11 de gen. 2024

aitaren etxea, fragment 2

 


    “Describí mi violación. Con todo detalle. Aunque nunca ha sucedido en realidad. Describí mi violación en un documento Word, con palabras que encajaron a la primera las unas con las otras, como si hubiesen estado organizándose por su cuenta dentro de mi cabeza durante mucho tiempo. Y pensé: todas las mujeres seríamos capaces de hacerlo. Describir nuestra violación, aunque nunca haya ocurrido. Porque todas hemos vivido la angustia de esa pesadilla. Todas hemos imaginado alguna vez la terrible situación. Todas hemos andado por la calle con esa posibilidad rondándonos la cabeza. Y la espalda. Y la nuca.

    Mi violación —¿debería decir mi violación imaginaria? — comienza con el sonido de la puerta corredera de una furgoneta. Camino por la calle de noche, escuchando mis pasos, con el llavero apretado en la mano y las puntas de las llaves saliendo de entre mis dedos, y ras, se abre de repente la puerta corredera de una furgoneta blanca que está aparcada junto a la acera.

    Un sonido, ras, se convierte en un abracadabra que abre la cueva, y allá voy, por un tobogán negro, como Alicia, con los brazos inmovilizados y la boca tapada, hacia la oscuridad. Y en la oscura cueva todo pasa muy rápido y muy despacio a la vez. Intento apartar el aliento de la oreja, intento sujetarme los pantalones con los tobillos, intento cerrar los muslos... ¿Son dos? ¿Tres? No sé. Y ya no me resisto. Me dejo, me aflojo, para que me duela menos, para que me dejen en paz cuanto antes, como los que se hacen los muertos en las batallas. Siempre he pensado que me haría la muerta en una batalla. Soy un cuerpo muerto en un campo de lucha.

    Una puerta corredera. Basta con abrir una puerta corredera para pasar de escuchar a un hombre que me dice «guapa» en el último bar, junto a la barra, entre luces de neón, a escuchar a otro —¿o el mismo? — susurrándome al oído «zorra» en el interior de una furgoneta, entre cartones y cajas de herramientas. Basta con abrir una puerta corredera para que la carroza se convierta en calabaza. Para que se te rompa el zapato de cristal.

    Ras. El sonido de una puerta corredera. Solo con describirlo el terror se apodera de mí. Es suficiente imaginarlo para que mi corazón empiece a latir con fuerza, para que me mee en las bragas.

    No sé por qué tuve la necesidad de escribirlo, de describir mi violación imaginaria. O, mejor, no sé por qué no lo había hecho hasta entonces, por qué no la había lanzado al papel antes, porque ahora me doy cuenta de que siempre ha estado ahí, pegada a mis huesos, infiltrada en mi piel y, al mismo tiempo, invisible a los ojos. Como todo lo esencial. Quizá que mi hija Eider pasara en Pamplona la misma noche en la que violaron en grupo a esa chica despertó todos mis demonios. Quizá fue aquel susto el que arrancó de mí lo que tanto tiempo llevaba dentro. Desde que empezamos a salir por la noche, o seguramente antes.

—Mejor si vamos por la avenida, Jaso —me decía entonces Libe —. Hay más luz.

    Siempre nos pareció normal tener preparada la estrategia de vuelta a casa por la noche. Libe y yo salíamos del último bar del Casco Viejo y nos acompañábamos la una a la otra hasta un lugar neutral. Después, nos despedíamos y volvíamos a casa casi aguantando la respiración. No corría, andaba rápido. Me daba miedo correr. Me daba miedo mostrar mi miedo. No quería pensar en mi cuerpo tembloroso, en mi piel blanca.

    Teníamos pensadas todas las estrategias. Como desacelerar el paso si sentíamos que alguien nos seguía.

—Tú desacelera a ver si te adelanta. Si no..., a correr —me decía Libe, siempre más experta que yo—. O mira alguna ventana y saluda, que crea que alguien te espera. Y si se pone muy feo, ya sabes, patada en los cojones y a correr.

    Cuántas patadas en los cojones habremos dado en sueños.

    Describí mi violación y pensé: no nos han violado más porque hemos sido unas estrategas. No nos han forzado más porque al cruzarnos por la noche con un grupo de hombres siempre hemos agachado la cabeza, hemos evitado mirarlos a los ojos y hemos pasado a su lado lo más rápido posible o hemos cruzado de acera. No nos han sobado más sin permiso porque hemos evitado entrar en esos bares de última hora, en esas trampas para mujeres, aunque nos apeteciera seguir de marcha. No nos han hecho más cosas porque nos han educado en el miedo y el miedo nos ha protegido. Porque nos hemos defendido con el miedo.

    Describí mi violación y pensé: joder, esto ha salido de lo más profundo de mí. Y ha salido de un golpe, como un petardo de Nochevieja. Y, una vez visto el resultado, me quedé sorprendida de los detalles, de los sonidos, de los olores... Estaban todos dentro de mí. Pensé: he guardado una violación dentro de mí durante muchos años y hasta que no ha salido a través de mis palabras escritas, no me he dado cuenta del espacio que ocupaba en mi interior.

    Describir mi violación despertó una parte de mí que creía dormida, perdida: supuso mi vuelta a escribir historias, después de mucho tiempo. Una vez descrita aquella escena, no pude parar de escribir, me quedé con el portátil cada noche en el comedor, sin explicarle a Ismael lo que hacía. Le decía que tenía cosas del trabajo que terminar, o que tenía que preparar la próxima reunión del club de lectura; así, comencé a contar en secreto una historia que empezaba con una mujer describiendo su violación. Y, una vez descorchada la botella, salió todo lo demás, todo lo que esa mujer tenía retenido en su interior y un día estallaría. Estalló su historia de silencio y sometimiento, y con la suya, sin darme cuenta, estalló también la mía, la nuestra. Y digo «la nuestra» porque tras cada palabra suya me parecía escuchar el eco de otras muchas voces. Por primera vez sentí que mi cuerpo guardaba la memoria de los cuerpos de otras mujeres. Que sus cuerpos han estado presentes toda la vida en el mío, susurrándome cómo debía dar el siguiente paso. Si debía darlo o no.

    Describir mi violación supuso mi vuelta a contar historias, mi vuelta a la época en la que escribía relatos. Entonces estaba deseando terminar un cuento para enseñárselo a Jauregi y publicarlo en la revista, o a Libe, mi mejor amiga y mi lectora más entusiasta. Pero esta vez no enseñé nada a nadie. Y menos a Ismael. No me atreví a decirle a mi marido que había vuelto a escribir. Y pensaba: en algún momento se lo tendré que decir, para quitarme este sentimiento de culpa por escribir a escondidas. Pero no sabía cómo se lo iba a tomar. A fin de cuentas, me decía a mí misma, él es el escritor de esta casa. Ismael Alberdi. Yo no soy más que la esposa que corrige sus escritos antes de mandárselos a Jauregi a la editorial.”

La casa del padre
Aitaren etxea
Karmele Jaio
Traducción de la autora
Destino, 2020
Páginas 39-43



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