, de Samuel Richardson (1740). En su tiempo, esta fue una novela epistolar extraordinariamente popular, en la cual el mujeriego señor B. intenta seducir a la virtuosa protagonista, a través de unas artimañas tan deshonestas como ingeniosas.  En Jane Eyre encontramos muchos trazos de Pamela, no solo en el deleite que nos brinda la jocosa agilidad del diálogo de cortejo, que mantiene la tensión sexual hasta cuando ambos están juntos y en paz. En las dos novelas, los seductores ofrecen «falso matrimonio» a las heroínas de las que los aristócratas y oficiosos invitados se burlan, y reciben la visita de gitanos adivinos; ambas obtienen la recompensa de casarse felizmente con el ofensor arrepentido.

Los paisajes de la novela que tratamos, su tiempo y sus estaciones, son una de las grandezas de la novela. Se describe con minuciosidad la atmósfera de todas las escenas, por menores que sean: el prado cerca de Thornfield en invierno: «y los pequeños pájaros de color castaño que de vez en cuando se posaban sobre el seto asemejaban hojas secas que habían olvidado caer». La poesía de Byron, Wordsworth, Coleridge, Thomas Moore y, en especial, de Keats, asoma en el trasfondo de la delicadeza de la novela. En del capítulo 23, la escena de la proposición de matrimonio en el jardín, una imagen del Edén, es una variación de la «Oda a un ruiseñor» de Keats (1820), con su apasionada melancolía: «Una ráfaga de viento [...] se fue, lejos... hasta morir. El canto del ruiseñor se convirtió entonces en el único sonido del momento.» Recoge el «himno lastimero» final de la última estrofa de la oda de Keats, una melodía que se recupera en el capítulo 37, en la reunión de Jane con Rochester, ya ciego: « ¿Quién es? ¿Qué es esto? ¿Quién habla? ([...] ¿Es solo una voz? [...] Es un sueño». La oda de Keats acaba:

¡Adiós! ¡Adiós! tu himno lastimero se pierde
más allá de estos prados, sobre el arroyo quieto,
ladera arriba, y luego penetra hondo en la tierra
de los claros del valle colindante.
¿Fue aquello una visión o un sueño de vigilia?
Ya se esfumó esa música. ¿Duermo o estoy despierto?

Pero la belleza de las alusiones a Keats de Charlotte Brontë reside en cómo su tonada se entreteje con las referencias a Milton.  El ciego que escucha recuerda no solo a El paraíso perdido y recobrado, sino también a Sansón perdiendo la visión y al mundo invisible en relación con el amor perdido: Rochester se lamenta, al regreso de Jane: « ¿Nunca, dice esta aparición? Pero yo sé lo que sucede cuando me despierto y me doy cuenta de que he sido víctima de una broma cruel. [...] Eres un sueño dulce y suave que se esfumará de mis brazos en cualquier momento, tal y como hicieron antes sus hermanas. Pero bésame antes de irte. ¡Abrázame, Jane!». Detrás de esta expresión de ternura encontramos el soneto XXIII de Milton, «A su mujer difunta» (1658?); «Más cuando se inclinaba para abrazarme | Me desperté, ella huyó y el día me devolvió mi noche».

Charlotte Brontë, una versificadora mediocre, era una poetisa de la ficción. Había aprendido de sus dos hermanas. Sigue los pasos de Anne en Agnes Grey: el tipo de prosa, adoptar una institutriz como protagonista y la narradora femenina en primera persona. Sus influencias de Cumbres borrascosas y la poesía de Emily Brontë se notan en el vocabulario sencillo y en los paisajes.  Los páramos de Whitcross recuerdan a los de las cumbres de Emily; los intensos cris de coeur de los personajes recuerda al lenguaje de Catherine y Heathcliff. Rochester, que, según los comentarios desdeñosos del crítico Leslie Stephen, es como una «hermana de espíritu de Shirley, por más que intenta ser un hombre, e incluso es un ejemplar masculino inusual de su sexo»,  posee algunos rasgos de Heathcliff.  Como Cumbres borrascosas, Jane Eyre se puede leer como si fuera un poema, rica en simbología, diálogos de fuego y hielo, hambre y rabia. Los hogares de fuego vivo queman sin cesar alrededor de Rochester; el temperamento incendiario de Jane se opone al corazón helado de la señora Reed y a la frialdad de la mirada y de la pasión de Saint John Rivers.

Al fondo de todo el sistema de influencias y alusiones está la versión autorizada del rey Jacobo de la Biblia.  Charlotte Brontë se sabía de memoria partes de las Escrituras.  Encontramos referencias a las parábolas, a las bienaventuranzas y al Apocalipsis a lo largo de todo el texto. Adán y Eva, Caín y Abel, David y su cordero, Sansón y Dalila, Asuero y Esther, que van enhebrando su camino a través de la historia, así como el paisaje del norte de la Inglaterra de principios del siglo XIX en la mente de Jane, ponen de manifiesto el origen de la lengua de Brontë; un tono de sátira eclesiástica recorre toda la novela. Tanto Brocklehurst como su homólogo, Saint John Rivers, se autocondenan a causa de la crueldad del cristianismo. Con todo, la teología de Jane Eyre es herética: el mensaje del Evangelio sobre el perdón y el sacrificio es a menudo desdeñado en favor de la rabia contra la injusticia que impulsa a la heroína individualista a usar las Escrituras como una carta de libertad combativa, un lugar donde luchar contra Dios para defender su propia y singular verdad.”

Stevie Davies


Cap comentari:

Publica un comentari a l'entrada