La historia es una literatura contemporánea.
Manifiesto por las ciencias sociales
Jablonka, Ivan
Traductor: Horacio Pons
Fondo de cultura económica, 2016
348 páginas
¿Podemos imaginar textos que sean
a la vez historia y literatura? El desafío solo tiene sentido si da origen a
nuevas formas. La historia y la literatura pueden ser, la una para la otra,
algo más que un caballo de Troya.
Mi idea es la siguiente: la
escritura de la historia no es una mera técnica (anuncio del plan, citas, notas
a pie de página), sino una elección. El investigador se encuentra frente a una
posibilidad de escritura. De manera recíproca, una posibilidad de conocimiento
se ofrece al escritor: la literatura está dotada de una aptitud histórica,
sociológica, antropológica. Debido a que en el siglo XIX la historia y la
sociología se separaron de las bellas letras, el debate suele tener como
basamento dos postulados: las ciencias sociales no tienen una dimensión
literaria, y un escritor no produce conocimientos. Habría que escoger entre una
historia que sea “científica”, en detrimento de la escritura, y una historia
que sea “literaria”, en detrimento de la verdad. Esta alternativa es una
trampa.
En primer lugar, las ciencias
sociales pueden ser literarias. La historia no es ficción, la sociología no es
novela, la antropología no es exotismo, y las tres obedecen a exigencias de
método. Dentro de ese marco, nada impide que el investigador escriba. Huyendo
de la erudición que se vierte en un no-texto, puede encarnar un razonamiento en
un texto, elaborar una forma al servicio de su demostración. Conciliar ciencias
sociales y creación literaria es intentar escribir de manera más libre, más
justa, más original, más reflexiva, no para relajar la cientificidad de la
investigación sino, al contrario, para fortalecerla.
En efecto, si la escritura es un
componente insoslayable de la historia y las ciencias sociales, lo es menos por
razones estéticas que por razones de método. La escritura no es el mero
vehículo de “resultados” ni el paquete que uno ata a las apuradas, una vez
terminada la investigación: es el despliegue de esta, el cuerpo de la
indagación. Al placer intelectual y la capacidad epistemológica, se agrega la
dimensión cívica. Las ciencias sociales deben discutirse entre especialistas,
pero es fundamental que también pueda leerlas, apreciarlas y criticarlas un público
más amplio. Contribuir mediante la escritura al atractivo de las ciencias
sociales puede ser una manera de conjurar el desamor que las afecta tanto en la
universidad como en las librerías.
En segundo lugar, deseo mostrar en
qué aspecto la literatura es apta para explicar lo real. Así como el
investigador puede encarnar una demostración en un texto, el escritor puede
desplegar un razonamiento histórico, sociológico, antropológico. La literatura
no es necesariamente el reino de la ficción. Adapta y a veces anticipa los
modos de investigación de las ciencias sociales. El escritor que quiere decir
el mundo se erige, a su manera, en investigador.
Porque producen un conocimiento
sobre lo real, porque son capaces no solo de representarlo (la vieja mímesis)
sino también de explicarlo, las ciencias sociales ya están presentes en la
literatura: cuadernos de viaje, memorias, autobiografías, correspondencias,
testimonios, diarios íntimos, historias de vida, reportajes, todos esos textos
en los que alguien señala, pone, consigna, examina, transmite, cuenta su
infancia, evoca a los ausentes, rinde cuentas de una experiencia, traza el
itinerario de un individuo, recorre un país en guerra o una región en crisis,
investiga un hecho de la crónica menuda, un sistema mafioso, un medio
profesional. Toda esa literatura revela un pensamiento historiador, sociológico
y antropológico, provisto de ciertas herramientas de inteligibilidad: una
manera de comprender el presente y el pasado.
Las siguientes son, pues, las
preguntas que este libro procura responder:
– ¿Cómo renovar la escritura de la
historia y de las ciencias sociales?
– ¿Se puede definir una literatura
de lo real, una escritura del mundo?
Estas dos preguntas convergen en una tercera,
más experimental: ¿pueden concebirse textos que sean a la vez literatura y
ciencias sociales?
La reflexión sobre el modo de
escribir la historia existe desde que esta existe. Hace dos siglos y medio,
Voltaire señalaba que “se ha dicho tanto sobre esta materia, que aquí hay que
decir muy poco”. Fueron menos las preguntas sobre lo que las ciencias sociales
aportaban a la literatura y lo que esta provocaba en ellas. La razón hay que
buscarla en la relativa juventud de esas ciencias. Desde comienzos del siglo XX,
la historia y la sociología constituyen una “tercera cultura”, entre las letras
y las llamadas ciencias exactas. Las guerras mundiales y los crímenes masivos
también repartieron las cartas de otro modo: historia, testimonio y literatura
ya no tienen la misma significación desde 1945.
Este libro se ocupa de la literatura permeable
al mundo, de la historia-ciencia social, de la investigación en cuanto es
método y creación, epistemología en una escritura. La historia es más literaria
de lo que pretende; la literatura, más historiadora de lo que cree. Una y otra
son plásticas y abundantes en extraordinarias potencialidades. Desde hace
algunos años florecen iniciativas en todas partes: las revistas, los libros, en
Internet y dentro de la universidad. Se percibe un enorme apetito en los
investigadores, escritores y periodistas y una enorme expectativa en los
lectores.
Esto no equivale a decir que todo
está en todo. Están las ciencias sociales, está la literatura: hay una línea de
demarcación. Si, como dice Philip Roth, el escritor “no tiene responsabilidad
con nadie”, el investigador es al menos responsable de la exactitud de lo que
afirma. Quiero simplemente llevar adelante una reflexión sobre los géneros,
para ver si la línea de demarcación no puede convertirse en un frente precursor.
Explorar una pista, no asestar una norma. “Podemos” en lugar de “es preciso”.
Querría sugerir una posibilidad, indicar un camino por el que, a veces, vayamos
a caminar.
Escribir
la historia
Hablar de “escritura de la
historia” en sentido fuerte (la escritura como forma literaria, la historia
como ciencia social) obliga a interesarse en las relaciones entre literatura e
historia. Ahora bien, estos conceptos son tan polisémicos, tan fluctuantes, tan
recientes en algunos aspectos, que al compararlos surgen infaliblemente
malentendidos.
Primera equivocación: la
literatura y la historia mantendrían una relación de identidad evidente. ¿No
tenemos en la novela histórica la prueba de ello? De hecho, ese género
literario adhiere a una concepción épico-memorial que se remonta a la
Antigüedad: la historia, dice Cicerón, se ocupa de hechos “importantes y dignos
de recordarse”. La Historia con mayúscula sería lo importante del pasado, un
espectáculo en el cual los grandes hombres producen grandes acontecimientos, un
fresco donde guerras, revoluciones, conspiraciones, matrimonios y epidemias
trastruecan los destinos individuales y colectivos. Algunos novelistas se
apoderarían de esta “gran Historia” al resucitar a Cleopatra, los gladiadores,
la matanza de San Bartolomé, Napoleón, las trincheras, la conquista espacial.
Pero la historia es menos un contenido que un proceder, un esfuerzo por
comprender, un pensamiento de la prueba. Si las Memorias de ultratumba y
Si esto es un hombre son más históricas que las novelas de capa y
espada, no es porque hablen de Napoleón o Auschwitz, sino porque producen un
razonamiento histórico.
Con prescindencia del tema,
podríamos identificar historia y literatura sobre la base de su vocación
narrativa: las dos cuentan, armonizan acontecimientos, tejen una intriga, ponen
en escena personajes. La historia se funda entonces en una vasta literatura
novelesca, bajo la forma de una “novela verdadera”. Pero ¿es la historia, por
fuerza, una saga llena de peripecias? ¿Y la literatura se resume en la novela?
Si restringimos aún más el concepto de literatura y fingimos creer que esta
consiste en giros agradables y frases equilibradas, la historia se transforma
como por arte de magia: bastaría con tener una “bella pluma”, escribir libros
que se lean bien, para hacer literatura.
En los años 1970-1980, pensadores
como Hayden White, Paul Veyne, Michel de Certeau, Richard Brown, Jacques
Rancière y Philippe Carrard establecieron la existencia de una “escritura de la
historia” e incluso de una “poética de la historia” (o de la sociología). Pero
el hecho de que un investigador cuente o cite no prejuzga respecto del esfuerzo
de creación que él consiente. La literariedad de un texto no es lo mismo que su
discursividad, donde intervienen la gestión del pasado, la organización de un
material documental, el aparato de la erudición. Es palmario que hay una
escritura técnica de la historia, pero no todos los investigadores deciden
escribir, ni mucho menos. De hecho, en esta materia, las ciencias sociales
distan de haber vivido las mismas revoluciones que la novela en el siglo XX. Si
acepta pasar del discurso al texto, el historiador se fija un nuevo horizonte:
ya no la “escritura historiadora”, sino la escritura a secas.
Reflexionar sobre la escritura de
la historia supone, por lo tanto, eludir esos falsos encuentros que son la
“Historia”, la “novela verdadera” y el “bello estilo”. No por apasionar, contar
o armonizar la historia es literatura.
Segunda equivocación, simétrica de
la primera: la historia sería una antiliteratura. Para acceder al estatus de
ciencia, la historia cortó lazos con las bellas letras, y la sociología se
construyó contra los novelistas que se pretendían sociólogos. Asociado al
amateurismo, la pretensión, la falta de método, el esfuerzo literario parasita
efectivamente el trabajo del investigador. Por otra parte, la idea de
literatura connota hoy la ficción; ahora bien, la historia no es ficción. Si lo
fuera, perdería su razón de ser, que es aferrarse a “esa antigualla, ‘lo real’,
‘lo auténticamente sucedido’”. No produciría conocimiento sino una versión de
los hechos más o menos convincente. En los años 1970-1980, el linguistic
turn y el posmodernismo intentaron recusar el alcance cognitivo de la
historia asimilándola a la literatura (entendida a la vez como ficción y como
retórica).
Tan pronto como se quiere oponer
literatura e historia, las cosas son bien tajantes. Por un lado, está la
escritura como diversión y, por otro, el trabajo serio. Esta dicotomía explica
la relación ambigua que muchos investigadores mantienen con la literatura. La
utilizan en el marco de su trabajo, se deleitan con ella en privado, pero no la
hacen: eso sería rebajarse. La única “escritura” universalmente aceptada
obedece a lo normativo: introducción, capítulos, notas a pie de página, con
algunas figuras de estilo.
La investigación en ciencias
sociales acierta al desconfiar de las bellas letras y la ficción, pero, al
repetir en exceso que no tiene nada que ver con el trabajo literario, corre el
riesgo de debilitarse: la novela, con su capacidad de problematización y
figuración, ejerció una profunda influencia sobre la historia en el siglo XIX.
En especial, si se condena la escritura con el argumento de que es cosa de
“literatos”, se reducen a la nada sectores enteros de la historiografía. En
efecto, de Heródoto a Polibio, de Cicerón a Valla, de Bayle a Gibbon, de
Michelet a Renan, todos los avances epistemológicos consistieron asimismo en
innovaciones literarias. Por eso el desprecio de la escritura puede llegar a
pagarse muy caro.
Reflexionar sobre la escritura de
la historia implica pues rechazar los anatemas. El hecho de que la historia sea
método, ciencia social, disciplina profesionalizada no significa que ya no
tenga nada de literaria.
La escritura de la historia:
¿evidencia o peligro? ¿Toda historia será literatura? ¿Ninguna historia será
literatura? La única manera de escapar a esta oscilación estéril es procurar
que la aspiración literaria del investigador no sea una renuncia, una actividad
recreativa luego del “verdadero” trabajo, un reposo del guerrero, sino un
beneficio epistemológico; que signifique progreso reflexivo, intensificación de
la honestidad, crecimiento del rigor, exposición del protocolo, discusión de
las pruebas, invitación al debate crítico. Querer escribir las ciencias
sociales no es, por lo tanto, rehabilitar la Historia, hundirse en la
sociografía de café o hacer el elogio del estilo florido. Es volver a los
fundamentos de la disciplina, conciliando un método y una escritura, llevando a
la práctica un método en una escritura. No se trata de matar la historia a
golpes de ficción y retórica, sino de volver a templarla mediante una forma,
una construcción narrativa, un trabajo sobre la lengua, en un texto-indagación
que se case con su esfuerzo por la verdad. La creación literaria es el otro
nombre de la cientificidad historiadora.
El investigador tiene todo el
interés en escribir de manera más sensible, más libre, más justa. En este caso,
la justeza, la libertad y la sensibilidad están asociadas a la capacidad
cognitiva, como cuando se dice que una demostración matemática es “elegante”.
Una cronología o unos anales no producen conocimiento, y la idea de que los
hechos hablan por sí mismos es una muestra de pensamiento mágico. Muy por el
contrario, la historia produce conocimiento porque es literaria, porque se
despliega en un texto, porque cuenta, expone, explica, contradice, prueba:
porque es un escribir-veraz. La escritura, en consecuencia, no es la
maldición del investigador, sino la forma que adopta la demostración. No
entraña ninguna pérdida de verdad: es la condición misma de la verdad.
Toca a cada uno forjar su escritura-método.
Renovar la escritura de las ciencias sociales no consiste pues en abolir toda
regla, sino en darse libremente nuevas reglas.
La
literatura de lo real
Los rinocerontes dibujados en las
paredes de la gruta de Chauvet, hace unos 32 mil años, y los bosques o las iras
mencionados en el ciclo de Gilgamesh, más de mil años antes de Homero, muestran
que la mímesis es tan antigua como el arte. En el Renacimiento, la perspectiva
y la expresividad perfeccionaron la representación del mundo. La novela, bajo
sus distintos avatares —novela de caballería en el siglo XII, novela de
aventuras o psicológica a partir del siglo XVII, novela social en el siglo XIX—,
propone otra forma de realismo, capaz de evocar lo real, describir personas y lugares,
poner en escena acciones, penetrar en el alma humana. Como los pintores con el
dibujo y el color, los escritores intentan que las palabras y las cosas se
correspondan.
Nadie duda de que se trata de una
construcción, por medio de ciertos efectos. Nadie supone que las palabras den
un acceso directo a la “realidad”, como si tuvieran a la vez el poder de
designar y el de borrarse en el momento en que designan. Pero la ambición de
conocimiento que anima toda ciencia se apoya en la certeza de que un texto puede
estar en una relación de adecuación con lo real. Como recordaba Tarski en la
década de 1930, una teoría es verdadera si y solo si corresponde a los hechos.
En la filosofía del lenguaje, el “axioma de identificación” postula que el
oyente está en condiciones de reconocer un objeto a partir de un enunciado.
Los historiadores, los sociólogos
y los antropólogos tienen una conciencia muy aguda del desfase existente entre
sus frases y la realidad, de la dificultad que se presenta para encontrar las
palabras justas y de la incomunicabilidad de determinadas experiencias. Ninguno
tiene la ingenuidad de querer restituir la realidad “objetiva” o los hechos
“tal como son”; pero ninguno puede aceptar la idea de que su palabra esté
desligada de las cosas. La investigación no es compatible con la idea de que
estamos encerrados en la Biblioteca, zarandeados de una palabra a otra y una
significación a otra, condenados a llorar (o a gozar) por nuestra ruptura con
el mundo. Por defectuosa que sea, nuestra palabra es prensil: un texto puede,
pese a todo, explicar lo que está fuera del texto. El lenguaje es a la vez
nuestro problema y nuestra solución. Por eso conservamos el “coraje de
escribir”y contamos historias, recurrimos a imágenes, inventamos tropos,
movilizamos símbolos.
¿Por qué no ha de tener repercusiones
en la literatura la convicción de los científicos y los investigadores en
ciencias sociales? Todo el problema radica en saber cómo penetra el mundo en un
texto. ¿Por la vía del realismo? ¿De lo verosímil? Eso sería fácil de recusar.
En la tradición platónica y hasta Barthes, la literatura es una copia de una
copia, un trompe-l’œil. Los románticos alemanes conciben la Novela como
un universo por sí solo, un solipsismo regido por sus propias leyes, que pone
en escena su literariedad o la imaginación del escritor. Tras la Segunda Guerra
Mundial, en momentos en que el Nouveau Roman anunciaba el fin del
realismo tradicional, escritores como Primo Levi, Varlam Shalámov, Georges
Perec o Annie Ernaux propusieron otra solución para aprehender lo
real: descifrar nuestra vida. Comprender lo sucedido. Hacer de la escritura un
“medio de conocimiento, [un] medio de toma de posesión del mundo”. Esa
necesidad dio lugar a una literatura profundamente historiadora y sociológica,
alimentada por la voluntad de comprender: una manera de rebasar la mímesis por
arriba.
Llegamos a la reformulación de la
cuestión de las relaciones entre la literatura y lo real: no abordar el tema,
tan trillado, de la representación o la verosimilitud, sino determinar cómo se
puede decir algo verdadero en y por un texto. Para teorizar una literatura de
lo real hay que partir, no del realismo, sino de las ciencias sociales en
cuanto conducen una investigación. Un texto alcanza su adecuación con el mundo
a través del razonamiento. Hay compatibilidad entre la literatura y las
ciencias porque el razonamiento ya está instalado en el corazón de lo
literario. Eso es lo que muestran, por ejemplo, las historias de vida, las
memorias y los grandes reportajes.
Esta inversión de perspectiva
permite decir adiós al tópico de la literatura “apartada del mundo” y el de las
ciencias sociales áridas de espíritu, incapaces de inventar y carentes de toda
ambición estética. Permite también abordar con mayor serenidad la cuestión de
la ficción. Puesto que las propias ciencias sociales recurren a ciertas
ficciones, controladas y apuntaladas, que son elementos indispensables de la
demostración. Inspirada por la letra y el espíritu de esas ciencias, la
literatura de lo real ya no está, por lo tanto, obligada a definirse como una
no-ficción. No solo informa hechos; los explica por medio de herramientas de inteligibilidad.
El conocimiento que produce trasciende el simple relato “fáctico”. Su
comprensión engloba y consuma la mímesis.”
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada