2 de nov. 2022

ferrocarril subterrani, fragment 1

 


    “Ridgeway frecuentaba un círculo de cazadores de esclavos, gorilas embutidos en trajes negros y ridículos bombines. Tuvo que demostrar que no era un paleto, pero solo una vez. Juntos perseguían a los escapados durante días, ocultándose frente a los lugares de trabajo hasta que se presentaba una oportunidad, entrando de noche en las casuchas de los negros a secuestrarlos. Tras años alejados de la plantación, tras tomar esposa y fundar una familia, se habían convencido de que eran libres. Como si los amos se olvidaran de sus posesiones. Sus falsas ilusiones los convertían en presas fáciles. Despreciaba a los mirleros, las bandas de Five Points que raptaban a hombres libres y los llevaban a las subastas del sur. Era un comportamiento indigno, un comportamiento de patrullero. Y él ahora era un cazador de esclavos.

    Nueva York era una fábrica de sentimiento antiesclavista. Ridgeway necesitaba la autorización del juzgado para llevarse el cargamento al sur. Los abogados abolicionistas levantaban barricadas de papeleo, cada semana ideaban una nueva estratagema. Nueva York era un Estado Libre, argumentaban, y cualquier persona de color obtenía la libertad por arte de magia en cuanto cruzaba la frontera. En los tribunales explotaban comprensibles discrepancias entre los comunicados y los individuos: ¿existía alguna prueba de que Benjamin Jones era el Benjamin Jones en cuestión? La mayoría de los hacendados no distinguían a un esclavo de otro, ni siquiera después de llevárselos a la cama. Normal que perdieran sus posesiones. Se convirtió en un juego, había que sacar a los negros de la cárcel antes de que los abogados desvelaran su última táctica. Imbecilidad altruista enfrentada al poder del dinero. Por una propina, el juez auxiliar le chivaba los fugitivos recién encarcelados y se apresuraba a firmar la puesta en libertad. Estaban en mitad de Nueva Jersey antes de que los abolicionistas se levantaran de la cama.

    Ridgeway esquivaba los juzgados en caso necesario, pero no a menudo. Le incordiaba que lo parasen en algún camino de un Estado Libre cuando resultaba que la propiedad perdida tenía el pico de oro. Les permitías salir de la plantación y aprendían a leer, era una enfermedad.

    Mientras Ridgeway esperaba en el muelle a los contrabandistas, los magníficos barcos arribados de Europa soltaban el ancla y descargaban el pasaje. Medio muertos de hambre, cargaban cuanto tenían en sacos. Tan desventurados, desde cualquier punto de vista, como los negros. Pero acabarían en el lugar que les correspondía, como le había pasado a él. Todo su mundo mientras crecía en el sur era una ola de esa primera llegada. Esa sucia avalancha blanca sin más destino que marcharse. Al sur. Al oeste. Las mismas leyes regían para la basura y para la gente. Las cloacas de la ciudad rebosaban de despojos y desechos… pero con el tiempo, todo se aposentaba.

    Ridgeway los observaba bajar tambaleándose por las planchas, legañosos y perplejos, superados por la ciudad. Las posibilidades se mostraban ante los peregrinos como un banquete, y llevaban la vida entera famélicos. Nunca habían visto nada semejante, pero dejarían su huella en esta tierra nueva, igual que los famosos colonos de Jamestown, conquistándola con imparable lógica racial. Si los negros tuvieran que ser libres, no vivirían encadenados. Si los pieles rojas tuvieran que conservar su tierra, todavía les pertenecería. Si el hombre blanco no estuviera destinado a dominar el nuevo mundo, no sería suyo.

    He aquí el verdadero Gran Espíritu, la hebra divina que conectaba todo empeño humano: si puedes conservarlo, es tuyo. Tu propiedad, esclavo o continente. El imperativo americano.”

El ferrocarril subterráneo
Colson Whitehead
traducción de Cruz Rodríguez Juiz
Rabson House, 2017
Páginas 88-90

(…)

    “Últimamente conversaba con el muñeco para añadir un poco de teatro para el público. Al Capitán se le había desconchado la pintura de la mejilla y asomaba la cera gris de debajo.

    Los coyotes disecados en sus peanas no mentían, suponía Cora. Y los hormigueros y las piedras contaban la verdad. Pero las exposiciones blancas contenían tantas inexactitudes y contradicciones como los tres hábitats de Cora. No había habido niños raptados fregando cubiertas y ganándose palmaditas en la cabeza de los secuestradores blancos. El emprendedor niño africano cuyas botas de buen cuero se calzaba Cora habría estado encadenado en la bodega frotándose el cuerpo con su propia inmundicia. El trabajo esclavo a veces consistía en hilar, sí; pero la mayoría de las veces no. Ningún esclavo se había desplomado muerto sobre una rueca ni lo habían matado por un hilo enredado. Pero nadie quería hablar de cómo funcionaba de verdad el mundo. Ni nadie quería oírlo. Desde luego, no los monstruos blancos que en ese mismo instante se paseaban del otro lado del cristal, aplastando los morros grasientos contra la vitrina, burlándose y carcajeándose. La verdad era el escaparate cambiante de una tienda, que unas manos manipulaban cuando no mirabas, seductor e incluso inalcanzable.

    Los blancos habían llegado a estas tierras para empezar de cero y escapar de la tiranía de sus amos, igual que los negros libres habían huido de los suyos. Pero los ideales que enarbolaban para sí, se los negaban a otros. Cora había oído a Michael recitar la Declaración de Independencia muchas veces en la plantación Randall, su voz recorría la aldea como un fantasma enfadado. Ella no entendía las palabras, al menos no entendía la mayoría, pero «creados iguales» no se le escapaba. Los blancos que las escribieron tampoco las entendían, si es que «todos los hombres» en verdad no significaba todos los hombres. No, si arrebataban pertenencias ajenas, ya fueran algo que pudieras agarrar con las manos como la tierra o algo inasible como la libertad. La tierra que Cora labraba y trabajaba había sido india. Sabía que los blancos alardeaban de la eficiencia de sus masacres, donde mataban a mujeres y niños y ahogaban su futuro en la cuna.

    Cuerpos robados trabajando tierra robada. He aquí el motor que nunca paraba, alimentada su ávida caldera con sangre. Con las operaciones que describía el doctor Stevens, pensó Cora, los blancos habían empezado a robar futuros en serio. Te abrían en canal y te los arrancaban, chorreantes. Porque eso es lo que haces cuando le quitas sus bebés a alguien: le robas el futuro. Tortúralos cuanto puedas mientras estén en esta tierra, luego quítales la esperanza de que algún día su gente lo tendrá mejor.

    —¿Me equivoco, Capitán John? —preguntó Cora.

    En ocasiones, si giraba la cabeza rápido, tenía la impresión de que aquella cosa le guiñaba el ojo.

    Al cabo de unas cuantas noches, se fijó en que las luces del número 40 estaban apagadas, a pesar de que hacía poco que había anochecido. Preguntó a las otras chicas.

    —Las han trasladado al hospital —dijo una—. Para que se curen."

El ferrocarril subterráneo
Colson Whitehead
traducción de Cruz Rodríguez Juiz
Rabson House, 2017
Páginas 125-126




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