11 d’oct. 2018

días de infancia, 2


“Estoy tendido en la ancha cama,  envuelto varias veces en la gruesa colcha, y oigo cómo reza mi abuela; está arrodillada, con una mano en el pecho, y de cuando en cuando con la otra traza lentamente una cruz.

Fuera, crepita la escarcha; la verdosa luz de la luna penetra a través de los cristales de la ventana, cubiertos de flores de hielo, ilumina la bondadosa cara de deforme nariz y arranca a los oscuros ojos una irradiación fosforescente. Reluce como hierro forjado el tocado de seda que cubre el cabello de mi abuela, y el oscuro vestido se mueve, se escurre de los hombros y se extiende por el suelo.

Terminados sus rezos, se levanta silenciosamente, alisa la ropa y la guarda muy ordenada en el arca del rincón; luego, se acerca a la cama, donde yo aparento estar profundamente dormido.

-No vengas fingiendo, bribón, porque no duermes -me dice en voz baja-. ¿Verdad, tortolito, que no duermes? Dame pronto la manta.

Saboreando por anticipado lo que va a venir, no puedo reprimir una sonrisa.

-¡Ah, bandolero! ¿Con que te diviertes con tu vieja abuela, eh? -me dice entonces. Y agarra con ambas manos el borde de la manta, y tira de él hacia sí, tan diestramente y con tanta fuerza, que me siento levantado en vilo, doy dos vueltas sobre mí mismo y caigo en la blanda cama, lo cual hace reír a la vieja.

-¿Qué, duendecillo, qué te parece esto?

Pero a veces reza demasiado tiempo, y yo me duermo de veras y no me percato de cuándo se acuesta.

Los rezos largos de la abuela cierran siempre los días en que ha habido mucho malhumor, muchas discusiones y muchas disputas. Entonces escucho con el mayor interés las efusiones de la anciana, que le cuenta a Dios con todo detalle lo que ha ocurrido en la familia. Pesadamente, semejando una gran colina, está arrodillada la abuela, cuchicheando con rapidez palabras ininteligibles, hasta que por fin dice a media voz, con tono grave:

-Tú sabes bien, Señor, que cada cual busca siempre lo que le parece mejor. Mijailo, mi hijo mayor, quisiera quedarse en la ciudad, pues no le hace gracia tener que cruzar al otro lado del río, donde no conoce a la gente; yo no sé lo que saldrá de aquí. El padre parece querer más a Jacobo. ¿Está bien eso de repartir el cariño tan desigualmente entre los hijos? Pero el viejo es testarudo... ¡Señor, ilumina su alma!

Y dirigiendo a los sombríos iconos sus ojos grandes y brillantes, la anciana da un consejo a su Dios:

-Mándale un buen sueño, Señor, para que comprenda cómo debe hacer el reparto entre sus hijos.

Se persigna, se inclina hasta el suelo, da con la frente en el maderamen, y luego se endereza y prosigue con tono apremiante:

-¡Si quisieras dar alguna alegría a mí Bárbara! ¿Por qué te ha irritado tanto? ¿Por qué la pruebas más que a los otros? ¿Qué es eso de una mujer joven  y sana que vive perpetuamente en la aflicción?

¡Acuérdate del pobre Grigorii, Señor, cuyos ojos se debilitan más cada día! ¡Si se queda ciego tendrá que ir a pedir limosna, y eso será su muerte! Ha sacrificado todas sus fuerzas al abuelo, que seguramente no querrá mantenerlo... ¡Oh Dios, oh Dios!

Humildemente dejaba caer cabeza y brazos y permanecía así largo rato, como si estuviera profundamente dormida o aterida de frío.

-¿Qué más? -preguntaba luego, arrugando la frente para recordar-. ¡Otra cosa! ¡Apiádate de todos los creyentes y dales la bienaventuranza eterna! Y a mí también, pobre pecadora, tenme en tu gracia, pues ya sabes que no peco por maldad, sino por tontería.

Luego, suspiraba profundamente y decía muy cordial y humilde:

-Todo lo sabes, Dios mío. Tú lo sabes todo, Padrecito bueno.

Me agradaba de un modo excepcional aquel Dios de mi abuela; por lo visto, se llevaba muy bien con él, y yo le rogaba a menudo que me contara cosas de Dios. La anciana hablaba de él de un modo especialísimo: en voz muy baja, con los ojos cerrados, alargando singularmente las palabras y siempre sentada. Se levantaba un momento, se volvía a sentar, se ponía un pañuelo en la cabeza y empezaba a hablar largamente, hasta que el sueño nos dominaba a los dos:
-Dios está arriba sentado en una montaña alta, en medio de la pradera del Paraíso, en un trono de zafiro azul, entre tilos plateados que florecen todo el año. En el Paraíso no hay invierno ni otoño, y las flores no se marchitan, sino que están siempre y perpetuamente lozanas, para alegría de los Santos de Dios. Y alrededor de Dios vuelan ángeles a millares, como copos de nieve, como abejas que enjambran, o como palomas blancas... Vuelan del cielo a la tierra y otra vez suben al cielo, donde cuentan a Dios todo lo de los hombres. Allí está tu ángel, y el mío y el de mi abuelo; porque todos tenemos un ángel y Dios es igualmente bueno para todos. De pronto, un ángel le dice a Dios que Alexei le ha sacado la lengua al abuelo, y entonces Dios dispone que por eso el viejo le pueda dar una paliza. Y así lo dispone todo en todas partes y da a cada cual dolor o alegría, según lo que merece. Y junto a él es todo tan hermoso y tan bueno, que los ángeles baten las alas de placer y cantan en su elogio: "¡Gloria a Ti, oh Dios, gloria a Ti!" y el bondadoso Dios les sonríe y les dice: "¡Bueno, ya basta!”

Y ella sonríe también meneando la cabeza.

-¿Has visto tú eso? -pregunto yo.

-No, no lo ha visto, pero lo sé -me responde ensimismada.

Cuando me hablaba así de Dios, del Paraíso y de los ángeles, se empequeñecía y humillaba, su semblante se rejuvenecía y los húmedos ojos chispeaban con una luz ardiente. Yo tomaba en la mano sus gruesas trenzas, suaves como el raso, me envolvía el cuello en ellas y escuchaba sin moverme, con el espíritu en tensión, sus interminables narraciones que nunca me saciaban.

-Los hombres no pueden ver a Dios, porque se quedarían ciegos; sólo los Santos pueden mirarle cara a cara. En cambio, he visto ángeles, que se aparecen a los que tienen el corazón puro. Mira: estaba yo una vez en la iglesia oyendo en pie una misa de alba, y vi a dos angelitos que andaban de un lado a otro, junto al altar. Parecían hechos de niebla, y se transparentaban; eran claros y radiantes, y sus alas parecían de encajes y muselina y llegaban hasta el suelo. Daban vueltas alrededor del altar y ayudaban a misa al anciano padre llia, el sacerdote, que levantaba los débiles brazos para implorar a Dios, y ellos le sostenían los codos. El padre Ilia, que estaba ya muy viejo y casi ciego, tropezaba en todo, y poco después se murió de repente. Cuando los vi entonces, me sentí transportada de alegría, noté en el corazón una cosa rara y me brotaron lágrimas de los ojos. ¡Tan hermoso era todo! Todo, hijo mío, es hermoso y bueno al lado de Dios, lo mismo en el cielo que en la tierra.

-¿Y es todo bueno para nosotros? -pregunté yo.

La abuela se santiguó y me contestó:

-Sí, todo es bueno, gracias a la Santísima Madre de Dios.

Sus palabras me dejaron sorprendido: no me podía persuadir de que realmente en aquella casa fuera todo bueno, sino que, por el contrario, tenía la sensación de que todo andaba de mal en peor. “

Días de infancia
Máximo Gorki


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