“Estoy tendido en la ancha
cama, envuelto varias veces en la gruesa
colcha, y oigo cómo reza mi abuela; está arrodillada, con una mano en el pecho,
y de cuando en cuando con la otra traza lentamente una cruz.
Fuera, crepita la escarcha; la
verdosa luz de la luna penetra a través de los cristales de la ventana,
cubiertos de flores de hielo, ilumina la bondadosa cara de deforme nariz y
arranca a los oscuros ojos una irradiación fosforescente. Reluce como hierro
forjado el tocado de seda que cubre el cabello de mi abuela, y el oscuro
vestido se mueve, se escurre de los hombros y se extiende por el suelo.
Terminados sus rezos, se levanta
silenciosamente, alisa la ropa y la guarda muy ordenada en el arca del rincón;
luego, se acerca a la cama, donde yo aparento estar profundamente dormido.
-No vengas fingiendo, bribón,
porque no duermes -me dice en voz baja-. ¿Verdad, tortolito, que no duermes?
Dame pronto la manta.
Saboreando por anticipado lo que
va a venir, no puedo reprimir una sonrisa.
-¡Ah, bandolero! ¿Con que te
diviertes con tu vieja abuela, eh? -me dice entonces. Y agarra con ambas manos
el borde de la manta, y tira de él hacia sí, tan diestramente y con tanta
fuerza, que me siento levantado en vilo, doy dos vueltas sobre mí mismo y caigo
en la blanda cama, lo cual hace reír a la vieja.
-¿Qué, duendecillo, qué te
parece esto?
Pero a veces reza demasiado
tiempo, y yo me duermo de veras y no me percato de cuándo se acuesta.
Los rezos largos de la abuela
cierran siempre los días en que ha habido mucho malhumor, muchas discusiones y
muchas disputas. Entonces escucho con el mayor interés las efusiones de la
anciana, que le cuenta a Dios con todo detalle lo que ha ocurrido en la
familia. Pesadamente, semejando una gran colina, está arrodillada la abuela,
cuchicheando con rapidez palabras ininteligibles, hasta que por fin dice a
media voz, con tono grave:
-Tú sabes bien, Señor, que cada
cual busca siempre lo que le parece mejor. Mijailo, mi hijo mayor, quisiera
quedarse en la ciudad, pues no le hace gracia tener que cruzar al otro lado del
río, donde no conoce a la gente; yo no sé lo que saldrá de aquí. El padre
parece querer más a Jacobo. ¿Está bien eso de repartir el cariño tan
desigualmente entre los hijos? Pero el viejo es testarudo... ¡Señor, ilumina su
alma!
Y dirigiendo a los sombríos
iconos sus ojos grandes y brillantes, la anciana da un consejo a su Dios:
-Mándale un buen sueño, Señor,
para que comprenda cómo debe hacer el reparto entre sus hijos.
Se persigna, se inclina hasta el
suelo, da con la frente en el maderamen, y luego se endereza y prosigue con
tono apremiante:
-¡Si quisieras dar alguna
alegría a mí Bárbara! ¿Por qué te ha irritado tanto? ¿Por qué la pruebas más
que a los otros? ¿Qué es eso de una mujer joven
y sana que vive perpetuamente en la aflicción?
¡Acuérdate del pobre Grigorii,
Señor, cuyos ojos se debilitan más cada día! ¡Si se queda ciego tendrá que ir a
pedir limosna, y eso será su muerte! Ha sacrificado todas sus fuerzas al
abuelo, que seguramente no querrá mantenerlo... ¡Oh Dios, oh Dios!
Humildemente dejaba caer cabeza
y brazos y permanecía así largo rato, como si estuviera profundamente dormida o
aterida de frío.
-¿Qué más? -preguntaba luego,
arrugando la frente para recordar-. ¡Otra cosa! ¡Apiádate de todos los creyentes
y dales la bienaventuranza eterna! Y a mí también, pobre pecadora, tenme en tu
gracia, pues ya sabes que no peco por maldad, sino por tontería.
Luego, suspiraba profundamente y
decía muy cordial y humilde:
-Todo lo sabes, Dios mío. Tú lo
sabes todo, Padrecito bueno.
Me agradaba de un modo
excepcional aquel Dios de mi abuela; por lo visto, se llevaba muy bien con él,
y yo le rogaba a menudo que me contara cosas de Dios. La anciana hablaba de él
de un modo especialísimo: en voz muy baja, con los ojos cerrados, alargando
singularmente las palabras y siempre sentada. Se levantaba un momento, se
volvía a sentar, se ponía un pañuelo en la cabeza y empezaba a hablar
largamente, hasta que el sueño nos dominaba a los dos:
-Dios está arriba sentado en una
montaña alta, en medio de la pradera del Paraíso, en un trono de zafiro azul,
entre tilos plateados que florecen todo el año. En el Paraíso no hay invierno
ni otoño, y las flores no se marchitan, sino que están siempre y perpetuamente
lozanas, para alegría de los Santos de Dios. Y alrededor de Dios vuelan ángeles
a millares, como copos de nieve, como abejas que enjambran, o como palomas
blancas... Vuelan del cielo a la tierra y otra vez suben al cielo, donde
cuentan a Dios todo lo de los hombres. Allí está tu ángel, y el mío y el de mi
abuelo; porque todos tenemos un ángel y Dios es igualmente bueno para todos. De
pronto, un ángel le dice a Dios que Alexei le ha sacado la lengua al abuelo, y
entonces Dios dispone que por eso el viejo le pueda dar una paliza. Y así lo
dispone todo en todas partes y da a cada cual dolor o alegría, según lo que
merece. Y junto a él es todo tan hermoso y tan bueno, que los ángeles baten las
alas de placer y cantan en su elogio: "¡Gloria a Ti, oh Dios, gloria a
Ti!" y el bondadoso Dios les sonríe y les dice: "¡Bueno, ya basta!”
Y ella sonríe también meneando
la cabeza.
-¿Has visto tú eso? -pregunto
yo.
-No, no lo ha visto, pero lo sé
-me responde ensimismada.
Cuando me hablaba así de Dios,
del Paraíso y de los ángeles, se empequeñecía y humillaba, su semblante se
rejuvenecía y los húmedos ojos chispeaban con una luz ardiente. Yo tomaba en la
mano sus gruesas trenzas, suaves como el raso, me envolvía el cuello en ellas y
escuchaba sin moverme, con el espíritu en tensión, sus interminables
narraciones que nunca me saciaban.
-Los hombres no pueden ver a
Dios, porque se quedarían ciegos; sólo los Santos pueden mirarle cara a cara.
En cambio, he visto ángeles, que se aparecen a los que tienen el corazón puro.
Mira: estaba yo una vez en la iglesia oyendo en pie una misa de alba, y vi a
dos angelitos que andaban de un lado a otro, junto al altar. Parecían hechos de
niebla, y se transparentaban; eran claros y radiantes, y sus alas parecían de
encajes y muselina y llegaban hasta el suelo. Daban vueltas alrededor del altar
y ayudaban a misa al anciano padre llia, el sacerdote, que levantaba los
débiles brazos para implorar a Dios, y ellos le sostenían los codos. El padre
Ilia, que estaba ya muy viejo y casi ciego, tropezaba en todo, y poco después
se murió de repente. Cuando los vi entonces, me sentí transportada de alegría,
noté en el corazón una cosa rara y me brotaron lágrimas de los ojos. ¡Tan
hermoso era todo! Todo, hijo mío, es hermoso y bueno al lado de Dios, lo mismo
en el cielo que en la tierra.
-¿Y es todo bueno para nosotros?
-pregunté yo.
La abuela se santiguó y me
contestó:
-Sí, todo es bueno, gracias a la
Santísima Madre de Dios.
Sus palabras me dejaron
sorprendido: no me podía persuadir de que realmente en aquella casa fuera todo
bueno, sino que, por el contrario, tenía la sensación de que todo andaba de mal
en peor. “
Días de infancia
Máximo Gorki
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