LAËTITIA SOY YO
por Irma Gallo
Literal, Voces Latinoamericanas
26/02/2018
"“Por primera vez, tuve vergüenza de mi género”, escribe Ivan Jablonka. Acaba de encontrarse con Jessica Perrais, melliza de Laëtitia, secuestrada, violada, estrangulada y cortada en pedazos la noche del 18 al 19 de enero de 2011 en la casa rodante de un exconvicto, adicto a las drogas y al alcohol llamado Tony Meilhon, en una pequeña comunidad llamada Arthon-en-Retz, en el País de Loira, en la Francia rural.
Jablonka ha estado entrevistando a Jessica para escribir un libro sobre el asesinato de su hermana (Laëtitia o el fin de los hombres, Anagrama/Libros del Zorzal, 2017). Se ha ido ganando su confianza, porque una cosa queda clara desde el principio: no quiere hacer un libro amarillista; no quiere regodearse en el suceso per se; mucho menos quiere hacer un héroe del asesino, como Truman Capote de Richard Hickock y Perry Smith en A sangre fría; como Emmanuel Carrère de Jean-Claude Romand, en quien se basó para su personaje de El adversario.
Lo que Ivan Jablonka quiere es devolverle su dignidad a Laëtitia: “Bebé maltratado, niña olvidada y dada en acogida, adolescente tímida”, como la describe casi al principio del libro. Laëtitia, que con su muerte a los 18 años de edad se convirtió en circo mediático y en botín político del presidente Nicolás Sarkozy contra el sistema judicial francés.
La tragedia de Laëtitia se gestó desde su nacimiento: ella y su melliza Jessica nacieron de un matrimonio roto, marcado por la violencia del padre, Franck Perrais, y los constantes internamientos en clínicas psiquiátricas de la madre, Sylvie Larcher. Con Perrais encarcelado y Sylvie internada, las chicas empezaron un periplo que las llevó de un hogar adoptivo a otro, entre citas con trabajadoras sociales y jueces, educadores y psicólogos. El resultado: a los ocho años de edad, Laëtitia tenía las capacidades cognitivas de una niña de cinco. De ahí en adelante, todo en su vida sería inestable, desestructurado, hasta unos días antes de morir, cuando estaba trabajando para independizarse e iniciar una vida adulta.
Ivan Jablonka reconstruye la historia de las mellizas a través de los testimonios de Jessica, de su abogada Cecile de Oliveira, así como otros familiares, amigos y conocidos. Pero el historiador y sociólogo, profesor de la Universidad París XIII hace, al mismo tiempo, un análisis del estado de la justicia y la democracia en Francia, además de (y esto es inevitable, dado que su tema principal es el feminicidio de Laëtitia) la violencia de género en esa parte del mundo, en ese país que desde América Latina miramos como “civilizado” pero donde las mujeres también mueren violadas, asesinadas, descuartizadas.
Curioso que sea este país el mismo en donde un grupo de mujeres intelectuales y artistas le respondió a las del #MeToo estadounidense acusándolas de intolerantes.
Tony Meilhon asesinó a Laëtitia Perrais porque no quiso tener sexo con él, a pesar de que él le había invitado una copa de champán y un poco de cocaína, y le había regalado unos guantes para que no se le enfriaran las manos cuando condujera su moto en la noche, al terminar su turno en un hotel de La Bernerie-en-Retz, donde trabajaba como mesera. “Laëtitia fue ejecutada por ser mujer, porque había en ella una mujer a la que someter, a la que destruir. Punción y venganza a la vez, el asesinato de Laëtitia es un crimen misógino”, escribe Ivan Jablonka, y sus palabras resuenan en la noche helada de Arthon-en-Retz, en el País de Loira, pero también en un campo algodonero de Ciudad Juárez, Chihuahua, o en el paisaje desolador de un basurero en Ecatepec, Estado de México.
“Todos saben qué es una cabeza, una pierna o un brazo, pero nadie jamás ha visto una cabeza, dos piernas y dos brazos seccionados, amontonados unos sobre otros en desorden, como trozos de pollo encima del papel para envolver del carnicero. (…) Juntas, estas extremidades pesan 13 kilos: un cuarto de la muchacha”, escribe Jablonka. Y en ese momento quien esto escribe quiere dejar de leer, le duele el pecho, casi no puede aguantar las náuseas: ¿cómo alguien puede hacerle algo así a una mujer-niña de 18 años? ¿y por qué, encima de todo, el escritor nos lo restriega así en la cara?
Más adelante, el autor nos da una pista. No se trata de regodearse en la violencia, sino de intentar explicarla. Escribe, citando a otro historiador, Philippe Artières: “En el transcurso de la última década del siglo XIX (…) el descuartizamiento criminal sale de las sombras”, y continúa, “El cuerpo descuartizado es un cuerpo-mujer (…) y casi siempre es un río o un estanque el que recibe los despojos”.
Tanto los brazos, piernas y cabeza de Laëtitia, como después su torso, fueron encontrados en un estanque; los primeros, en una especie de jaula casera de alambre y asbesto que se usa en algunos lugares para pescar; el torso, días después, amarrado a un bloque de hormigón. Los pedazos de la chica dispersos, sumergidos en un estanque de aguas turbias, heladas, en un intento por despojarla de toda dignidad.
Y esto es a lo que se contrapone el libro de Ivan Jablonka: es una suerte de rompecabezas que reconstruye a Laëtitia desde su esfera privada (¿hay algo más íntimo que la muerte?) pero también la sitúa en un contexto económico, social, histórico.
“Mi apuesta es que, para comprender un suceso en cuanto objeto de historia, hay que volcarse hacia la sociedad, la familia, el niño, la condición de las mujeres, la cultura de masas, las formas de violencia, los medios, la justicia, lo político, el espacio de la sociedad; de lo contrario, precisamente, el suceso conserva su calidad de mito, de decreto del destino”, escribe el también autor de Historia de los abuelos que no tuve (2015).
Si Sarkozy desafió públicamente a los magistrados del País de Loira por no haberle dado el seguimiento judicial que debía tener Tony Meilhon, un delincuente reincidente, Jablonka se da a la tarea, sin por ello justificarlos, de trazar el escenario de sobrecarga de trabajo y bajos recursos materiales y humanos en los juzgados. Si la buena sociedad parisina y de Nantes (la ciudad grande más cercana a Le Cassepot, Arthon en Retz, en donde ocurrieron los hechos) organizó marchas silenciosas, con rosas blancas y pancartas con la foto de Laëtitia exigiendo justicia, el autor se encarga, sin minimizar estas demostraciones públicas de duelo, de hacernos notar que si no hubiera sido por el protagonismo del entonces presidente de Francia, este crimen no le habría importado a nadie. Laëtitia y su asesino compartían una característica: ambos provenían de hogares disfuncionales, los dos habían quedado a cargo del Estado -ella en hogares de acogida y él en distintas prisiones-, los dos pertenecían a ese estrato social en el que nadie quiere reconocerse. “Marginales matándose entre ellos”, ironiza Jablonka sobre las opiniones de esa otra gente que se siente diferente porque nació en París y no en una comunidad perdida semi rural en el estuario del Loira, que tiene acceso a educación universitaria y no técnica, que tuvo mamá y papá, y su infancia no transcurrió en hogares sustitutos o reformatorios.
Laëtitia o el fin de los hombres es testimonio, historia, análisis sociológico, periodismo y literatura. “¿Cómo se puede reducir la vida de alguien a su muerte?”, se pregunta su autor, y esto es contra lo que él se ha propuesto escribir. Laëtitia es más, mucho más que el sórdido espectáculo de su muerte, más que el abandono de sus padres, más que el señor Patron, su padre de acogida, abusando sexualmente de su melliza Jessica durante años (y muy probablemente también de ella). Laëtitia es mucho más que el pleito del presidente de Francia contra los magistrados; muchísimo más que el cuerpo roto que Tony Meilhon tiró en un estanque: “No tenemos nada en común y, sin embargo, Laëtitia soy yo”, escribe Iván Jablonka, y entonces la chica que se tomó una selfie lanzando un beso con la palma de la mano vuelve a sonreír."
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