“Por lo que al
estilo se refiere, Jane Eyre tiende
más a una gramática simple que compleja. Las frases están formadas normalmente por
oraciones principales, con palabras cortas y enfáticas unidas a través de ecos
verbales y gramaticales, lo cual produce
el efecto de intensificar la espontaneidad y la naturalidad de las emociones. Escuchamos el latido vívido del corazón de la
niña, intimamos con sus palpitaciones y
su pulso: «Aumentó la velocidad de los
latidos de mi corazón; la frente me ardía y un sonido [...] me llenó los oídos.
Parecía que algo estaba cerca de mí. Me sentía agobiada, casi ahogada... [...]
en la cerradura giró una llave...». La intensidad visceral de la niña
delata, sin embargo, la lengua de la mujer. Este estilo frenético se atempera con
fragmentos de calma y tranquilidad, con escritura reflexiva y terrenal de
lenguaje informal y pretendidamente cotidiano para representar el realismo
doméstico que abre la novela: «Aquel día
no hubo manera de dar un paseo».
A pesar de que
Jane Eyre no es una novela
epistolar, se lee como si fuera un intercambio comunicativo íntimo. El tono de
confidencia provoca, embelesa y apela al lector. Su estilo entusiasma y crea
fascinación. El hipnotismo que produce podría tener el origen en el método
creativo de Charlotte Brontë: la escritura automática. Transcribe su mundo
interior sin cedazo sobre el papel, con los ojos cerrados. Pero Jane Eyre siempre mantiene un ojo
abierto para calibrar y manipular la respuesta del lector. Comparte con la
autora su autoconsciencia en extremo despierta.
La descripción
cuidadosa de los objetos familiares y ajenos aporta la sensación de verdadera
realidad. Al principio, tenemos la impresión de poder observar, escuchar, tocar
y oler su mundo. En los interiores
arquitectónicos se describen con minuciosidad las proporciones, las
dimensiones, los muebles, los espacios en las ventanas, los hogares. El «pedazo
de tarta servido en un plato de porcelana china de brillantes colores»; las
gachas quemadas de Lowood; el pastel de
la señorita Temple; el aro de Adèle;
etc.; son detalles que añaden solidez
realista al universo de la novela. Jane Eyre es un continuo sonoro de
conversaciones, charlas, diálogos ingeniosos, conversaciones amorosas, del
canto de los pájaros, los pliegues de un vestido crujiendo amenazadores, cascos
de caballo chocando contra la grava húmeda. En muchas ocasiones la acción es
conducida solo por el diálogo. Los personajes menores contribuyen a reforzar la
autenticidad y la sensación de localidad. El dúo de Bessie y Abbot abre camino a la
manera de hablar de la señora Fairfax en Thornfield, la rotundidad de Hannah en Moor House, y
finalmente, a los campechanos Mary y John en Ferndean. El registro del habla familiar, no literaria,
confiere solidez a los efectos retóricos y a la trama extravagante.
No obstante,
la novela presenta el campo de fuerza del conflicto. El estilo simple a menudo
da un giro, como si el asunto doloroso del que se ocupan volteara las frases.
La inversión sintáctica, que cambia el orden neutro de sujeto-verbo-objeto de
las frases en inglés, se usa como efecto dramático en Jane Eyre quizá por influencia del alemán, que Charlotte había
estudiado, junto con el francés, en
Bruselas. Cuando Jane cuenta su destierro de la familia Reed, se coloca a ella
misma como objeto: «a mí, no me había
autorizado a unirme al grupo». Esta inversión articula la condición de
objeto y la exclusión de la niña. Este yo reducido a «a mí» es la semilla de la
rabia que estallará en el primer motín de la hasta ahora actitud pasiva de
Jane. «A mí» se expandirá en el «yo» seguro de sí mismo. Encerrado en esa
inversión reside el dolor de la pérdida: después del matrimonio fallido, Jane
se percata de que «de su presencia debía
huir».
Como
narradora, Charlotte Brontë no tiene precedentes. Su dominio del suspense en Jane Eyre, combinado con la astucia de
esconder la clave que resuelve los hechos no resueltos, mantiene al lector en
un estado de excitación y tensión. La sensación sobrecogedora de esperar la
solución inminente, de un momento a otro, se insinúa con elegancia al final del
capítulo 20, cuando la autora se permite la frase: «la revelación que estaba a punto de pronunciarse». Rochester
empieza a abrir su corazón a Jane: «Yo he
sido —se lo digo sin tapujos— un vividor disipado e inquieto, pero creo que he
encontrado el instrumento para mi cura en...». El texto sigue: «Se detuvo», y la atención del relato se
desplaza a los pájaros que gorjean y al viento que silba entre las hojas. «Casi me extrañó que no interrumpieran sus
murmullos para así escuchar la revelación que estaba a punto de pronunciarse.
Pero tendrían que haber aguardado durante muchos minutos, tantos como duró el
silencio». La frase queda inacabada para siempre: el humor de Rochester
muda, cambia su idea de confesar toda la verdad. El relato entero de Jane Eyre insinúa posibilidades
frustradas: contiene pausas sucesivas, digresiones, frases inacabadas, enigmas,
y presenta una estela de pistas falsas, como, por ejemplo, Blanche Ingram, que
actúa como cortina de humo para la esposa rival. La trama tiene que haber sido
construida con anterioridad para poder ocultar los secretos que originan el
suspense y la tensión. Pero también se mantiene ceñida dentro de una de las más
bellas estructuras narrativas de todos los tiempos: el círculo. El ciclo de la
acción se cumple en una serie de retornos que concluye con la vuelta de Jane al
lado de Rochester en una reunión que se desenvuelve entre risas y lágrimas.”
Stevie Davies
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