Carmen de Burgos |
“Alejandra le había rogado a
Mariana que leyese los telegramas de Munda y accediera a algunas de sus
peticiones y ella se lo había prometido; incluso le había pedido a Munda que
flexibilizase sus exigencias para que Mariana no se sintiese más presionada de
lo que ya debía de estar, y esta también había accedido. Sin embargo, al llegar
a Toledo, comprobó que la marquesa no había cumplido su parte del trato.
—Lo siento, querida, lo intenté,
pero los capataces se me echaron encima. En algunas fábricas del ramo, los obreros
están protestando porque las mujeres les están quitando el trabajo. No es
momento para encolerizar a nuestros competidores.
— ¡ Pero me lo prometiste!
—No recuerdo haberte prometido
nada. No creo haber traicionado mi palabra si resulta imposible subirles el
sueldo.
—Imposible? ¡Hay leyes que
amparan a esas mujeres!
Mariana la miro, cargada de razón, casi con
dulzura.
—No seas ingenua, querida.
Algunas leyes solo son subterfugios que hay que saber sortear. —Sus ojos azules
recuperaron de inmediato la dureza que los caracterizaba—. ¿No irás a
amenazarme otra vez con que no quieres volver?
Y no la amenazó, no merecía la
pena. Continúo pasando con ella la Nochebuena y el día de Navidad, las fiestas
del Corpus y los veranos, intentando encontrar la forma de que Mariana se
moviese, aunque fuese solo un milímetro, de sus rígidas posiciones.
El resto del año, asistía a la
Institución Libre de Enseñanza con el único objetivo de preparar su ingreso en
la facultad de Derecho siguiendo el ejemplo de Concepción Arenal, una de las
mujeres a las que más admiraba, la primera española en conseguir el título de
abogado, vestida de hombre para poder asistir a las clases.
Poco después de que Alejandra
ingresara en la Institución Libre de Enseñanza, apareció el llamado “Manifiesto
de los tres”, en el que se defendían el divorcio y la transformación de España
para igualarse en derechos a los países europeos.
Carmen de Burgos, una periodista
que firmaba con el seudónimo de Colombine —y a quien los sectores más reaccionarios
bautizarían con el despectivo “la divorciadora”— se sumó a aquel manifiesto y
se convirtió en referente de la lucha de la mujer por los derechos civiles.
Alejandra la admiraba también.
Colombine trataba de remover las
conciencias de hombres y mujeres sobre la “cuestión femenina” promoviendo,
entre otras cosas, un referéndum sobre la necesidad de una ley de divorcio que
liberase del yugo de su esposo a las mujeres que vivían en el infierno de un
matrimonio mal avenido.
Alejandra había visto con sus
propios ojos las consecuencias del dogmático “lo que Dios ha unido, no lo separe
el hombre”. No había podido olvidar a la campesina que la Guardia Civil
devolvió a su marido, cargado con una escopeta. Nunca supo lo que había
ocurrido con aquella pobre desgraciada, pero cuando contemplo sus pómulos
amoratados se prometió a sí misma que lucharía con todas sus fuerzas para que
llegase el momento en que la ley amparase a cualquier mujer que tuviera que
taparse la cara y huir, como aquella pobre con su pañoleta.
Cuando consiguió ingresar en la
Universidad Central de Madrid, gracias a cinco años de estudió y de esfuerzos y
al apoyo de Munda —que continuaba comunicándose con Manuel a través de los
anuncios telegráficos de El Imparcial—,
todavía se les exigía a las mujeres una autorización especial del gobierno para
optar a una matrícula oficial, así que Alejandra no tuvo más remedio que
solicitarla. Corría el año 1905 y la joven había cumplido ya los veintidós.
El día en que asistió a su
primera clase en la facultad de Derecho, junto con otras dos jóvenes, tuvo que
ser escoltada por dos policías hasta la antesala de los profesores con el fin
de evitar las protestas del resto de los estudiantes. Allí esperaron las tres
al catedrático que las debía conducir hasta el aula donde escucharían sus
clases sentadas en sillas cercanas a él y junto al que regresarían a la
antesala para no coincidir en los pasillos con sus compañeros varones.”
Tiempo de arena
Inma Chacón
Planeta, 2011
pág. 130-132
Concepción Arenal |
LA MUJER DEL PORVENIR
Concepción Arenal
Capítulo I, Contradicciones
“El error, tarde o temprano,
acaba por limitarse a sí mismo, y la primera forma de su impotencia, es la
contradicción: si quisiera ser lógico, se haría imposible. La humanidad, que
puede ser bastante ciega para dejarle sentar sus premisas, no es nunca bastante
perversa o insensata para permitirle que saque todas sus consecuencias: le
opone su razón, sus afectos o sus instintos, y él transige; podemos estar
seguros de que donde hay contradicción, hay error o impotencia.
Aplicando esta regla al papel
que la mujer representa en la sociedad, por la falta de lógica del hombre,
vendremos a convencernos de su falta de razón, primero, y de justicia, después.
Una mujer puede llegar a la más
alta dignidad que se concibe, puede ser madre de Dios: descendiendo mucho, pero
todavía muy alta, puede ser mártir y santa, y el hombre que la venera sobre el
altar y la implora, la cree indigna de llenar las funciones del sacerdocio.
¿Qué decimos del sacerdocio? Atrevimiento impío sería que en el templo osara
aspirar a la categoría del último sacristán. La lógica aquí sería escándalo,
impiedad.
Si del orden religioso pasamos
al civil, las contradicciones no son de menor bulto. ¿Cómo una mujer ha de ser
empleada en Aduanas o en la Deuda, desempeñar un destino en Fomento o en
Gobernación? Sólo pensarlo da risa. Pero una mujer puede ser jefe del Estado.
En el mundo oficial se la reconoce aptitud para reina y para estanquera; que
pretendiese ocupar los puestos intermedios, sería absurdo. No hay para qué
encarecer lo bien parada que aquí sale la lógica.
En las relaciones de familia, en
el trato del mundo, ¿qué lugar ocupa la mujer? Moral y socialmente considerada,
¿cuál es su valor?, ¿cuál su puesto? Nadie es capaz de decirlo. Aquí es mirada
con respeto, y con desprecio allá. Unas veces sufre esclava, otras tiraniza; ya
no puede hacer valer su razón, ya impone su capricho. Buscad una regla, una ley
moral: imposible es que la halléis en el caos que resulta del choque continuo
entre las preocupaciones y la ilustración, el error y la verdad, la injusticia
y la conciencia. El libertino que escarnece la virtud, cree en la de su madre;
el cínico arriesga la vida en un desafío por defender el honor de su hermana;
el que ha hecho muchas víctimas y hollado las más santas leyes, recibe como tal
un capricho de la que ama; el que tiene teorías y hábitos de tirano, viene a
ser el esclavo de su hija o de su nieta. El corazón, los instintos, la
conciencia, se oponen de continuo en la práctica a esas teorías que conceden al
hombre superioridad moral sobre la mujer. Se ve, pues, arrastrado a ceder de lo
que llama su derecho cuando no abusa de él, y al conceder esta gracia, ya no
establece reglas de justicia, porque no es fácil poner límites a la generosidad
del que da por afecto, ni a la exigencia del que recibe sin reflexión. Así,
pues, en las relaciones domésticas y sociales del hombre y la mujer, como lo
que se llama justicia no lo es, ni puede por lo tanto convertirse en regla
permanente y respetada, todo está a merced de los afectos y de las pasiones,
todo es tan ocasionado a mudanzas como ellas, y por punto general, a las
mujeres se les da más o menos de lo que merecen y les es debido: son, el niño
oprimido a quien se hace siempre guardar silencio, o el niño mimado que impone
su voluntad. Con sólo mirar lo que pasa en rededor nuestro, veremos tantas
contradicciones como individuos hemos observado.
Si dejando las costumbres
pasamos a las leyes, ¿qué es lo que ven nuestros ojos? ¡Ah! Un espectáculo bien
triste, porque la ley no tiene la flexibilidad de los afectos, y si el padre, y
el esposo, y el hermano son inconsecuentes para ser justos, la ley inflexible
no se compadece del dolor ni se detiene ante la injusticia. Las contradicciones
de la ley pesan sin lenitivo alguno sobre la mujer desdichada. Exceptuando la
ley de gananciales, tributo no sabemos cómo pagado a la justicia, rayo de luz
que ha penetrado en obscuridad tan profunda, las leyes civiles consideran a la
mujer como menor si está casada, y aun no estándolo, le niegan muchos de los
derechos concedidos al hombre.
Si la ley civil, mira a la mujer
como un ser inferior al hombre, moral e intelectualmente considerada, ¿por qué
la ley criminal le impone iguales penas cuando delinque? ¿Por qué para el
derecho es mirada como inferior al hombre, y ante el deber se la tiene por
igual a él? ¿Por qué no se la mira como al niño que obra sin discernimiento, o
cuando menos como al menor? Porque la conciencia alza su voz poderosa y se
subleva ante la idea de que el sexo sea un motivo de impunidad: porque el
absurdo de la inferioridad moral de la mujer toma aquí tales proporciones que
le ven todos: porque el error llega a uno de esos casos en que necesariamente
tiene que limitarse a sí mismo, que transigir con la verdad y optar por la
contradicción. Es monstruosa la que resulta entre la ley civil y la ley
criminal; la una nos dice: «Eres un ser imperfecto; no puedo concederte
derechos.» La otra: «Te considero igual al hombre y te impongo los mismos
deberes; si faltas a ellos, incurrirás en idéntica pena.»
La mujer más virtuosa e
ilustrada se considera por la ley como inferior al hombre más vicioso e
ignorante, y ni el amor de madre, ¡ni el santo amor de madre!, cuando queda
viuda, inspira al legislador confianza de que hará por sus hijos tanto como el
hombre. ¡Absurdo increíble!
Es tal la fuerza de la
costumbre, que saludamos todas estas injusticias con el nombre de derecho.
Podríamos recorrer la órbita
moral y legal de la mujer y hallaríamos en toda ella errores, contradicciones e
injusticias. La mitad del género humano, la que más debiera contribuir a la
armonía, se ha convertido por el hombre en un elemento de desorden, en un
auxiliar del caos, de donde salen antagonismos y luchas sin fin.
Los problemas de la mujer en sus
relaciones con el hombre y con la sociedad, están siempre más o menos fuera de
la ley lógica. ¿Es esto razonable?, ¿es racional siquiera? No hay más que una
razón, una lógica, una verdad. El que quiera introducir la pluralidad donde la
unidad es necesaria, introduce la injusticia y con ella la desventura.
Si supiera el hombre que nunca
se equivoca impunemente, buscaría el acierto con mayor solicitud. Nosotros, que
tenemos esta íntima persuasión, procuraremos desvanecer los errores que existen
con respecto a la mujer. Tal es el objeto del presente escrito.”
fuente: Biblioteca Virtual
Miguel de Cervantes
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