“Ridgeway indicó a Cora que avanzara con un gesto de la pistola.
No sería el primer blanco en ver el ferrocarril subterráneo, pero sí el primer enemigo. Después de todo lo que había pasado Cora, encima, la vergüenza de traicionar a quienes habían posibilitado su huida. Titubeó en el primer escalón. En Randall, en Valentine, Cora nunca se sumaba a los corros de baile. Se apartaba de los cuerpos que giraban, temerosa de que se le acercaran demasiado, sin control. Los hombres le habían metido ese miedo en el cuerpo, hacía ya años. Esta noche, se decía Cora. Esta noche lo abrazaré como si bailáramos lentamente. Como si solo existieran ellos dos en el solitario mundo, unidos hasta el final de la canción. Cora esperó a que el cazador de esclavos bajara al tercer escalón. Giró y lo rodeó con los brazos como una cadena de hierro. El candado se cerró. Ridgeway intentó aguantar pese a cargar con el peso de Cora, trató de apoyarse en la pared, pero Cora lo agarraba como a un amante y los dos rodaron por las escaleras de piedra hacia la oscuridad.
Pelearon y forcejearon durante la violenta caída. En la confusión, Cora se golpeó la cabeza en la piedra. Se rompió una pierna y cayó sobre uno de sus brazos retorcidos al pie de la escalera. Ridgeway se llevó la peor parte. Homer aulló al oír los gritos de su patrón. El chico descendió despacio, la luz temblorosa del farol fue sacando a la estación de las tinieblas. Cora se zafó de Ridgeway y se arrastró hacia la dresina, retorciéndose del dolor de la pierna izquierda. El cazador de esclavos no decía nada. Cora buscó un arma, pero no encontró ninguna.
Homer se agachó junto a su jefe. La sangre de la nuca de Ridgeway le empapó la mano. El hueso de un muslo del cazador asomaba por los pantalones y la otra pierna estaba doblada de un modo horripilante. Homer acercó la cara y Ridgeway gruñó.
—¿Eres tú, chico?
—Sí, señor.
—Está bien. —Ridgeway se sentó y aulló de dolor. Miró hacia la penumbra de la estación, sin ver nada. Su mirada se posó en Cora sin interés—. ¿Dónde estamos?
—De caza —dijo Homer.
—Siempre hay negros que cazar. ¿Tienes el cuaderno?
—Sí, señor.
—He tenido una idea.
Homer sacó el cuaderno del morral y lo abrió por una página en blanco.
—El imperativo es… no, no. Eso no. El imperativo americano es algo espléndido… un faro… un faro brillante. —Tosió y un espasmo le dominó el cuerpo—. Nacido de la necesidad y la virtud, entre el martillo… y el yunque… ¿Estás ahí, Homer?
—Sí, señor.
—Deja que vuelva a empezar…
Cora se apoyó en la palanca de la dresina. Esta no se movió, por mucho peso que cargara. A sus pies, en la plataforma de madera, había una pequeña hebilla metálica. Cora la soltó y la bomba chirrió. Volvió a apoyarse en la palanca y la dresina avanzó lentamente. Cora miró a Rigdeway y Homer. El cazador de esclavos susurraba sus comentarios y el niño negro los anotaba en el cuaderno. Cora siguió empujando y el vehículo rodó fuera de la luz. Hacia un túnel que nadie había excavado, que no conducía a ninguna parte.
Cora cogió ritmo, empujando con los brazos, cargando todo el cuerpo en cada movimiento. Hacia el norte. ¿Estaba viajando por el túnel o abriéndolo? Cada vez que bajaba la palanca, mordía la roca con un pico, descargaba un mazo sobre un clavo de la vía. Nunca había conseguido que Royal le hablara de los hombres y mujeres que habían construido el ferrocarril subterráneo. Las personas que habían excavado un millón de toneladas de tierra y rocas, que se habían deslomado en las entrañas del subsuelo para transportar a esclavos como ella. Las que colaboraban con todas esas otras almas que acogían a los fugitivos en sus casas, los alimentaban, los llevaban al norte a cuestas, morían por ellos. Los jefes de estación y los maquinistas y los simpatizantes. Que son tú después de completar algo así de magnífico: mientras lo construyes también lo recorres, sales al otro lado. A un lado quedaba la persona que habías sido antes de bajar al subsuelo y, al otro, la persona nueva que salía a la luz. El mundo de arriba debía de ser muy anodino comparado con el milagro subterráneo, el milagro que habías obrado con sangre y sudor. El triunfo secreto que te guardabas para ti.
Cora fue poniendo kilómetros de por medio, dejando atrás los santuarios falsos y las cadenas eternas, la masacre de la granja Valentine. Solo existía la oscuridad del túnel y, más adelante, en algún lugar, una salida. O un final sin salida, si así lo decretaba el destino: solo una pared negra, implacable. La última broma amarga. Agotada, Cora se acurrucó en la dresina y se durmió, flotando en la oscuridad como si hubiera anidado en el rincón más recóndito del cielo nocturno.
Cuando se despertó, decidió seguir a pie: los brazos ya no daban más de sí. A trompicones, tropezando con las traviesas. Cora iba palpando la pared del túnel, los resaltes y los huecos. Sus dedos bailaban sobre valles, ríos, picos montañosos, los contornos de una nación nueva ocultos bajo la vieja. «Mirad afuera mientras avanzáis a toda velocidad y descubriréis el verdadero rostro de América.» No podía verlo, pero lo sentía, lo atravesaba por el mismísimo centro. Le dio miedo haberse dado media vuelta mientras dormía. ¿Avanzaba o volvía al punto de partida? Confió en que la elección del esclavo la guiaría: a cualquier parte, adonde sea menos al lugar del que has escapado. De momento la había llevado hasta allí. Encontraría la terminal o moriría en el intento.
Se durmió dos veces más, soñó que estaba con Royal en la cabaña. Cora le hablaba de su vida pasada y él la abrazaba, luego ella se giraba para mirarlo a la cara. Royal le quitaba el vestido por la cabeza y se quitaba los pantalones y la camisa. Cora lo besaba y él recorría el territorio de su cuerpo con las manos. Cuando le separaba las piernas, Cora estaba mojada y Royal se deslizaba en su interior pronunciando su nombre como nadie lo había hecho jamás y nadie más volvería a hacerlo, con dulzura y ternura. Las dos veces se despertó en el vacío del túnel y, cuando terminó de llorar por Royal, se levantó y siguió caminando.
La boca del túnel empezó como un agujero minúsculo en la oscuridad. Al andar lo convirtió en un círculo y, luego, en la entrada de una cueva, disimulada por trepadoras y zarzas. Cora apartó la maleza y salió al aire.
Hacía calor. Todavía lucía esa luz apagada del invierno, pero más cálida que en Indiana, con el sol casi en lo más alto. La grieta se abría a un bosque de pinos y abetos. Cora no sabía qué aspecto tenían Michigan, Illinois o Canadá. Se arrodilló a beber del arroyo cuando se lo encontró. Agua fría y clara. Se lavó el hollín y la mugre de los brazos y la cara.
—De las montañas —dijo citando un artículo de los polvorientos almanaques—. Del deshielo. El hambre la mareaba. El sol le indicaba hacia dónde quedaba el norte.
Comenzaba a anochecer cuando llegó al sendero, inútil y con socavones de rodadas. Cora oyó los carros al rato de esperar sentada en una roca. Eran tres, equipados para un largo viaje, cargados de herramientas y con provisiones atadas a los costados. Se dirigían al oeste.
El primer conductor era un blanco alto con sombrero de paja, patillas canosas, e impasible como una pared de piedra. Su mujer iba sentada a su lado, con la cara y el cuello rosados asomando de una manta de cuadros. La miraron con indiferencia y pasaron de largo. Cora fingió no verlos. Un joven conducía el segundo carromato, un tipo de cara roja y rasgos irlandeses. Clavó los ojos azules en Cora. Se detuvo.
—Qué sorpresa —dijo. En tono agudo, como el piar de un pájaro —. ¿Necesitas algo?
Cora negó con la cabeza.
—Digo que si necesitas algo.
Cora volvió a negar con la cabeza y se frotó los brazos para entrar en calor.
El tercer carromato lo conducía un negro mayor. Era corpulento y canoso y vestía un grueso abrigo de ranchero que había visto tiempos mejores. Cora decidió que tenía una mirada amable. Familiar, aunque no sabría decir de dónde. El humo de la pipa olía a patatas y el estómago de Cora se quejó.
—¿Tienes hambre? —preguntó el hombre.
A juzgar por la voz, era sureño.
—Tengo mucha hambre.
—Sube y coge algo.
Cora se encaramó al pescante. Abrió la canasta. Partió un trozo de pan y lo devoró.
—Hay más —dijo el hombre. Tenía una marca de herradura en el cuello y se subió el abrigo para esconderla cuando Cora la miró—.¿Seguimos?
—Está bien.
Arreó los caballos y estos siguieron la rodada.
—¿Adónde vas? —preguntó Cora.
—Saint Louis. Y de allí, a California. Vamos nosotros y más gente con la que nos reuniremos en Missouri. —Al ver que Cora no respondía, añadió—: ¿Vienes del sur?
—Estaba en Georgia. Me escapé.
Dijo que se llamaba Cora. Desplegó la manta que tenía a los pies y se envolvió con ella.
—Yo me llamo Ollie. Los otros dos carromatos aparecieron al girar un recodo. La manta era dura y le raspó la barbilla, pero a Cora no le importó. Se preguntó de dónde habría escapado el hombre, si el lugar era muy malo y cuánto había tenido que viajar para dejarlo atrás.”
El ferrocarril subterráneo
Colson Whitehead
traducción de Cruz Rodríguez Juiz
Rabson House, 2017
Páginas 312-316
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