29 d’oct. 2018

la madre, final




“Le parecía que todos estaban dispuestos a entenderla, a creerle; deseaba, se apresuraba en trasladar a la gente todo cuanto sabía,  todas sus ideas,  cuya fuerza sentía.  Estas afloraban ligeras de las profundidades de su corazón y se componían en una canción,  pero con ofensa sentía que la voz le fallaba,  que estaba ronca,  temblorosa y que se le quebraba.

— ¡La palabra de mi hijo, la limpia palabra del hombre obrero,  de un alma insobornable! ¡Han de saber lo que es insobornable por su valentía!

Unos ojos jóvenes le miraban a la cara con admiración y con miedo.

La empujaron en el pecho,  ella se tambaleó y se sentó en el banco.  Sobre las cabezas de las gentes centelleaban las manos de los gendarmes;  ellos agarraban por las solapas y los hombros, lanzando los cuerpos hacia los lados, arrancando los gorros de las cabezas y lanzándolos lejos.  Todo ennegreció,  se movió ante los ojos de la madre, pero, superponiéndose a su cansancio, todavía gritaba con el resto de voz que le quedaba:

— ¡Pueblo, reúne todas tus fuerzas en una fuerza única!

Los gendarmes,  con una mano grande y enrojecida, la agarraron por el cuello del abrigo y la sacudieron.

— ¡Cállate!

Ella se golpeó con la nuca en la pared;  el corazón por un instante se cubrió de humo acre del miedo y de nuevo se encendió vivamente,  haciéndolo desaparecer.

— ¡Vamos! —dijo un gendarme.

— ¡No teman nada! ¡No hay pena más grande que aquella que respiráis durante toda la vida...!

— ¡He dicho que a callar! —El gendarme la cogió por el brazo y le dio un empujón. El otro cogió la otra mano y dando grandes zancadas se llevaron a la madre.

— ¡...La que cada día os devora el corazón y os seca las entrañas!

El espía se puso delante de ella y, amenazándola con el puño,  exclamó con voz chillona:

— ¡A callar, canalla!

Sus ojos se abrieron, brillaron, la mandíbula le tembló. Resistiéndose con los pies apoyados en el resbaladizo suelo de piedra, la madre exclamó:

— ¡No matarán el alma resucitada!

— ¡Perra!

El espía la golpeó en la cara con la mano ligeramente alzada.

— ¡Le está bien,  a la muy infame de la vieja! —se oyó un grito malvado.

Algo negro y rojo por un instante cegó la vista de la madre, el salado sabor de la sangre le llenó la boca.

La revivieron las exclamaciones fraccionadas y claras.

— ¡No te atrevas a golpearla!

— ¡Chicos!

— ¡Eh, tú, canalla!

-¡Dale!

— ¡No podrán cubrir de sangre la razón!

La empujaban por el cuello,  por la espalda,  la golpeaban en los hombros,  en la cabeza, todo giraba dando vueltas en un oscuro torbellino de los gritos,  aullidos y silbidos;  algo espeso y ensordecedor se metía por los oídos,  introduciéndose en la garganta la ahogaba,  el suelo se hundía bajo sus pies,  moviéndose;  las piernas se le doblaban,  el cuerpo se estremecía entre las quemaduras del dolor,  se le hacía pesado y se movía sin fuerzas. Pero sus ojos no se apagaban y veían muchos otros ojos que ardían con un fuego conocido y valiente,  un fuego que le resultaba familiar a su corazón.

La empujaban contra las puertas.

Ella logró soltarse una mano, y se agarró al marco.

—No conseguirán apagar la verdad con ríos de sangre...

La golpearon en la mano.

— ¡Inconscientes,  sólo acumularán odio! ¡Y éste caerá sobre ustedes!

El gendarme la agarró por el cuello y comenzó a ahogarla.

Su voz ronqueaba.

—Desgraciados...

Le respondió alguien con un sonoro sollozo.”
La madre
Maksim Gorki
traducción de Bela Martinova
Cátedra, 2005
Página 429-431



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