10 d’abr. 2021

la amiga estupenda, final

 

“Teníamos dieciséis años. Yo estaba enfrente de Nino Sarratore, de Alfonso, de Marisa, me esforzaba por sonreír y decir con fingida despreocupación: «No importa, habrá otra ocasión»; Lila se encontraba en el otro extremo del salón —era la novia, la reina de la fiesta— y Stefano le hablaba al oído y ella sonreía.

El largo y extenuante banquete de bodas llegaba a su fin. La orquesta tocaba, el cantante cantaba. Antonio comprimía en su pecho el malestar que yo le había causado y miraba el mar de espaldas al salón. Enzo tal vez le estaba murmurando a Carmela que la quería. Rino seguramente ya lo había hecho con Pinuccia, que le hablaba mirándolo fijamente a los ojos. Con toda probabilidad Pasquale, asustado, le estaba dando vueltas a la idea, pero antes de que terminara la fiesta, Ada ya se habría encargado de encontrar la manera de arrancarle las palabras necesarias. Desde hacía rato se encadenaban los brindis con las alusiones obscenas; destacaba en ese arte el comerciante de metales. El suelo estaba cubierto de los chorretones de salsa dejados por un plato resbalado de las manos de algún niño, del vino derramado por el abuelo de Stefano. Me tragué las lágrimas. Pensé: tal vez publiquen mi texto en el número siguiente, tal vez Nino no insistió lo suficiente, tal vez debí haberme ocupado yo misma. Pero no dije nada, seguí sonriendo, encontré incluso fuerzas para decir:

—Además, con el cura ya me había peleado una vez, habría sido inútil volver a hacerlo.

—Pues sí —dijo Alfonso.

Nada atenuaba la desilusión. Me debatía para sustraerme a una especie de oscurecimiento en la cabeza, de dolorosa merma en la tensión, y no lo conseguía. Descubrí que había considerado la publicación de esas pocas líneas, mi firma impresa, como señal de que tenía realmente un destino, de que el esfuerzo del estudio conducía con seguridad hacia arriba, a alguna parte, de que la maestra Oliviero había tenido razón al empujarme a seguir adelante y a abandonar a Lila. « ¿Sabes lo que es la plebe?» «Sí, señorita.» En ese momento supe lo que era la plebe con mayor claridad que años antes cuando la Oliviero me lo había preguntado. La plebe éramos nosotros. La plebe era ese disputarse la comida y el vino, ese pelearse para que te sirvieran el primero y mejor, ese suelo mugriento por el que los camareros iban y venían, esos brindis cada vez más vulgares. La plebe era mi madre, que había bebido y ahora se aflojaba apoyando la espalda contra el hombro de mi padre, serio, y se reía con la boca abierta de par en par de las alusiones sexuales del comerciante de metales. Reían todos, también Lila, con el aire de quien tiene un papel y lo interpreta hasta el final.

Tal vez asqueado por el espectáculo en curso, Nino se levantó y anunció que se marchaba. Se puso de acuerdo con Marisa para regresar a casa juntos; Alfonso prometió acompañarla a la hora acordada, al lugar acordado. Ella parecía muy orgullosa de contar con un caballero tan cumplido. Le pregunté a Nino, vacilante:

— ¿No quieres saludar a la novia?

Extendió los brazos, farfulló algo sobre su atuendo y sin siquiera estrecharme la mano, sin un solo gesto dirigido a mí o a Alfonso, fue hacia la puerta con su paso oscilante de siempre. Sabía entrar y salir del barrio a su antojo, sin dejarse contaminar. Podía hacerlo, era capaz de hacerlo, tal vez lo había aprendido años antes, en la época de la borrascosa mudanza que a punto estuvo de costarle la vida.

Dudé de que yo fuera a conseguirlo. Estudiar no servía: ya podía sacar dieces en los deberes, eso no era más que el colegio; pero quienes trabajaban en la revista habían olido el informe mío y de Lila, y no lo habían publicado. Nino sí lo podía todo: tenía la cara, los gestos, el porte de quien iba a mejorar siempre. Cuando se perdió de vista me pareció que había desaparecido la única persona de todo el salón que contaba con la energía para sacarme de allí.

Después tuve la impresión de que la puerta del restaurante se cerraba por un golpe de viento. En realidad no hubo viento, tampoco un golpe de batientes. Solo ocurrió lo que era previsible que ocurriera. Llegaron justo para la tarta, para la bombonera, los apuestísimos, elegantísimos hermanos Solara. Se pasearon por el salón y saludaron a unos y a otros con su aire de amos y señores. Gigliola le echó los brazos al cuello a Michele, se lo llevó con ella y lo sentó a su lado. Lila, con un sonrojo repentino en el cuello y alrededor de los ojos, tironeó enérgicamente del brazo a su marido y le murmuró algo al oído. Silvio hizo una seña leve a sus hijos, Manuela los contempló con orgullo de madre. El cantante atacó Lazzarella imitando discretamente a Aurelio Fierro. Rino hizo acomodar a Marcello con una sonrisa amistosa. Marcello se sentó, se aflojó el nudo de la corbata, cruzó las piernas.

Lo imprevisible se reveló solo entonces. Vi que Lila perdía el color, se ponía palidísima como era de niña, más blanca que su vestido de novia, y sus ojos sufrieron esa contracción imprevista hasta convertirse en hendiduras. Tenía delante una botella de vino y temí que su mirada la traspasase con una violencia que la haría añicos y salpicaría el vino por todas partes. Pero no miraba la botella. Miraba más lejos, miraba los zapatos de Marcello Solara.

Eran zapatos Cerullo de caballero. No se trataba del modelo en venta, el de la hebilla dorada. Marcello llevaba los zapatos que había comprado tiempo atrás Stefano, su marido. Era el par que ella había confeccionado con Rino, que había hecho y deshecho durante meses, dejándose el alma y las manos en ellos.”

 

La amiga estupenda

Elena Ferrante

traducción de Celia Filipetto Isicato

Lumen, 2012

Páginas 376-379

 

 


Cap comentari:

Publica un comentari a l'entrada