3 de nov. 2014

tiempo de arena, Mariana



“Desde que ella (Munda) se había marchado a Madrid, la vida en el cerro del Emperador había sido una balsa de aceite. Cuatro años de tranquilidad que solo se enturbiaba con los constantes intentos de su hermana de entrometerse en la gestión de sus empresas, pero ella los sorteaba con el testamento de su padre en la mano. Munda había cumplido la edad para heredar hacía dos años. Se habían escriturado a su nombre dos fincas, el palacio del paseo de la Castellana y una tercera parte de las acciones de las fábricas; pero la administración seguía dependiendo de Mariana, ella no podía intervenir. Aun así, cada cierto tiempo, su hermana mediana le enviaba un telegrama informándola de los decretos que se habían firmado a favor de los trabajadores, que obtenía quién sabía dónde. Pero, lejos de atender sus recomendaciones, Mariana guardaba los telegramas en un cajón y los dejaba sin respuesta. A veces, Munda la amenazaba con denunciarla si no aplicaba la normativa, e incluso se atrevió a inspeccionar ella misma las fábricas en más de una ocasión hasta que el abogado de Mariana se lo prohibió terminantemente, con la advertencia de que, si lo hacía, no tendría más remedio que llevarla a los tribunales.
La marquesa sabía que su hermana no llegaría al extremo de denunciarla; después de todo, las fábricas pertenecían también a Alejandra, y esta solía tratar de conciliar las posturas de sus hermanas siempre que veía la oportunidad.
— ¿Por qué no cedes en esto? —le dijo en cierta ocasión, después de leer uno de los telegramas de Munda—. Ella solo te ha pedido que le subas un poco el sueldo a las mujeres, lo suficiente como para que no se note tanto la diferencia con el de los hombres. Si es necesario, yo podría renunciar a una parte de los beneficios, y estoy segura de que Munda también.
Mariana se echó a reír cuando oyó aquel despropósito.
—Pero ¿en qué mundo vives, criatura? Eso es del todo imposible. Ya lo intento el abuelo, y las otras fábricas se le echaron encima como lobas.
Unos días después,  Munda envió un nuevo telegrama y Alejandra volvió a tratar de interceder.
—Al menos concédeles unos días de descanso después de dar a luz. No es justo que tengan que ir a la fábrica recién paridas.
—La vida no es justa, querida —le contesto Mariana acariciándole el pelo—, ya lo aprenderás.  No deberías hacer caso a esos pájaros que Munda te está metiendo en la cabeza.”

Tiempo de arena
Inma Chacón
Planeta, 2011
pág. 86-88



El 27 de febrero de 1912, el Gobierno  promulga la denominada “La ley de la silla”, que dice en su articulado:
Artículo 1.” En los almacenes, tiendas y oficinas, escritorios, y en general en todo establecimiento no fabril, de cualquier clase que sea, donde sé vendan, artículos ú objetos al público ó se preste algún servicio relacionado con él por mujeres empleadas, y en los locales anejos, será obligatorio para el dueño o su representante particular ó Compañía tener dispuesto un asiento para cada una de aquéllas. Cada asiento, destinado exclusivamente á una empléada, estará en el local donde desempeñe su ocupación,(…)

    Art. 2 º El cumplimiento de esta Ley será objeto de la Inspección del Trabajo del Instituto de reformas sociales (…)

    Art. 3 º Las infracción de esta ley se castigará con la multa de 25 a 250 pesetas, aplicable esta última cantidad en caso de reincidencia. (…)

    Art. 4 º Un ejemplar por lo menos de esta ley se colocará en sitio visible del local o locales del establecimiento donde haya de ser aplicada. (…)



Artículo aparecido en el semanario satírico “Gedeón”, el 3 de marzo de 1912

“REFORMAS SOCIALES

TOME USTED ASIENTO

Nuestros legisladores maravillosos.
Sobre todo en reformas societarias vamos a llegar adonde no pudo soñar que llegaría el mismo Barriovero, con todos sus accidentes sindicalistas.
Ahora que se conmueve el subsuelo británico como un hormiguero en rebeldía, nos sale nuestra ilustre señora la Gaceta con una ley para que esperemos sentados la famosísima y nunca bien ponderada “ley de la silla”.
Bien se ve que somos descendientes de Rodrigo el Vivales en la acepción de “fieras para el descanso”, cuando nuestros paternales y previsores sociólogos nos imponen el asiento obligatorio al mismo tiempo que la obligación de servir al Rey…
A partir de esta fecha, según se dice en el estilo gacetable, en los almacenes, tiendas y oficinas, escritorios o establecimientos “de cualquier clase que sea”, donde presten algún servicio las mujeres, será obligatoria la colocación de un asiento para cada una de las dependientas.
Pero aún hay más”: la obligación se extiende también a las ferias, mercados, Exposiciones permanentes al aire libre o industrias ambulantes.
En todos estos sitios, puntos o parajes, habrá que instalar una sillería completa para las vendedoras.
Nos parece muy razonable la novísima ley sedentaria.
Una señorita detrás del mostrador no puede aguantar a pie firme el chaparrón de colmos de los parroquianos.
¿Pues, y las camareras?
Desde hoy tendrán que servirnos el bock en silla gestatoria, bajo la multa de 25 a 250 pesetas.
Sin embargo, tiene la ley una limitación, que es lo que gráficamente se dice: “Hecha la ley, hecha la trampa”.
Y aquí la trampa o el cartón consisten en que toda empleada podrá utilizar su asiento mientras no lo impida su ocupación, y —esto es lo monstruoso— “aun durante la ocupación, cuando su naturaleza lo permita”.
Señores… ¿a dónde vamos a ir a parar con tales disposiciones?
Menos mal que cada asiento, según la famosa ley, se colocará en forma que no pueda servirse de él más que la propia interesada, con exclusión del público.
Es decir, que ya se ha acabado la tiranía del soutener que llegaba al “puesto” y mandaba imperativamente:
—¡Anda, tú; arsa de ahí!
Bendita ley y benditos tiempos de reformatorio social, en los que una puede invocar el párrafo primero del artículo segundo del capítulo cuarto, letra B del apartado tercero del reglamento.
Ya lo saben nuestros lectores, y si no lo supieren, tiempo han de tener para enterarse de la sillería legal, porque hay que colocar en sitio visible del establecimiento un ejemplar de la recientísima disposición, digna de la preclara providencia de Barroso.
Ahora, cuando entréis en un comercio, cuando vayáis a un café, cuando asistáis a una sección de varietés, habréis de decir a la camarera, a la bailarina o a la sugestiva expendedora de cajetillas húmedas:
—Señorita… no se moleste, siéntese usted, yo me serviré.
Realmente, progresamos de un modo asombroso.
Cuando todo el mundo se preocupa de la renovación, del movimiento, de la vida agitada e inquieta, nosotros nos ponemos a legislar acerca de las comodidades del asiento.
Y bien sabe Dios, amabilísimas dactilógrafas, excelsas estanqueras y demás vestales del templo comercial, que GEDEÓN os desea un asiento tan cómodo y mullido y confortable, como es de molesta y atormentadora la situación del pollo que os ronda desde la acera de enfrente.
Pero no le ofrezcáis la silla.
Porque incurriréis en la penalidad del capítulo sexto.
Así lo dice la ley.
No es alusión.”



La que pretendía ser una ley que protegiera a la mujer se convirtió en una ley que marcaba aún más las diferencias entre trabajadores y trabajadoras al fijar legalmente una doble discriminación social: admitir la “debilidad del sexo femenino” y no incluir a los trabajadores en esta misma ley.

Al cabo de los años se pudo comprobar que la ley no había tenido el resultado que se esperaba ya que muy pocas empresas la cumplían.

Después de 6 años, el Real Decreto de 16 de octubre de 1918 establecía,  en su artículo 15,  que “con sujeción a lo determinado en el artículo 18 de la Ley todo dependiente varón gozará el derecho al asiento en los mismos términos que para las mujeres empleadas establece la Ley de 27 de febrero de 1912”.

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