Una escuela pública, obligatoria, laica, mixta, inspirada en el
ideal de la solidaridad humana, donde la actividad era el eje de la
metodología. Así era la escuela de la II República española. De todas las
reformas que se emprendieron a partir de abril de 1931, la estrella fue la de
la enseñanza.
El 14 de abril de 1931, la República encontró una España tan
analfabeta, desnutrida y llena de piojos como ansiosa por aprender. Y los más
ilustres escritores, poetas, pedagogos, se pusieron manos a la obra. De pueblo
en pueblo, con la cultura ambulante.
A la espera de que se aprobara la Constitución, en diciembre, el
Gobierno tomó, mediante decretos urgentes, las primeras medidas: se reconoció
el Estado plural y las diferencias lingüísticas (se respeta la lengua materna
de los alumnos) y al frente del Consejo de Instrucción Pública que haría caminar
las reformas se nombró a Unamuno.
Se proyectó la creación paulatina de 27.000 escuelas, pero
mientras, los ayuntamientos adecentaron salas donde educar a los niños. La República se propuso llenar las escuelas con los mejores
maestros. Pero los docentes de la época tenían una formación casi tan exigua
como su salario. Con Marcelino Domingo al frente del Ministerio de Instrucción
Pública y Rodolfo Llopis de director general de Primera Enseñanza, se elaboró un
Plan Profesional para los maestros. El sueldo miserable de aquellos voluntariosos
maestros subió a 3.000 pesetas al tiempo que se organizaban para ellos cursos
de reciclaje didáctico. En aquellas "Semanas Pedagógicas" recibían asesoramiento
de los inspectores, para remozar su formación. La carrera de Magisterio,
elevada a categoría universitaria, dignificó la figura del maestro. A los
aspirantes se les exigió, desde entonces, tener completo el bachillerato antes
de matricularse en las Escuelas Normales, donde se enseñaba pedagogía y había
un último curso práctico pagado.
representación teatral de las Misiones Pedagógicas |
Con aquellas mimbres comenzó a tejerse un sistema educativo que
puso el énfasis en el alumno, le hizo protagonista de las clases y de su
formación. Los críos salían al campo para estudiar ciencias naturales, se
trataron de sustituir los monótonos coros infantiles recitando lecciones de
memoria por el debate participativo y pedagógico; los niños y las niñas se
mezclaron en las mismas aulas, donde se educaban en igualdad, y se favoreció un
tránsito sin sobresaltos desde el parvulario a la universidad. "Fue una
escuela en la que se educó a los niños atendiendo a su capacidad, su actitud y
su vocación, no a su situación económica. La educación pública recibió
financiación para ello, y eso era algo que la escuela privada miró con
recelo", recuerda Molero. "Todo tenía el aroma pedagógico de la
Institución Libre de Enseñanza, que fue el soporte intelectual en el que se
apoyó la República. Aunque diseñó una escuela más laica".
Laica y unificada, a los maestros se les "libera"
de la obligación de dar doctrina religiosa en clase. Antes que educar, la
República se vio obligada a dar de comer a los niños. Incluso a vestirlos.
Había cantinas y roperos escolares y cobraron fuerza las Colonias Escolares que
ya antes había puesto en marcha Bartolomé Cossío. Los niños viajaban al mar o a
la montaña. Hacían deporte, se divertían. Pero, sobre todo, comían. Hubo medidas
urgentes que no podían esperar y que se adoptaron a golpe de decreto, hasta que
fue aprobada la Constitución. Había que
hacer escuelas, muchas escuelas. Y con los mejores maestros.
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