“Seis maestros cogieron a
hombros el féretro y se encaminaron hacia el panteón. Mariana abría el cortejo
que los seguía con el cofre del pequeño Jaime en los brazos, junto a Alejandra
y Shishipao. Detrás de ellas, los
criados del cigarral y, a continuación, el resto de los asistentes.
Al entrar en la cripta, Mariana
recorrió con la mirada las lápidas de sus abuelos, sus padres, sus hijos y su
esposo, y colocó el cofre con los restos del niño a los pies del de su hija.
Después les rezó un réquiem y un padrenuestro.
No había visitado a María Francisca
desde que se despidiera de ella tras la misa funeral en la catedral. Nunca le
había llevado una corona de flores, ni la había llorado hasta que cerró el
ataúd de su hermana. ¡Cuánto dolor en una sola vida! ¡Cuánto daño inútil!
Los hermanos masones colocaron
el féretro en el centro de la cripta y lo rodearon uniendo sus manos, para empezar
la liturgia que la señorita Inés había preparado para despedir a su discípula.
Una viola, un violonchelo y un violín
comenzaron a tocar la sonata fúnebre de Mozart. Sobre el parió de terciopelo
rojo que había colocado Mariana, la maestra de ceremonias extendió un mandil de
piel blanca, el símbolo de la pureza, y puso unas ramas de acacia, el de la
vida eterna; luego, se situó frente a Munda y la llamó por su nombre simbólico:
—
¡Hypatia!
La música dejó de sonar. Tras
unos segundos de espera, en medio de un silencio absoluto, la Venerable Maestra
se dirigió a la cadena de unión intentando que la tristeza no le entrecortase
la voz:
— ¡Hermanos, una maestra masona
no ha respondido a su nombre!
Todos guardaron silencio. Los
profanes se habían colocado detrás de los iniciados, de forma que, sin que
fuese ésa su intención, habían formado un circulo concéntrico con respecto a
ellos. Alejandra miraba fijamente el
ataúd, ausente como desde que había llegado de Madrid tras el coche fúnebre.
Shishipao contenía la respiración para no derrumbarse.
Y mientras proseguía el ritual,
Mariana miro uno por uno a todos sus difuntos, leyó en silencio los nombres grabados
en sus sepulturas y les dedico cada palabra de la despedida masónica que la señorita
Inés recito conteniendo las lágrimas:
—Sea tu lugar de descanso seguro
y suave. Sea fragante la rama de acacia que florecerá en primavera y las flores
que te visitaran. La dulzura de la
última rosa del verano más largo se quedará contigo aunque los vientos de otoño
destruyan su belleza. Sea para ti todo lo bello, bueno y verdadero de la
Tierra, que no se verá afectado por la sombra ni por la oscuridad que divide el
hoy del mañana. Tu luz no se perderá contigo. Volveremos a vernos un día. ¡Hasta entonces, hermana, hasta entonces!
Tiempo de arena
Inma Chacón
Planeta, 2011
pág. 387-388
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