“Desde que ella (Munda) se había marchado a Madrid, la
vida en el cerro del Emperador había sido una balsa de aceite. Cuatro años de
tranquilidad que solo se enturbiaba con los constantes intentos de su hermana
de entrometerse en la gestión de sus empresas, pero ella los sorteaba con el
testamento de su padre en la mano. Munda había cumplido la edad para heredar
hacía dos años. Se habían escriturado a su nombre dos fincas, el palacio del
paseo de la Castellana y una tercera parte de las acciones de las fábricas; pero
la administración seguía dependiendo de Mariana, ella no podía intervenir. Aun
así, cada cierto tiempo, su hermana mediana le enviaba un telegrama informándola
de los decretos que se habían firmado a favor de los trabajadores, que obtenía
quién sabía dónde. Pero, lejos de atender sus recomendaciones, Mariana guardaba
los telegramas en un cajón y los dejaba sin respuesta. A veces, Munda la amenazaba
con denunciarla si no aplicaba la normativa, e incluso se atrevió a
inspeccionar ella misma las fábricas en más de una ocasión hasta que el abogado
de Mariana se lo prohibió terminantemente, con la advertencia de que, si lo hacía,
no tendría más remedio que llevarla a los tribunales.
La marquesa sabía que su hermana
no llegaría al extremo de denunciarla; después de todo, las fábricas pertenecían
también a Alejandra, y esta solía tratar de conciliar las posturas de sus
hermanas siempre que veía la oportunidad.
— ¿Por qué no cedes en esto? —le
dijo en cierta ocasión, después de leer uno de los telegramas de Munda—. Ella
solo te ha pedido que le subas un poco el sueldo a las mujeres, lo suficiente
como para que no se note tanto la diferencia con el de los hombres. Si es
necesario, yo podría renunciar a una parte de los beneficios, y estoy segura de
que Munda también.
Mariana se echó a reír cuando oyó aquel
despropósito.
—Pero ¿en qué mundo vives,
criatura? Eso es del todo imposible. Ya lo intento el abuelo, y las otras fábricas
se le echaron encima como lobas.
Unos días después, Munda envió un nuevo telegrama y Alejandra
volvió a tratar de interceder.
—Al menos concédeles unos días
de descanso después de dar a luz. No es justo que tengan que ir a la fábrica recién
paridas.
—La vida no es justa, querida
—le contesto Mariana acariciándole el pelo—, ya lo aprenderás. No deberías hacer caso a esos pájaros que Munda
te está metiendo en la cabeza.”
Tiempo de arena
Inma Chacón
Planeta, 2011
pág. 86-88
El 27 de febrero
de 1912, el Gobierno promulga la
denominada “La ley de la silla”, que dice en su articulado:
Artículo 1.” En los almacenes,
tiendas y oficinas, escritorios, y en general en todo establecimiento no
fabril, de cualquier clase que sea, donde sé vendan, artículos ú objetos al
público ó se preste algún servicio relacionado con él por mujeres empleadas, y
en los locales anejos, será obligatorio para el dueño o su representante
particular ó Compañía tener dispuesto un asiento para cada una de aquéllas.
Cada asiento, destinado exclusivamente á una empléada, estará en el local donde
desempeñe su ocupación,(…)
Art. 2 º El cumplimiento de esta Ley será
objeto de la Inspección del Trabajo del Instituto de reformas sociales (…)
Art. 3 º Las infracción de esta ley se
castigará con la multa de 25 a 250 pesetas, aplicable esta última cantidad en
caso de reincidencia. (…)
Art. 4 º Un ejemplar por lo menos de esta
ley se colocará en sitio visible del local o locales del establecimiento donde
haya de ser aplicada. (…)
Artículo aparecido en el
semanario satírico “Gedeón”, el 3 de marzo de 1912
“REFORMAS SOCIALES
TOME USTED ASIENTO
Nuestros legisladores
maravillosos.
Sobre todo en reformas societarias vamos a
llegar adonde no pudo soñar que llegaría el mismo Barriovero, con todos sus
accidentes sindicalistas.
Ahora que se conmueve el subsuelo británico
como un hormiguero en rebeldía, nos sale nuestra ilustre señora la Gaceta con
una ley para que esperemos sentados la famosísima y nunca bien ponderada “ley
de la silla”.
Bien se ve que somos descendientes de Rodrigo
el Vivales en la acepción de “fieras para el descanso”, cuando nuestros
paternales y previsores sociólogos nos imponen el asiento obligatorio al mismo
tiempo que la obligación de servir al Rey…
A partir de esta fecha, según se dice en el
estilo gacetable, en los almacenes, tiendas y oficinas, escritorios o
establecimientos “de cualquier clase que sea”, donde presten algún servicio las
mujeres, será obligatoria la colocación de un asiento para cada una de las
dependientas.
Pero aún hay más”: la obligación se extiende
también a las ferias, mercados, Exposiciones permanentes al aire libre o
industrias ambulantes.
En todos estos sitios, puntos o parajes,
habrá que instalar una sillería completa para las vendedoras.
Nos parece muy razonable la novísima ley
sedentaria.
Una señorita detrás del mostrador no puede
aguantar a pie firme el chaparrón de colmos de los parroquianos.
¿Pues, y las camareras?
Desde hoy tendrán que servirnos el bock en
silla gestatoria, bajo la multa de 25 a 250 pesetas.
Sin embargo, tiene la ley una limitación, que
es lo que gráficamente se dice: “Hecha la ley, hecha la trampa”.
Y aquí la trampa o el cartón consisten en que
toda empleada podrá utilizar su asiento mientras no lo impida su ocupación, y
—esto es lo monstruoso— “aun durante la ocupación, cuando su naturaleza lo
permita”.
Señores… ¿a dónde vamos a ir a parar con
tales disposiciones?
Menos mal que cada asiento, según la famosa
ley, se colocará en forma que no pueda servirse de él más que la propia
interesada, con exclusión del público.
Es decir, que ya se ha acabado la tiranía del
soutener que llegaba al “puesto” y mandaba imperativamente:
—¡Anda, tú; arsa de ahí!
Bendita ley y benditos tiempos de
reformatorio social, en los que una puede invocar el párrafo primero del
artículo segundo del capítulo cuarto, letra B del apartado tercero del
reglamento.
Ya lo saben nuestros lectores, y si no lo
supieren, tiempo han de tener para enterarse de la sillería legal, porque hay
que colocar en sitio visible del establecimiento un ejemplar de la recientísima
disposición, digna de la preclara providencia de Barroso.
Ahora, cuando entréis en un comercio, cuando
vayáis a un café, cuando asistáis a una sección de varietés, habréis de decir a
la camarera, a la bailarina o a la sugestiva expendedora de cajetillas húmedas:
—Señorita… no se moleste, siéntese usted, yo
me serviré.
Realmente, progresamos de un modo asombroso.
Cuando todo el mundo se preocupa de la
renovación, del movimiento, de la vida agitada e inquieta, nosotros nos ponemos
a legislar acerca de las comodidades del asiento.
Y bien sabe Dios, amabilísimas dactilógrafas,
excelsas estanqueras y demás vestales del templo comercial, que GEDEÓN os desea
un asiento tan cómodo y mullido y confortable, como es de molesta y
atormentadora la situación del pollo que os ronda desde la acera de enfrente.
Pero no le ofrezcáis la silla.
Porque incurriréis en la penalidad del
capítulo sexto.
Así lo dice la ley.
No es alusión.”
La que pretendía ser una ley que protegiera a
la mujer se convirtió en una ley que marcaba aún más las diferencias entre trabajadores
y trabajadoras al fijar legalmente una doble discriminación social: admitir la
“debilidad del sexo femenino” y no incluir a los trabajadores en esta misma
ley.
Al cabo de los años se pudo comprobar que la
ley no había tenido el resultado que se esperaba ya que muy pocas empresas la
cumplían.
Después de 6 años, el Real Decreto de 16 de
octubre de 1918 establecía, en su
artículo 15, que “con sujeción a lo
determinado en el artículo 18 de la Ley todo dependiente varón gozará el
derecho al asiento en los mismos términos que para las mujeres empleadas
establece la Ley de 27 de febrero de 1912”.
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